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Viaje por las Indias. Entre Colombia y Ecuador, del 15 de febrero al 4 de junio de 2017

“Las Indias, donde no hay riqueza estable ni pobreza heredada”

Fernández de Piedrahita

 

“La Tumba india se retuerce con todas sus caderas,/ sus mamas y sus vientres./ La Gran Tumba se enarca y se levanta/ después del Tercer Siglo, de entre las lomas y los páramos,/ la cumbre, las yungas, los abismos,/ las minas, los azufres, las cangaguas./ Regreso desde los cerros, donde moríamos/ a la luz del frío./ Desde los ríos, donde moríamos en cuadrillas./ Desde las minas, donde moríamos en rosarios./ Desde la Muerte, donde moríamos en grano./ Regreso»

César Dávila Andrade, Boletín y elegía de las mitas

 

15 de febrero. A bordo (Madrid-Bogotá)


He iniciado mi segundo viaje por tierras de las viejas Indias, la América de los utopistas y puritanos, buscando claves para entender las pulsiones de un mundo que se mueve entre una modernidad atropellada y la imagen que encontraban algunos antropólogos de un acuerdo entre la libertad y sus signos –Lévi-Strauss dixit–, necesidad de volver atrás para dar a todo comienzo la grandeza del origen. También, revisitar nuestra herencia hispana, escarnecida desde una visión criolla de su historia, como por nosotros mismos, incapaces de situarnos en un mundo que sacrifica culturas y pueblos en el altar de la economía. La insospechada presencia de los pueblos indígenas en las nuevas construcciones sociales y políticas parecería entonces un sinsentido más que añadir a la incapacidad para contar un nuevo relato, entre una revolución que fracasa una y otra vez ante la tiranía del presente y del progreso, y un tiempo mítico que debe actualizar un relato que nadie sabe cómo se inició, melodía que encontramos en todos los orígenes, caracola que resuena y curiosamente desparrama sus sonidos como colores para crear el mundo: en el principio era el ritmo. De todas maneras, ¿escaparé al destino del viajero, aún el más sagaz?: “Bais et bassement je m’etais dit aujourd’hui: ‘C’est que tu as vu, tu pourrais encore le peindre en couleurs’. Mais le moi de moi n’a pas voulu et sur la toile sont apparus mes larves et fantômes fidéles, qui no sont de nulle part, ne connaisent rien de l’Êquateur, ne se laisseraient pas faire” (H. Michaux).

 

16 de febrero, en el Explora Hostels, en el barrio de la Candelaria, Bogotá

 

Llegada sin novedad y en una aduana cariñosa: ¿Cual es el motivo de su viaje acá, Rogelio?, como suavizando el tránsito y la angustia del pasajero ante lo desconocido. Me instalé en mi destartalada habitación y, tras cenar algo, pude dormir unas horas. Temprano, me di un pequeño paseo por el barrio, una vez pude hacerme con mi teléfono. Lo había entrevisto la noche anterior: colorista, vital, me pareció, con casas un tanto decrépitas, pero con un cierto sabor antiguo, rodeado por los titanes rascacielos del progreso y milagrosamente salvado para nosotros, los viajeros deseosos de no encontrar siempre al homo faber, allí donde buscamos al homo ludens.

 

Desayuné al estilo de acá, un menú excesivo que incluía huevos fritos, y me di un paseo hacia el Museo Nacional, por una calle o avenida “siete”, que se propone como centro de comercio y demás: pobre, sucia, recuerdan siempre a ese Oriente superpoblado donde se ha perdido la relación con el nomos y los bazares ya no son escenario de los cuentos de alguna Scherezade. El museo ocupa un viejo caserón rodeado de las nuevas construcciones de cristal y cemento, remozado para adaptarse a un nuevo “relato”, se nos dice, relacionado con la constitución de 1991 –creo recordar– que se define como abierta, participativa, descentralizada… Nuevo intento de aplacar la realidad con el conjuro de las leyes. Tras un susto morrocotudo –creí que me habían robado la cartera directamente delante de las narices de todo el mundo en la cola de la taquilla– comencé mi visita. (Por cierto, me avergonzó mi reacción de pánico: ¿Por qué no convertirlo en algo lúdico, en el comienzo de una historia y no en una señal de desagrado o castigo?).

 

En el museo, visión de las viejas culturas, muy pobres en imágenes, con una acusada influencia mesoamericana; hermosa tumba muisca, creo, con un rico ajuar, blindada tras un cristal. (Por cierto, al indicarme su ubicación, el joven bedel se expresó con un “su merced”, título extraño y precioso, español encapsulado en estas tierras, regalo de bienvenida frente a la pérdida de nuestra historia, también en las palabras –recuerdo asimismo al indígena mexicano que me preguntó por unas “jícaras”).

 

Esculturas de San Agustín, en el corazón de los Andes, en la región de Huica, extrañas figuras con faldellín y brazos adaptados al marco pétreo.

Después, nada apenas de la época virreinal, excepto documentos sobre el muy respetado Celestino Mutis, a quien rindió homenaje el gran Humboldt. La época de la independencia intenta resaltar la figura de los líderes, pero de una curiosa forma, a través de objetos personales como una espléndida silla de montar de guarnición y cabezal de plata que había pertenecido a Simón Bolívar, devoción fetichista me pareció. También la terrible vulgaridad del siglo XIX, con retratos de una burguesía sosa y funeral. Sí me gustó un pintor de paisajes, González Camargo, y su Afueras de Bogot”, especie de Cézanne “rollo” –el apodo de los bogotanos–. Lucy Tejada, Mujeres sin hacer nada, desafortunado título, pero cierto carácter. También, la narración de los sucesos de la matanza de la United Fruit, y el asesinato de Gaitán, el líder que el pueblo sentía cercano, quizá porque nunca gobernó, y desencadenó el “bogotazo”, revolución que dejó la ciudad destruida. (Quiero obviar toda la miserable historia criolla de estos reynos, mediocre sucesión de gentes que odiaban a su pueblo, refugiados en constituciones, o en intrigas, humillados por el atleta yanqui, caricatura, como nosotros, de un mundo consagrado a la economía y la eficiencia: pinturas y retratos de Museo Nacional; al menos, México encontró en los muralistas un delgado hilo para asentar su historia y sus mitos, sentir así el pálpito de una nación).

 

Tomé algunas fotografías y notas; ahora lo dejo, pues estoy un poco cansado de la introspección y voy a tomarme una chicha quizá y a comer algo. Tengo apetito todo el tiempo.

 

El museo es una antigua cárcel: alguien debería ya trazar esa relación entre prisión y arte, contemporáneo sobre todo.

 

 

17 de febrero

 

Y así me fui a pasear por el hermoso barrio de la Candelaria, en una noche tranquila y serena; el silencio, la “soturnidade” eran cada vez más elocuentes y diferían el encuentro con la iglesia de torres encaladas entrevista en la lejanía; un artesano encuadernador que trabajaba a puertas abiertas, tras una charla sobre su oficio y su decadencia me aconsejó no ir más allá, regresar a la zona más iluminada y transitada. Allí encontré el refugio de una “chichería”, un abarrote dirigido por un curioso personaje, Alfredo, de sangre muisca me dijo, abanderado de una religiosidad que quiere regresar al origen, al culto a Bochicá, a los elementos que se rigen por los ciclos de la luna, fin de un ciclo solar y masculino; las fuerzas telúricas vuelven a imponerse tras el fracaso y el dolor de la historia. Compartimos unas botellas de la sagrada chicha, maíz, chía y amaranto ligados en una hermosa trasmutación que iba imponiéndose con tranquila eficacia, como una mujer sabia, experta. Dormí tranquilo y bien, como hacía tiempo.

 

Hoy tuve un encuentro con Jorge, mi guía para entender esa otra historia de los perdedores y marginados, parte de una educación de español aterido ante la fragilidad de nuestra común historia, de un mensaje incomprensible, botella lanzada en un mercado ahíto. Tras un comienzo extraño, pero tranquilizador, pues le acompañé a gestiones en la cámara de comercio, empeñado en trasladarme la legitimidad de su trabajo condensado en un papel que recogía los estatutos y fines de su asociación –como si importara algo–, iniciamos un loco recorrido, una caminata dantesca por la zona de Santa Fe, allí donde los drogadictos del basuco (última transmutación de la cocaína) se juntaban en grupos lamentables, sórdidos, en las calles donde se desarrollaba la actividad febril de talleres, como escenario del infierno de Swedenborg. En su vivienda, una habitación en un caserío averiado y frío, entendí lo que se esperaba de mi presencia, como aparición de rey mago para dar vida a una asociación ya inexistente, vencida ante las dificultades y la falta de apoyo; deshice el equívoco lo mejor que supe y, tras comer algo en una cantina, seguimos la excursión por las zonas degradadas donde se instalan yonquis, travestis y putas, al lado ahora de tiendas y hoteluchos de mala muerte, pero donde las familias seguían con su vida: niños saliendo del la escuela, comercios y abarrotes… Terrible la visión del grupo de mujeres y niños indígenas, desastrados, rotos, patéticos, como personajes de un Roa Bastos. Imagen burlesca, como de carnaval, del joven negro que huía arrastrando su ropa, perseguido por una muchacha.

 

Acepté quedarme un tiempo y tomarle el pulso a la cara terrible de la ciudad, como Dante avejentado y su listo, patético Virgilio, superviviente pícaro y a la vez entregado a la causa de los más desgraciados.

 

Por la noche paseo por el barrio, cada día más misterioso y amable, hasta la Plaza de Bolívar con su terrible frialdad, hecha no para recibir sino para vigilar, panóptico donde un solo hombre podría clavar su mirada fría en el más inocente de los ciudadanos, luz que atrae en la oscuridad a las víctimas, al reclamo de un falso calor.

 

“La noche, la plaza, la desolación/ de la columna esbelta contra el tiempo./ Entonces, un ruido agudo y subterráneo/ desgarra el silencio/ de rieles por donde coches pesados de sueño/ viajan hacia las estaciones del Infierno”. Fernando Charry, La ciudad

 

 

20 de febrero

 

Ayer me apunté a un tour ciclista por la ciudad y verdaderamente no me arrepentí, como suele ocurrirme en estas circunstancias; pues nuestros guías nos llevaron por parajes curiosos, como zonas residenciales de los antiguos empleados de empresas inglesas, especie de barrio de Chelsea tropical; después, admirando los grafitis que hablan de la violencia terrible del país, como el asesinato de un famoso cómico que se atrevió a burlarse de los poderosos. En otros, una composición terrible: “el agua es más valiosa que el oro”, sobre cómo se han envenenado ríos con el mercurio empleado para obtenerlo.

 


Continuamos hacia una especie de memorial de las víctimas de la terrible guerra civil que asola al país desde hace décadas, con lápidas de extrañas inscripciones que recordaban a signos zodiacales: al acercar el zoom revisando las fotografías resultan ser heridos o muertos llevados en una especie de parihuelas. También una visita a los mercados, en la que ya me despisté para seguir charlando con nuestro mecánico, Julio, hombre locuaz y divertido, padre de nueve hijas de cinco mujeres diferentes, al que como buen hispano solo hay que darle un poco de cuerda para que se explaye. Por último, en los aledaños de la calle 13, el famoso infierno bogotano, y una visita a una casa de juego del tejo, de origen indígena al parecer, en que se apunta con una bola de acero a un círculo marcado sobre una superficie de arcilla; los buenos tiradores logran explotar unos pequeños papeles cargados de pólvora. Charlé un rato con una familia colombiana que pasaba el rato en compañía de unas cajas de cerveza; aunque la conversación tenía un carácter humorístico, enseguida afloran las preocupaciones y angustias cotidianas: una pizpireta niña me preguntó sobre la situación de la seguridad en nuestras ciudades, extraña cuestión para una edad tan tierna.

 

Charla con mi amiga, que tiende a exacerbar las cuitas y angustias del viajero, lo que indica su incapacidad para ponerse en el lugar del otro, más bien a señalar sus propios temores. Su cariño está en el mensaje más que en la melodía, lo que lo hace un tanto desabrido.

 

“A veces cruza mi pecho dormido/ una persona o viento,/ un enjambre o relámpago,/ un súbito galope: es el amor que pasa en la grupa de un potro/ y se hunde en el tiempo hacia el mar y la muerte”. (E. Carranza, Galope súbito

 

Por la noche, cena y paseo con Zio, un viajero solitario y maduro, como yo mismo, que forma parte de una hermandad un tanto triste, incapaces de permanecer en algún lado y condenados a vagar sin rumbo, sin pausa; un pescado mediocre, seco y desabrido, en un lugar agradable y decorado con gusto, pero desastroso en el afán de innovar. Me sigue contando sus viajes y su impresión de que las iniciativas sociales que llegan de Europa son un fracaso. Logro dormir unas horas y me doy mi paseo mañanero por el barrio, que me gusta cada vez más; centenares de muchachos y muchachas se dirigen a las universidades, deseando formar parte de ese futuro donde la sangre se incline ante el espíritu, débil hermandad por encima de naciones y razas.

 

21 de febrero

 

Ayer por la mañana, asisto atónito a las andanzas del impredecible Jorge, atado a su carro inservible en el que se gana la vida haciendo portes; le invito a desayunar y me ofrezco a comprarle una batería, pues entiendo que lo espera y no me gusta defraudar a la gente que me cae bien, pecado de generosidad del que a menudo me arrepiento, ¡pero su cara de felicidad era tan linda de ver! Pues eso hicimos en la mañana, tiempo que en otra ocasión me hubiera parecido perdido, pero que disfruté y me tomé con una cierta socarronería y buen humor. Hoy hemos quedado en hacer una visita a una asociación de ayuda a los pobres desarrapados bogotanos. Zio, un franco-italiano que milita en ese grupo de viejos solitarios en un peregrinaje continuo, me acompañará.

 

Por cierto, ¿serán los grafiteros los muralistas de Bogotá, de Colombia? Pues uno encuentra sorprendentes ejemplos de un arte que alcanza los rincones más insospechados: en el barrio miserable donde vive Jorge, una versión de la famosa escultura de Bernini; los signos se amontonan, entre ellos el anuncio de una tapicería que quizá ha sido mecenas de la obra, como la familia italiana que desde su palco preside y observa la escena en la iglesia romana de Santa María de la Victoria. También la pequeña ventana abierta que anuncia la transverberación.

 


Con Zio, repetimos el paseo por la corte de los milagros, escuchando sus exagerados comentarios que hablan de un carácter un tanto desequilibrado, una timidez explosiva, marca de los solitarios. Comimos, en un pequeño local regentado por un negro que proviene de Santa Marta, un pescado rico cuyo nombre chispeante no logro recordar, sabroso contrapunto después de tanto insípido pollo (¿Ojo-chico?). En un momento, Jorge confiesa que ha sido fumador de ese basuco terrible y como solo hace unos pocos años consiguió liberarse de su terrible adicción en una de esas asociaciones que montan las nuevas religiones, esta a cargo de un tal Betancourt; allí cambió su adicción a las drogas por una religiosidad basada –supongo– en el fetichismo bíblico y que le dejó un mal sabor de boca tras el enfrentamiento con el líder; algunos carteles recogen su mensaje, especie de paraíso regido por un acicalado y soro líder, imagen que quizá conmueva a estos pobres desarrapados, como la alegría exaltada del mendigo de El señor presidente, convencido de haber visto a un ángel.

 

Por la tarde, mientras pasaba estas notas, chaparrón impresionante, verdadero diluvio que amenazó con anegar algunas habitaciones del hotel. Aquí me quedaré otra semana más –este es el tiempo máximo que me concedo para decidir–, pero me disgustaron las marrullerías de los muchachos con el precio. Si finalmente alargo mi estancia me buscaré otro lugar. Por cierto, una hermosa y tropical Lolita me atendió esta mañana, pero aún así no cedí un ápice.

 

Hoy he vuelto a acercarme a la casa de Jorge, paseo que me provoca a veces palpitaciones, pues verdaderamente entramos en un submundo de vida dura y burlona, donde el menor síntoma de debilidad quizá despierte la avaricia, o la violencia, latente en ese laberinto de callejuelas y miseria. Hoy le he acompañado a su trabajo, cargando primero una puerta de automóvil y ya después un sillón de dentista que fuimos a recoger a la zona norte, un refugio de habitantes de clase “media”, tras recorrer unos pocos de kilómetros, medida de distancia que siempre suena a pesantez; más agradables suenan las millas inglesas. Nos acompañó un muchacho de rasgos y nombre de tinte indígena, Cocuma, hermético como la gente de raza. Nueva y copiosa comida, esta vez una espesa sopa y la mojarra frita con camarones. Comimos rodeados de putas, algunas de ellas prácticamente desnudas, ante la indiferencia de los demás comensales.

 

A pesar de haber dormido hasta tarde –me despierto de madrugada y me tomo una pastilla– he disfrutado una pequeña siesta y me decidí a hacer algo de vida de turista, visitando la Casa de la Moneda y su preciosos patio, así como la colección de arte contemporáneo; algunas de las imágenes me recordaban las terribles escenas que se ven en las calles de la ciudad: había tomado a hurtadillas una foto de una muchacha tendida en el suelo en una avenida en mi excursión mañanera –lo que no gustó a Jorge, que la conocía– y me encontré la sublimación del arte:

 


Luis Caballero, Desnudo

 

También la terrible imagen de la Violencia, de Luis Obregón, mujer yacente, embarazada y sangrante, de rostro marcado por la violencia y los golpes, recuerda las imágenes más desgarradoras de Goya; fue vista desde su aparición, en 1962, como una imagen de la violencia misma que asoló al país durante largos años.

 

¿Nacerá vida de ese ser herido? Pues decía Spengler que el hombre hace la historia, pero la mujer es la historia misma.

 

Otras obras, como los grabados de M. A. Rojas, o Fernell Franco, parecen señalar visiones ominosas, de vigilancia, de secretos temores. También, las vanguardias americanas, con Wilfredo Lam, Guayasamín, Rufino Tamayo, y un cuadro de carácter indigenista de Fernando Botero, con figuras estilizadas bajo la égida de Cézanne.

 

23 de febrero

 

Esta mañana, paseo de nuevo hasta casa de Jorge. Le encuentro intentando arreglar un teléfono, que permanece inmóvil a pesar de sus manejos. No sé cómo –bueno, después de una llamada– surge la terrible historia de su nacimiento; pues su madre, mucama en una casa, violada o engañada por el “señor”, dejó a su hijo recién nacido en la calle, que fue recogido por su mujer; pero desde pequeño no se le ocultó que no era hijo legítimo, más bien un “hongo de debajo tierra”, en expresión de una vecina ante sus travesuras, lo que le valió quedarse sin cristales. A los siete años, yendo en autobús con su madre adoptiva, esta le señaló a la verdadera, que huyó ante la presencia del niño, pero fue perseguida por el muchacho y la abrazó. Cuando agonizaba, el supuesto padrastro le confesó que era su verdadero padre, lo que le alegró infinito, pequeño desquite para un muchacho deseoso de amor. Antes, recibió en casa a un hijo anterior de su madre adoptiva y a su jovencita mujer, que prácticamente le sedujo, cuando era apenas un crío; no obstante, él ayudo a criar a los hijos de la moza, pues también el padre murió muy joven; aquí cerca del barrio de Candelaria, un poco más arribota, me dijo, barrio de la Perseverancia.

 

Mientras intentaba digerir esta historia –una familia “disfuncional”, en sus propias palabras– nos dirigimos a través del enloquecido tráfico de Bogotá hacia el barrio de la Bosa, a visitar un centro de menores regentado por un conocido suyo que me había presentado un par de días antes; el lugar resultó una especie de reformatorio vigilado a través de pantallas de televisión, con rejas y puertas que solo se abrían para dejarnos pasar como visitantes. Nos enseñaron los dormitorios –con nombres bíblico, como Job (¡), o El hijo pródigo– la cocina y los comedores, todo desastrado, pero aseado y limpio. Tras un breve paseo nos esperaban algunos de los muchachos en una sala; allí Jorge les echó una arenga basada en su propia experiencia, con su mímica y sus gestos tan personales: los muchachos –algunos no tanto– contestaban con algún amén, serios, circunspectos, como seres a quienes se ha robado la sonrisa, aunque Jorge logró provocar alguna con sus ocurrencias. Debéis tener una proyección, un plan de futuro, les exhortaba, o volveréis a recaer, era el fondo de su mensaje; así como deberían ser capaces de hablar consigo mismos. También se me invitó a hablar, lo que hice brevemente, cambiando aquel final del rey Lear: yo que soy viejo, no he sufrido lo que vosotros.

 

Después, uno de los protagonistas de su increíble historia se hizo presente: su propia madre, a quien visitamos en una pobre vivienda, casi impedida y muy enferma, recibiendo los abrazos de su hijo, el rebelde, el pródigo realmente, a quien como madre eterna encareció se portara bien.

Volviendo hacia Bogotá, comenté con mi guía las impresiones de nuestra visita al centro de rehabilitación; me resultó chocante que algunos de ellos reaccionaran con prontitud ante la pregunta de si estaban allí a la fuerza, aunque la respuesta de Jorge fue heladora: vuestros padres han hecho lo que debían; supongo que por un momento pudieron pensar que veníamos a rescatarlos. De todas maneras, esa disciplina de carácter religioso puede tapar durante el tiempo de permanencia en el centro la ansiedad y la locura de la desintoxicación, pero en cuanto desaparezca… Las nuevas religiones acechan en un mundo invadido por el horror y la infelicidad.

 

24 de febrero

 


Trabajando en casa de la ex mujer de Jorge, para ayudarle con una obra en el sótano de su casa, pared a rascar, pues estaba comida de humedades, trabajo. Con su compañera, de nombre americano, tan frecuentes aquí, nos prepararon un almuerzo con el inevitable pollo, acompañado de arroz y yuca, así como una rica sopa. Por cierto, el león se me convertía en gatito en presencia de su otrora oíslo, mujer de rasgos indígenas y brillante pelo negro, evangelizadora de los pobres indígenas de la Amazonía. Me despedí pronto, pues estaba verdaderamente dolido; mis tendones protestaban por el esfuerzo y no quise arriesgar una lesión; “huevón”, me decía Jorge, quizá para justificar su propia mansedumbre: las mujeres a quienes quisimos ejercerán siempre una mezcla de fascinación y dominio sobre sus viejos enamorados. Volví en el transporte Millennium, verdadero bus-ficción, moderno y funcional, como futuro limpio y eficaz; en los túneles se amontonaba la basura recogida por los pobres miserables que allí se refugian del frío y la lluvia.

 

Los fríos y altos edificios de la zona, a veces una sorprendente iglesia, unas casas de estilo victoriano, parecían dar razón al poeta:
“De ese paisaje que era nuestro ya no queda nada. Con una almohadilla/ borraron los árboles mohosos de tiza y a la dicha del cemento tiraron la/ poca yerba que se había trepado por las aceras. En las estrechas calles/ donde rondaba la penuria/ un acento de olvido se posó como gallinazo sobre la carne podrida, y con/ los recodos del hambre, en los cuales una prostituta o una puñalada/ esperaban con la hoja abierta, hicieron una especie de argamasa para los/ pilares de la ciudad. Lenta y discretamente le iban dando empujoncitos a/ la miseria hasta que la tiraron por detrás de la estación del ferrocarril”. Armando Romero, Paisaje

 

Si la lluvia lo permite, intentaré completar mi visita al Museo Casa de la Moneda.

 

25 de febrero

 

Me hice un cierto lío con las salas y no seguí el orden cronológico que se marcaba –por cierto, el museo es espléndido, con salas espaciosas y de perfecta iluminación–; cuando uno se satura, basta asomarse a la balconada y admirar el patio y los magnolios. Se habla de un tal Rómulo Tozo y su pequeña figura de Tequendama –y antes de Bachué– que inicia una etapa de vuelta a la tradición indígena, a la par que los muralistas mexicanos: por lo visto, el resultado es más bien mediocre. Mi pobre cámara no pudo recoger el panel indicativo del siglo XIX que comienza con los terribles retratos de próceres y familias que ya había admirado en el Museo Nacional, como la serie de los niños Cuervo, de influencia quiteña al parecer y que ya anuncian la mediocridad de la madurez.

 

También puede verse la escuela costumbrista y paisajista, al parecer bajo la influencia del viajero y científico Alexander Humboldt, que le dio nombre. (Así, La plaza de Bogotá, alegre y popular, como esperando el romance y la diversión, del malagueño Edward Walhouse, con las sempiternas nubes abriéndose por fin; ahora, un lugar frío y severo, panóptico vigilante).

 

Hacia finales de siglo XIX, tras la terrible experiencia de la Academia, llamada para volver al paisaje como “estado de ánimo”, lo que indica –como en el caso español– la tardía llegada de los movimientos europeos. Ricardo Borrero y Andrés Santa María tienen pinturas estimables, así como Camargo, el más conocido, o Zamora y su río Magdalena, terrible vía de penetración de los españoles que incluso fletaron galeones para llegar a las tierras centrales.

 

(Señalar un Pablo y Virginia, de un acertado tono naif, donde el muchacho tapa a su compañera con una enorme hoja de banano; recuerdos del erotismo que me regalaba aquella obrita tan delicada y las ensoñaciones sobre la pérdida de la inocencia).

 

Hoy mismo por la mañana, en un día lluvioso y desapacible, me dirigí nuevamente al museo, para contemplar la colección que lleva el nombre de su donador y creador: Fernando Botero.  En una sala llamada ‘Fragmentación, parodia e ironía’, la escuela pictórica de los años 60, con algunas piezas destacables como la Libélula colombiana, de Feliza Bursztyn, utilizando chatarra para crear una obra grácil.

 


En Retrato de Duchamp, de Marisol Escolar, el artista aparece encaramado a un trono, con algo de tótem, acomodo extraño pero apropiado para el artista de la ironía, o metaironía, en palabras de Octavio Paz. En esa línea el artista Antonio Caro se lamenta: “Todo está muy caro”.

 

Ya esta mañana me dirigí al Museo Botero para admirar sus conocidas y voluminosas composiciones; me detuve en sus bodegones –aunque él las llama naturalezas muertas, a la insípida manera francesa–, adecuado contrapunto a la exagerada vitalidad de sus retratos; en una de ellas, delicioso apunte de lápiz y acuarela, con rosas, manzanas y una jarra de latón, la cortina nos permite disfrutar no la típica vista de Montmartre, sino lo que parece la iglesia de la Candelaria y los tejados del barrio.

 


Por citar algunas de sus creaciones, la jocunda Venus con un superado Cupido y un retrato de Manuel Marulanda, alias Tiro Fijo, así como una matanza, Masacre de mejor esquina, narrada con aire de corrido.

 


La violencia y el dolor también tienen un pequeño lugar en una nación que la ha vivido como cotidianidad: la Crucifixión, rotunda en sus formas, hace sin embargo visible el dolor de la madre.

 

También, si no entendí mal, el pintor regaló al Museo Casa de la Moneda una estimable colección de arte, que abarca desde Degas hasta el neo expresionismo estadounidense; en un lugar destacado, la mejor escultura de Salvador Dalí, síntesis de sus pesadillas más queridas: Busto retrospectivo de mujer, como claves de ese erotismo frío y perverso del pintor, que le iguala –como siempre– a sus queridos renacentistas. Imagen andrógina, curiosamente, con la incipiente calvicie, como madre deseada o padre vigilante. En su tocado, pan y tintero con la imagen paranoica del Ángelus de Millet: metamorfosis terrible en que la mujer orante deviene mantis devoradora ante el hombre, miedo de los solteros ante la novia. ¿Las hormigas? Putrefacción y nueva vida, otro de los fantasmas más queridos del pintor: en sus memorias cuenta la alegría infantil sentida ante el cadáver devorado por las hormigas mismas, pues –creo recordar– sus manejos le devuelven una extraña vitalidad. El motivo de las mazorcas de maíz, como aportación del nuevo mundo a las pesadillas del nuestro, carne misma de los nuevos seres creados por los dioses, y a la vez penes flácidos, como trofeos de una diosa de estirpe venusta. El sexo es todo él metamorfosis –ya no el amor mismo–, y crea seres a menudo horribles, como hijos ingratos o cobardes; también, si los dioses lo quieren, la posibilidad de ingresar en un mundo nuevo, fluctuante, como laurel, después mármol o bronce.

 


Las figuras de Julio González, Moore, Max Ernst, con su Gran genio, que recuerda las esculturas de San Agustín, nos hablan de ese bucle del arte contemporáneo hacia la expresión del terror primordial, búsqueda del amparo del tótem, imagen soberana ante la desaparición del tabú.

 


Un tanto ahíto de arquetipos me fui a pasear por las calles de Bogotá, hasta el Parque Nacional, pues un joven catalán, viajero curtido a sus veintiocho años, Eddy, me habló de la presencia de una curiosa arquitectura victoriana; ya la conocía de mi paseo ciclista, pero fue agradable de todas maneras, aunque siempre nos agrede ese puntillo cruel y peligroso de la ciudad: un hombre cruzaba una autopista muy transitada con unos perros en traílla. También, para mi asombro, una mujer con un sucinto traje de gallega, camarera de un conocido restaurante.

 

Me he comprado un precioso sombrero indígena de paja trenzada, colorista y alegre.

27 de febrero

 


Ayer, veintiséis de febrero, jornada de excursión con una asociación de senderistas a los páramos de Sumapaz, al parecer un ecosistema único y, a pesar de su nombre, un verdadero padre de ríos, pues su nombre le llegó del aspecto superficial del lugar, que debió recordar a los españoles los desolados de la España interior; pero el parecido acaba aquí, pues los famosos frailejones, que constituyen su vegetación más conspicua, son al parecer unos verdaderos depósitos de agua, especie de cactáceas cuyas hojas recuerdan el tacto de la seda o el algodón. La sorpresa aumenta cuando surgen pequeños lagos, rodeados de lo que parecen turberas; al parecer, esta zona fue un lago interior y al ser presionado en el Terciario formó depósitos carboníferos, lo que recordarán continuamente nuestras botas de caminante.

El camino era duro a trechos, exacerbado por la altura –llegamos cerca de los cuatro mil metros–, pero entretenido con las explicaciones de nuestros guías en las numerosas paradas, adecuación necesaria a la altura y la ignorancia. El grupo era tranquilo y de edad más bien madura, con algunas excepciones, y pronto hice contacto con una graciosa muchacha, Lucía, con quien compartí almuerzo y conversación, así como con mi rival en sus atenciones, Christian. El clima parecía cambiar a cada instante y tuvimos una niebla fría, lluvia, un poquito de sol, turnándose burlonamente para desesperación de los caminantes, obligados a cambiar de indumentaria cada poco. Cuando volvíamos, el simpático guía, de cuyo nombre no logro acordarme, nos pidió permanecer en silencio delante de la primera laguna, aunque sus explicaciones eran inacabables; súbitamente se produjo como una absorción del grupo en una galaxia deliciosamente muda y serena, alteración casi mágica que duró unos escasos minutos. Al contemplar la pequeña isla en el lago, recuerdos de una pintura un tanto pompier que Dalí apreciaba, especie de isla de los muertos, capacidad paranoica de transformar un arte también difunto.

 

En el tránsito a la zona de los páramos, enorme extensión que ha sido protegida bajo alguna denominación oficial, visión de inmensas barriadas que constituyen, como en toda Hispanoamérica, verdaderas ciudades en sí, organizadas a través de la pura necesidad y que el Estado debe reconocer y delimitar.

 

Hoy mismo he ido al encuentro de Jorge, que seguía su labor en casa de su ex, y al que ayudé como pude. Durante el almuerzo –precioso español frente al nuestro, desabrido– ella comentaba sus insomnios mientras esperaba la llegada de su ex marido, pasos en la solitaria calle que aceleraban su corazón.

 

Por la tarde, visita al Museo del Banco de la República, esta vez a la exposición temporal de Joan Fontcuberta; durante unos minutos me engañó con la invención de un misterioso profesor alemán dedicado a intentar refutar las tesis evolucionistas, en busca de especies que escaparan a la cárcel darvinista; durante un tiempo logra crear una atmósfera irreal, que recordaba al borgiano libro de los seres imaginarios.

Eran irónicamente poéticas algunas descripciones de costumbres, como los ritos funerarios; también, una deconstrucción de cómo borrar el rastro de una persona inexistente, en este caso, un cosmonauta ruso que se volatilizó en su nave; ya después, comienza el chiste anticlerical, algunos más graciosos: las estatuas gigantescas del San Agustín colombiano aparecen como imágenes del monasterio de Valmahönde, y en un icono encontramos la figura de San Milingo el Sodomita.

 

En otra sala, precisamente el Funes borgiano preside una exposición sobre la memoria de la violencia en el continente; una mesa en la que aparecen grabados cubiertos y frases de despedida, como tras una explosión nuclear; unas mesas aprisionan tierra de fosas comunes de las que surgen briznas de hierba. El dolor es también nuestra herencia.

 

“Somos los hombres al borde del abismo/ somos los hombres de la edad sombría/ somos los hombres al borde del abismo/ donde siempre hemos estado y estaremos/ y no es abismo sino pantano espeso/ somos los hombres de la edad sombría/ más cerca del fin y lejos del principio/ y no es abismo sino pantano espeso/ donde siempre hemos estado y estaremos/ hundiéndonos cada vez más hondo/ en la densa manigua de la edad sombría”. Nicolás Suescun

 

28 de febrero

 

Esta mañana he vuelto al barrio de Jorge, y allí me encuentro un viejo tranvía restaurado, usado los domingos en la Carrera séptima para conducir a los viajeros nostálgicos y a los niños, suavizando la aspereza del asfalto. Quizá estaba allí todo este tiempo, pero los latidos de mi corazón no me permitían verlo.

 

Hemos conducido por el tráfico enloquecido de Bogotá hacia el barrio de Restrepo a por una autorización para poder cargar un gas muy barato con el que pueden funcionar algunos “carros”; nos acompañaba su amigo de desventuras y terapias, Néstor, también pastor en la iglesia metodista y que en tiempos le jugó una mala pasada, me contará. Allá fuimos los tres a visitar otro centro de rehabilitación, cuya tarjeta he perdido, o no encuentro, mantenido con los mismos métodos entre carcelarios, religiosos y militares, y donde los muchachos parecían mantener una cierta distancia ante esa disciplina, más que en el anterior, desde luego; tampoco apareció el pastor que lo dirige, aunque allí estaba toda su familia, unas niñas graciosas y variopintas, morenitas de tez algunas, rubitas otras. Jorge repitió a grandes rasgos el anterior discurso y Néstor lo secundó, provocando en un momento una oración a voz en grito, como si quisieran tapar o asentir a su discurso, y que comenzaba así: por mucho que te ocultes, no puedes escapar de ti mismo. Hablé brevemente y no sentí la misma emoción, aunque me conmovió el saludo de algunos, pero la untuosidad religiosa era quizá más fingida, menos lograda que en el centro anterior. Después, conversación sobre la corrupción que se ceba también en estos lugares. Almorzamos en un restaurante chino, con la zona de cocina separada del comedor por una reja; me contó que iría a llevar a un muchacho al primer centro que visitamos, por las buenas o por las malas: al parecer, la justicia mantiene en los casos en que debe intervenir la prioridad de la decisión paterna. Ahora, cierta tristitia, como de costumbre al atardecer; también la diosa me había dado cita y no aparece.

 

Mañana me cambiaré de alojamiento, aunque me duele dejar a los simpáticos muchachos que lo llevan, pero estaba harto de discutir precios. Creo que será mi última semana aquí, pues verdaderamente no tengo función alguna, aparte de hacer de samaritano con el gran Jorge.

 

 

1 de marzo, Martinika Hostel, Bogotá

 

En fin, mis queridos conserjeritos, con la preciosa Oriana como última incorporación, me despidieron muy cariñosos y me instalé en uno de esos nuevos hostels que tanto proliferan y están verdaderamente pensados para los jóvenes que quieren encontrarse en una especie de paraíso cerrado para ellos, donde poder pasar el día preparando comistrajos y bebiendo cerveza. Pues el nuevo lugar es como una versión “internacional” del anterior, con la misma destartalada habitación y muebles obsoletos, restos de tiempos mejores; la horrible música de la radio colombiana se sustituye por un horrible rocanrol, lo que nos obliga a algunos huéspedes a tirar de auriculares, así como la picardía hispana por la tacañería anglosajona, canadiense en este caso. Las duchas anuncian tres minutos, como en las viejas pensiones estudiantiles. Esta mañana no logré contactar con Jorge, por lo que me dirigí a la Biblioteca Luis Arango, con una deliciosa calefacción que agradecí. Pedí el libro que me habían recomendado mis conocidos aquí, El carnero, crónica de la conquista por un tal Rodríguez Freyle, hijo de uno de los desgraciados miembros de la expedición de Ursúa a la búsqueda de El Dorado. No vi que supusiera ninguna novedad, o enfoque, respecto a la de Fernández de Piedrahita, excepto su vulgaridad moral y un cierto humor cervantino, a la hora de ir presentando –o cerrando– los capítulos; no tiene desde luego el aliento “tacitista” del anterior, presente en sus comentarios morales, así como en su idea del destino de los personajes de la epopeya indiana: quien a hierro mata…

 

La lluvia se va convirtiendo en un fenómeno verdaderamente fuerte en la ciudad: ayer me sorprendió en mi camino al hotel, y con mis zapatitos de claqué, y llegué hecho una sopa (¡qué expresión!). Hoy, inundó la planta de la biblioteca y puso en movimiento a todos los empleados y lectores en una labor de salvamento de los pobres libros, lo que nos constituyó en una simpática hermandad, luchadores contra un Fahrenheit acuático y torpe. Un poeta colombiano lo reafirma:

 

“Andábamos descalzos remangados los pantalones,/ los zapatos de todos amparados en la repisa./ Madre volaba con un plástico hacia la sala/ para cubrir la enciclopedia./ Atravesaba los tejados la luz de los rayos”. Jotamario Arbelaez, Día de invierno

 

En un rato, al teatro La Candelaria: Camilo, sobre la figura de Camilo Torres, del que apenas conozco nada; recuerdo la canción de Zeca: “lá ven Camilo Torres, co seu fusil a sangrar”.

 

 

2 de marzo

 

Pues allá que fui, al encuentro de la animada concurrencia que se saludaba y charlaba en el recoleto patio de la vieja casona donde se encuentra el teatro, público universitario me pareció en su mayoría, jóvenes con aspecto extravagante, así como algunos ilustres vejestorios. La puesta en escena era en principio impactante, como una versión alucinada de la biografía –y muerte– del principal personaje, papel en que se turnaban prácticamente todos los actores. Aparece una especie de satánica majestad y la “pelona”, la propia muerte en escena, y después una multitud de personajes, así como un acompañamiento musical simple y efectivo. ¿Y? La obra resultó ser una crítica despiadada a la Iglesia católica, especie de bestia infernal que no dejaba en paz a Camilo y a nosotros, los espectadores. Supongo que le toca el turno de culpabilidad a la Iglesia católica, satánica reencarnación de la Bestia, como en los mesianismos medievales. Lograban una cierta emoción los enfrentamientos del personaje con su superior y con la madre, especie de alter ego de la adusta madre del Coriolano de Shakespeare, fuerte y dominadora. Por lo demás, nada que nos permita conocer la evolución, las dudas y esa última extraña aparición como guerrillero, fascinación hispana por la violencia, por el martirio como única posibilidad de romper la dura costra de la política burguesa. A la entrada, alguna persona mostraba una especie de cruz de ceniza: el fanatismo político se va sustituyendo por el religioso, encarnado en esas iglesias evangélicas que pululan por toda Hispanoamérica.

 

Hoy de nuevo me encontré con Jorge, a quien vi un tanto nervioso y preocupado, así que me preparé para un nuevo sablazo; efectivamente, necesitaba algo de dinero para pagar un crédito concedido por unos almacenes (¡) y ante el fracaso de sus gestiones con algunos de sus conocidos me ofrecí de nuevo para ayudarle; al final, el dinero nos alcanzó justo para un almuerzo y un paseo en autobús para una nueva visita a un centro de recuperación, llevado por un personaje de mala catadura; estas estrecheces me recordaban mis tiempos de estudiante, siempre mantenidos al límite de la supervivencia. En esta ocasión el ambiente carcelario se exacerbaba, pues algunos de ellos parecían inmunes al tratamiento de shock religioso y plantaban cara a Jorge, con comentarios burlones; incluso se inició una especie de diálogo.

 

En fin, me preguntaba sobre el futuro de estos muchachos, de estos países, entre una violencia irracional, sórdida, y una clase dirigente a menudo aislada o impotente, ahora que la revolución, como Camilo Torres, parece muerta, o al menos dormida. Verdaderamente, estoy un tanto harto de tanta sordidez.

 

Otra historia; el mismo día que su mujer le echó de casa, un amigo de nuestro personaje recorría las calles de Bogotá bajo una lluvia intensa, con una bolsa de ropa en la mano, pensando en venderla para conseguir una dosis del terrible basuco y se dio de bruces con una vieja mendiga que solía estar acompañada de una traílla de perros fieros. Al verla extrañamente solitaria se acercó para refugiarse en un alero y se dio cuenta que estaba muerta; al registrarla, encontró millones de pesos de la época ocultos entre las ropas y huyó con ellos hacia Cali, y luego Santa Marta; curiosamente, no recayó en el vicio durante ese tiempo de abundancia.

 

 

Viernes, 3 de marzo

 

Al llegar al hostel me encuentro a la bella Sara cantando con su guitarra y me constituí en su rendido público; es extrañamente hermosa y frágil, de ojos color miel y una voz doliente; cuando se lo hice notar, sin más preámbulos contó una historia de amor con final infeliz, con un chico sueco, casado y con una hija, que volvía a su país. También me la encontré en el supermercado y caminamos un rato juntos. Quiere vivir en una cabaña solitaria, en una propiedad de su familia. ¡Qué amor a la soledad la de esta gente! Raza que quiere volver al bosque, al origen.

 

Poco más; harto de la sordidez de Santa Fe, me quedé en la biblioteca apurando las páginas de El carnero, especie de crónica de crímenes y amoríos, que completa así la más seca y avellanada de Piedrahita; son graciosos, por sus denuestos, los comentarios sobre la maldad femenina y los estragos de la belleza, aunque recogí unas expresiones que recuerdan a los poetas del Barroco: “El amor es un fuego escondido, una agradable llaga, un sabroso veneno, una dulce amargura, una deleitable dolencia, un alegre tormento, una gustosa y fiera herida y una blanda muerte”. Después, hablando con la dama de mis pensamientos; a veces pienso que estamos en ese camino que no tiene vuelta atrás; otras, que es invencible.

Paseo por la Avenida Jiménez, con un aire helador; en unas fotografías se muestra su antigua denominación, Calle Real, y una estampa antigua de maravillosa presencia; ¡qué hemos hecho con nuestro patrimonio!

 

5 de marzo

 

Ayer me decidí a escalar las empinadas cuestas de Monserrate, dedicada al “señor caído”, reformada como camino de dura piedra y duro caminar, pues el viejo arte de los senderos se ha perdido y todo tiene aspecto mecánico y antipático, a la espera del automóvil. Lo pasé mal en principio –debo recordar no tomar café cuando me enfrento a la altura– y sentí vértigos y dolor de cabeza. Caminando con calma y tomándome repetidos descansos logré alcanzar la cima. Bogotá parecía interminable, verdadera Megalópolis igualada en el color gris y sórdido de su inacabable presencia; algunas águilas se remontaban a la espera de tiempos mejores, como nosotros, los soñadores.

 


Desde la cima, visión del cerro de Guadalupe, cerro de la luna, como este lo era del sol –Bochicá– y de bosques de coníferas, también el peligroso eucalipto.

Apenas si visité el lugar, pues aparte del frío y feo santuario no había posibilidad alguna de caminar, o eso me pareció; incluso un pequeño merendero estaba cerrado al público, que era muy numeroso. Así que tras comer un poco de fruta me decidí a bajar en el funicular y visitar la quinta de Bolívar, lugar ameno y con un hermoso jardín –mis recuerdos para la hermosa Isabel– donde se describían algunas especies autóctonas con nombres tan lindos como el siete cueros, que alcanza hasta los veinte metros, el corazón de pollo, el guayacán de Manizales, el borrachero blanco, de hasta veinte metros de altura y favorito de colibríes; otros: sangregado, raque, cordoncillo, el arboloco, de cuyo corazón se labran figurillas, un roble autóctono con un ilustre apellido –quercus humboldtii–, el aliso, la uva de anís, la palma de cera que alcanza hasta ¡sesenta metros!, el borrachero rojo, cuyas frutos y semillas son peligrosamente alucinógenos y por último, el cordoncillo. No sabría reconocerlos, pues mi educación botánica es muy escasa, pero se merecen un apunte.

 

En la finca surge la figura de Manolita Sáenz, su amante, doblemente denostada, por serlo y por ser casada –con un súbdito inglés, por cierto–. Al parecer, era de fuerte carácter y su intervención fue decisiva para salvar la vida del patricio en un intento de asesinato, así como para acompañarle en sus peripecias. Al morir el Libertador sufrió toda clase de desdenes y exilios, viviendo en la ciudad peruana de Paita, donde sobrevivía humildemente de la venta de tabaco, de sus labores y de escribir cartas a los marineros americanos de los balleneros que recalaban en la ciudad. Fue visitada, entre otros ilustres personajes, por Garibaldi. Hoy se la considera una adelantada del feminismo americano y ha recibido homenajes, el último de los bolivarianos de Venezuela, que enterraron simbólicamente unos restos también simbólicos, pues como último desaire en vida fue depositada en una fosa común con muchos de sus papeles y objetos personales, pues se temía el contagio; había fallecido a consecuencia de una epidemia de difteria. De hecho, también la quinta, que había pertenecido a los Portocarrero españoles, sufrió las consecuencias del olvido y aún el desprecio por la figura de Bolívar y su intento de crear una gran Colombia, pues creo recordar fue usada para fines poco históricos, como fábrica de pita y también curtiembre (nuestra curtiduría).

 

(Antes, visita a la pequeña iglesia de… Apenas media docena de fieles; en general, frente a México, el catolicismo parece haber perdido la “guerra religiosa”).

 

Al regresar, figura de la “Pola”, escultura sobre esta figura de la independencia, fusilada por los realistas por espía: Policarpa Salavarrieta era su verdadero nombre, y a pesar del mote, era de familia de clase media.

 

Lunes, 6 de marzo

 

Ayer, Domingo de Cuaresma, dediqué el día a visitar algunos museos que todavía no había tenido tiempo de recorrer. En primer lugar, el Museo del Oro, ubicado en un lugar infame pero muy bien organizado y agradable de recorrer, sin que el didactismo arrebate la impresión de Wunderkamera que debemos sentir ante los tesoros. Los distintos pueblos de la Colombia pre-colombina –¡válgame el señor!– parecieron tener una rara habilidad para su trabajo, incluso usando técnicas tan sofisticadas como los moldes de cera perdida, de aliento clásico. Tras unas explicaciones claras y sencillas, la primera maravilla: una caracola recubierta de finas láminas de oro; la espiral de los pueblos mesoamericanos vuelve a hacerse presente, pues su sonido está asociado a Quetzalcóatl: como Orfeo, como el propio Cristo, Quetzalcóatl debe bajar al inframundo para crear vida con la muerte, a por los huesos que fecundará con la sangre de su pene y dar vida así a los humanos; para adormecer a las fuerzas oscuras tocará no una lira sino una trompeta, en realidad una caracola que horadará con ayuda de gusanos y avispas. La caracola que portan los bocaboos, los seres que sostienen el mundo, torzal por el que ascienden y descienden los dioses a las dieciocho partes del cosmos. Símbolos que anudan los contrarios, oscuridad/luz, muerte/vida y cuyos héroes mantienen así ligado al mundo y a nuestra propia alma, con una promesa de armonía y eternidad, frágiles ambas.

 


También, la imagen del personaje que mueve palmas con sus manos y se correspondería con una ceremonia chamánica. Entre los taironas, el murciélago, señor de la noche y del inframundo; abrenoite, le dicen los paisanos gallegos. Según se nos ilustra en el apartado de ‘Cosmogonía’, los tres mundos de las culturas mesoamericanas encuentran también aquí su lugar, simbolizando las aves el mundo de arriba, celestial, así como jaguares y pumas el intermedio o terrenal; serpientes, caimanes, o el susodicho murciélago, los mundos inferiores. En una cerámica abotijada me pareció reconocer al tlacuache, el Prometeo mesoamericano, pero más astuto y simpático, marsupial que se guardó en la bolsa las brasas robadas a la Vieja, o bien las agitó con su rabo, atizonado desde entonces, para entregar el fuego a los hombres. Es uno de los seres que sostiene este mundo, los llamados bocabab, pues impiden al gran pez-caimán –Cipatli, derrotado por Quetzalcóatl e imagen de lo informe– unirse de nuevo y destruirlo.

 

También se alude en algunas reseñas de la imágenes a la dualidad presente en las sociedades indígenas, como personajes bicéfalos o bastones bifurcados, mitológica que alcanza a los pueblos del norte de México, como los teva y los kerasán, estudiados por el suicida Lucien Sebag, niño prodigio de la etnografía y la sociología, peligrosos abismos cercanos a la apocalíptica; los fundadores míticos de estos pueblos, las dos hermanas, Nautsti y Yatuki, están asociadas respectivamente a la caza, al espacio, al desorden y la desobediencia, la primera; Yatuki, a la agricultura, al orden de los sagrado, y a ella se asocian el cacique y el sacerdote, mientras el jefe de guerra lo hace con su hermana Nautsti, logrando así la convivencia de fuerzas antagónicas que, enfrentadas, podrían destruir la sociedad. También, como quizá en toda mitología, el comienzo tiene carácter femenino, ctónico, fuerzas profundas que volverán a triunfar una vez el hombre haya recorrido con sangre y esfuerzo su camino propio: la historia. La pieza más deslumbrante, y no solo por su bella forma y admirable ejecución, de toda la colección será La cacica entonces, ídolo extraño que recuerda a los dioses de la India milenaria. El espejo servía al parecer para observar los astros, la luna en especial, pues estaba prohibido mirarla directamente.

 

 

En la visión del mundo de estos pueblos hay también aspectos que parecen enteramente suyos: así, en la hermosa diadema donde el sol aparece flanqueado por dos serpientes, “símbolo de su oscilación perpetua entre dos puntos del horizonte, movimiento desde el cual brotaba la vida” (reseña del propio museo); o la “pareja primordial”, transformada en serpientes-símbolos. Por último, la balsa muisca, madre de la leyenda de El Dorado, ejemplo de la necesidad de devolver el oro a su lugar natural, el lecho del río, como en las leyendas nibelungas, una vez que se ha cumplido el ciclo de la historia. Allí lo arrojaron los pobres muiscas antes que la avaricia de los españoles diera con los últimos restos de sus tesoros. El texto que acompaña a la exposición dice así: “El metal transformado por los orfebres regresa a su lugar de origen. Toma la forma del chamán-ave que vuela por los mundos del medio, de lo alto y lo profundo. Asume la postura del chamán sentado que en el trance alucinatorio descubre los secretos del cosmos y controla las fuerzas que sostienen la vida […] se cierra así el ciclo del metal que, manipulado por los hombres les sirve para manejar el universo”. El poeta Rilke estaría de acuerdo.

 

También el reino de Nueva Granada vio el destino funesto de los primeros aventureros, entre ellos el de Pedro de Ursúa, cuyas manos tenían una “rara virtud” para triunfar en sus empresas, decía el cronista Fernández de Piedrahita, hasta la última, esa ciudad de oro cuya noticia trajeron también indios amazónicos y le costó la vida a manos de Lope de Aguirre, peregrino y alma en pena, como se llegó a titular a sí mismo. Una maravillosa coda: la exposición sobre la artesanía de las “molas”, faldellines usados por las mujeres gunadules que reflejan una visión del mundo como calabazo con una serie de capas en su interior, áureas y de diferentes colores: azul, rojo o amarillo. Son trece diseños en cuyo centro está Yala Burba Mola, mola nuclear que orienta su comportamiento. Llevada por las mujeres, la protege de males, enfermedades y de los espíritus malignos.

 

Coincidencia con los estudios sobre las supervivencias incaicas: conjuración de elementos ordinariamente separados. (Cfr. Verónica Cereceda sobre los diseños textiles: pampa, allqa y K’isa, en Rivera Andía, Fiesta del rodeo en el valle del Cauca). La Pampa supone colores planos, generalmente negro o blanco. Allqa: dos colores, contrastados (Allccamaricoriquenque: paxaro blanco y negro), usados en los disfraces de Carnaval, asociados a personajes subversivos, como los Corcovados: “Como los mellizos espantosos, estos seres fabulosos anuncian el fin de un orden y la instauración de otro”. También con el sentido de trabajo incompleto o errado. Su empleo cotidiano se ajusta a la necesidad de mediadores entre las franjas superpuestas, tejiendo listas sobre las franjas cuyo color es opuesto al suyo: con ellos las mujeres que pastorean no se pierden, recuerdan.

 

Las k’isas: degradación del color que muestra simultáneamente los matices claros y oscuros del mismo tono, pero solo por un instante lo capta la mirada en los propios textiles, creando la ilusión de continuidad. Así, la pampa supone la homogeneidad completa y la k’isa comparte su indistinción, pero esta parte, de “un exceso similar al del arco iris”, es lo que permite a los hombres utilizarla, pues esta discontinuidad leve y mínima la sitúa del lado de la cultura.

 

Como parte del estudio, se plantea la necesidad de emprender una mitología panamericana, que remite a los estudios de Lévi-Strauss sobre los penachos multicolores de las culturas amazónicas. Como entre los mexicas, la gemelidad aparece como elemento fundacional, Castor y Pólux amerindios que se suceden en el tránsito del día y la noche.

 

Como colofón, los nussugana, especie de figuras hechas en madera, a la espera de ser convocados por el nele, o sacerdote; mientras, esperan apretujados en un cajón; se renuevan constantemente y pueden asimilar personajes de la vida cotidiana, o del mundo de los súper-héroes, de la misma manera que las molas; ahí va un ejemplo:

 

 

Deliciosa gente, y de apariencia hermosa, habitan sobre todo en Panamá, y unos miles en la Antioquia colombiana.

 

Por último, un curioso apunte sobre la cosmogonía de los Vitoto: “Era la nada, no había cosa alguna. Allí el Padre palpaba lo imaginario, lo misterioso. No había nada. ¿Qué cosa habría? Naainuema, el Padre, en estado de trance, se concentró, buscaba dentro de sí mismo”. Visión que recuerda las de la vieja India y volveremos a encontrar entre los koguis de Ciudad Perdida.

 

Mañana dejo Bogotá; ya no soportaba la sordidez de los barrios deprimidos y verdaderamente no podía ayudar en nada. Jorge se quedó un tanto triste y cariacontecido. ¡Que su dios le de buena ventura! Voy hacia el sol y el buen tiempo.

 

7 de marzo, Villa de Leyva, Hostel Renacer

 

Pues no ha habido suerte. Ahora mismo escribo en el comedor del hotel, borracho de vino y pensando en irme a dormir –¡son las ocho de la tarde!–, después de horas y horas de continuo aguacero. Como un personaje de Alejo Carpentier estoy atrapado en una situación “tropical”, donde los planes se desbaratan y el tedio se apodera de los protagonistas. Solo falta una revolución para resaltar más lo absurdo de enfrentarse a un destino juguetón y cruel.

 

Para finalizar mi recorrido museístico por la ciudad de Bogotá, dos exposiciones y una “instalación” en el Museo de Arte Moderno; en la primera, Olga de Amaral crea telas brillantes con materiales muy pobres, plásticos y otros, efecto que le emparenta con los decoradores teatrales: no todo lo que reluce es oro. Su tocayo en apellido, Jim, crea esculturas que remiten al mundo del cómic y la ciencia ficción, con un recuerdo para el esotérico Moebius. Sus arquitecturas imaginarias recuerdan la ciudad de los inmortales, “abundaban la escalera invertida y las puertas condenadas (¿?)” Y… “los hombres que construyeron esta ciudad estaban locos”, algo que resulta muy contemporáneo.

 

 

Ayer, después de la comida con Jorge en nuestro local favorito, con el negro pomposo y sabihondo, nos despedimos cariñosamente –creo que ya lo he comentado– y me resultó graciosa su reflexión: hermano, si ha podido sobrevivir en Bogotá, ahora la vida le parecerá muy fácil. Después de escribir un rato me fui con Valentín a por unas cervezas –un ron en su caso–. Es otro de esos viajeros maduros que formamos ya una pequeña hermandad en medio de estos jóvenes y su grand tour alcohólico y pobretón. Francés exiliado del paraíso de los jubilados de oro, recorre las Indias en busca de un lugar donde aposentar sus viejos huesos, incapaz por ahora de resistir a la fascinación del viaje, de la posibilidad de renacer en cada nuevo lugar, encontrar un centro para señorear dudas y fracasos, buscador de oro –literalmente– en la Guayana de las fiebres y la canela.

 

Esta mañana, entonces, tomé el autobús en dirección a Leyva, un pequeño artefacto que nos depositó en dos horas en la ilustre villa por un paisaje santanderino y monótono, amenazado por el eucalipto y el abandono, atravesando poblachones feos y destartalados; bruscamente, se convierte en otro reseco y mineral. Llego al hotel, donde compartiré dormitorio con un variopinto y multinacional ramillete de damas, y después de comer en un pulido y agradable restaurante el omnipresente pernil me dirigí hacia el pueblo, encantado con el tibio calorcillo, la fragancia de los jardines y una arquitectura de origen claramente hispánico pero que acá, como en todos los aspectos de la vida, toma un aire utópico como si nos viéramos inmersos en una creación fabulosa, espejo extraño que nos devuelve a la ilusión de recrearnos, aún a viajeros a contratiempo; pues la plaza es una reverberación de otras castellanas y extremeñas –Garrovillas, sentí por un momento– impresión acentuada por el vejete que camina con su camisa recién planchada, armado de gorrilla y bastón, y da ceremoniosamente las buenas tardes; donde estoy, me preguntaba, shock más profundo si se viene de la gran urbe y en apenas en unos kilómetros se encuentra con este tiempo congelado, conservado en el almíbar tropical de un aire caliente y embalsamado.

 

(Echaba de menos en esos momentos una presencia, reverberación extraña también de la frialdad y la distancia, anulada por la calidez y el erotismo del trópico).

 

8 de marzo

 

Siguiendo los consejos de una muchacha de la recepción, que me preguntó ávidamente –¡por Bogotá!–, me dirigí esta mañana a visitar la laguna de los muiscas, en el parque nacional de Iguaque. Salí pitando del hotel pues apenas tenía media hora para tomar el autobús a Casa de Piedra y recorrer algunos kilómetros por una pista de tierra. Tras la subida hacia el centro de recepción de visitantes las cosas empezaron mal; el precio era excesivo a todas luces, y diferente para los naturales, lo que roza la ilegalidad; me advirtieron de unas cabañas donde podría encontrar un desayuno y alimento y me encontré después de un rato de subida fuerte con que no había nadie en el lugar. Una desabrida joven de aspecto nórdico que iniciaba la subida poco después apenas hizo caso de mis preguntas (ahora está tumbada en un sofá en el mismo hotel); tuve que bajar y encontrarme a los dueños del restaurante en charla con la recepcionista; mi enfado fue mayúsculo. Compré las vituallas, pero el mal humor me persiguió durante la durísima ascensión; al llegar a un punto conocido nada menos que como “la pared” ya me estaba preguntando por mis posibilidades de supervivencia para la vuelta. Llegué pues a la laguna sagrada de los muiscas y apenas pude contemplarla: verdaderamente lugar de dioses, que no gustan de la curiosidad humana, rodeada de altos farallones y atravesada por jirones de niebla, apenas se me dejó entrever el lugar: niebla, lluvia y truenos se presentaron al unísono.

 

La bajada fue arriesgada y tuve que imponerme un control estricto para no entrar en pánico, pues la lluvia la hacía más peligrosa si cabe; de todas maneras, me acordaba de los suplicios de los españoles en sus viajes a través de estas tierras y, a pesar de todo, no me cambiaba por nadie en ese momento: la tierra recibía la lluvia desde un cielo que retumbaba y gemía; presenciaba sus salvajes bodas, testigo de una hierofanía. Llegué exhausto y chorreando agua al centro de recepción y comenté la locura de permitir la ascensión sin guías, a cuerpo y espíritu limpio, pero quizá quería, como los snobs, que se cerrara la admisión una vez que yo había logrado mi propósito.

Después, seguí bajando hacia la parada del colectivo y en un viejo abarrote se me ofreció un café que no olvidaré: sentado bajo un parral, oía el runrún de la lluvia y las gallinas picoteando a mi alrededor, imagen aldeana que me traía otros recuerdos. En el hostel no se encendía la chimenea y debí acostarme con mi única ropa seca para intentar vencer el frío y la tiritona.

Jueves, 9 de marzo

 


Dormí poco, oyendo los ronquidos de mi compañero de cuarto, un simpático irlandés establecido en el Caribe hace ya quince años y con quien tuve un agradable desayuno; otro personaje más de esa cofradía de viejos solitarios que enseguida nos reconocemos y apoyamos –¿Donohak? El día amaneció tristón y cubierto, así que decidí tomar el autobús hacia Tunja, la capital del antiguo reino Muisca, en compañía de una pareja alemana muy simpática que había conocido en el hotel y de la eterna muchacha –norteamericana, al parecer– con quien me encuentro allá donde vaya. Tanto es así que cuando me acerqué a la oficina turística allí me la encontré y visitamos juntos la casa de Gonzalo Suárez Rendón, oriundo de Málaga y ennoblecido por el Emperador Carlos; así como su mujer parece era prima del Emperador, pero los desatinos de la guía que nos acompañó eran estupendos: se había aprendido de memoria un monólogo que se negaba a interrumpir, como si perdiera el asidero. Apenas un recuerdo para los muiscas: parecía muy orgullosa de la estirpe española. Eran curiosas unas pinturas que el hijo del fundador de la ciudad había ordenado como decoración del salón noble: animales exóticos ante quienes los pobres pintores locales debieron usar su imaginación; todos ellos aparecen con una sonrisa llena de enormes dientes. Al parecer tienen un sentido mariano, pues el pobre varón no lograba engendrar un hijo y a través de las pinturas mostraba su devoción y su agradecimiento posterior. Era asimismo bien curiosa la imagen de un paraíso donde los humanos parecen –quizá por la torpeza del pintor– ilustración de un darvinismo de raíces bíblicas, con Eva encaramada al árbol de la ciencia.

 

Después, un pequeño paseo por el centro “histórico”, que ha debido perder gran parte de su carácter; la propia plaza –tan alabada en la guía que manejo– con sus galerías de madera, apenas puede ya competir con los horribles edificios de cemento, y luego ya con el ladrillo desnudo que indica el paso hacia los suburbios. En un viejo café se encontraba una burguesía pacata y tristona; a lo lejos se ven ya edificios de un blanco brillante, enormes torres donde se hacen los nuevos negocios relacionados con empresas americanas, o multinacionales al parecer, que se han instalado en Tunja.

 

En medio de esta desolación se encontraba la iglesia de Santo Domingo, verdadero joyel en rojo y oro, prenda de esa escuela mudéjar que se señala para la ciudad; aunque sí puede hablarse de esa influencia para los artesonados, la decoración de candellieri, así como de elementos naturalistas como racimos y aves, nos hablan más de una arquitectura y visión manierista trasplantado a Indias para ganar más en colorido, como la famosa capilla del Rosario, verdadera ascua de oro, iluminada por un “transparente” que deja apenas ver el camarín de la Virgen. En los laterales, en madera policromada, se representan quince misterios del rosario, obra del escultor Lorenzo Lugo, nada desdeñables. Sí es curioso señalar, aunque se hable de artesanos nativos, que no aparece –como en México o Perú– un atisbo siquiera de influencia nativa, o yo no he sido capaz de verlo. Tras fracasar en el intento de ver la iglesia de Santa Clara –a pesar del horario claramente expuesto– me vuelvo a la villa de Leyva, en un día cada vez más soleado y agradable; como maravillosamente en un restaurante popular que ya había entrevisto: sopa de plátano y unas costillas lacadas, con acompañamiento de arroz, garbanzos y verduras (¡dos euros aproximadamente!).

 

Por la tarde paseo por los alrededores de la plaza con una temperatura deliciosa y encuentro la hermosa plaza donde asoma el convento de Santa clara, cuyo museo está en obras. Tristitia: ahora se echa de menos una compañía, el resto de horas parecen un tiempo enorme para conquistarlo uno solo.

 

Viernes, 10 de marzo

 

A pesar de que mis pobres piernas todavía se resentían del enorme esfuerzo de la subida a la laguna sagrada de Iguaque, me decidí a alquilar una bicicleta y tras un nuevo intento de engaño por parte de la mocita del hostel –en un emplazamiento paradisíaco, por cierto– me dirigí a una agencia donde me cedieron un trasto duro de manejar, o quizá mis pobres piernas no daban para más, así como un pequeño mapa para orientarme en el camino. Inicié la excursión hacia el Monasterio de Ecce homo, a través de un paisaje dulce y un tanto soso, como en general el de esta región y va adquiriendo un aire industrial, sembrado de brillantes invernaderos. Tras un par de horas de esfuerzos llegué a un lugar delicioso, ameno, en una espléndida mañana, con la portada presidida por el escudo de Castilla y León al lado de las armas de los “Maiorga”, recuerdo para el entrañable Ángel María; parece ser que, como luego observé en una curiosa lápida, la familia del mismo apellido debió tener importancia como protectores o abades del monasterio, de la orden de los dominicos. La fábrica es sencilla, como la propia fachada de la iglesia, algo que va siendo común en la arquitectura de la Nueva Granada. El claustro es también sencillo, rincón andalusí trasplantado a tierra de utopías y deja paso a una iglesia blanca y dorada; en el retablo principal, dos cuadros de escuela flamenca aparentemente, con escenas de la pasión de Cristo, rodean a un Ecce Homo que no se dejaba fotografiar con mi pobre cámara. Por cierto, el nombre del monasterio es Santo Ecce Homo y considerado Monumento Universal del Silencio; también, parte de ese mudéjar que ya tuvimos ocasión de observar en Tunja.

 

En el claustro se abrían dependencias para mostrar unas pobres colecciones de libros, objetos de culto y otras antiguallas, como diría el impío Baroja; me llamó la atención una fotografía ampliada de lo que debió ser una celebración importante, pues el atrio está animado con una muchedumbre de indígenas, ataviados con sarapes –¿como les llaman aquí?– y sombreros de paja; ¿qué ha sido de ellos? Pues las comunidades muiscas languidecen, al parecer, y ya no quedan apenas nativos.

 

(Pequeña urna en el cementerio, al lado de un olivo. Cómo no sentir la presencia de Byron, siempre pensativo ante las tumbas).

 

Tras recuperar fuerzas, seguí mi marcha en destino de vuelta ya hacia la Villa de Leyva y afortunadamente me desvié por un camino de tierra, siguiendo una improbable señal que se refería al Sol muisca, y pronto encontré el famoso observatorio solar, rectángulo delimitado por cipos pétreos que al parecer marcaban el paso de equinoccios y solsticios. Por el lugar, diseminados, menhires de piedra con un acusado carácter fálico y una tumba dolménica donde al parecer se encontraron restos de un niño y otros personajes, pertenecientes, se supone, a una familia de abolengo espiritual; tuve por lo tanto un estremecimiento puramente histórico, sensación de una algarabía de sentidos encontrados en lugares tan distintos con medios similares, pues recordaba la zona fronteriza de mi Extremadura con Portugal, sembrada también de esas fuertes piedras, testimonio de una raza fuerte; curiosamente, se considera anterior al período muisca, edad mitológica de un bronce que se señala  como era de los héroes, antes de la edad del hierro en que los dioses se alejan y ya no participan en banquetes o estupros.

 

 

Cuando dejaba el lugar me llamó la atención un anuncio del recinto situado justo enfrente de la zona arqueológica, con referencia al mundo muisca; ya había conseguido escapar a un timo pobretón, especie de observatorio astronómico, que resultó ser una especie de galpón con instrumentos de astronomía –la gente debe buscarse la vida como puede– pero giré y me decidí a tomar algo en el jardín, contemplando un curioso olivar abandonado durante mucho tiempo, me contó el creador y mantenedor  del curioso lugar –Carlos, y que ya no me soltó– bajo el pomposo amparo de la Sociedad Geográfica de Colombia y cobijado bajo una edificación circular, a la manera de las construcciones muiscas. Aparecieron en escena un matrimonio ya de edad y su hijita y así pude compartir mejor los embates del personaje, que de todas maneras parecía saber bastante de lo que hablaba. El lugar está dedicado a la memoria del cacique de Turmequé, el mestizo Diego de Torres y Moyachoque, de vida novelesca y que consiguió incluso el amparo del rey español Felipe II para defender los derechos de los muiscas supervivientes; recordaba que los cronistas del reino lo citan como ejemplo de hombre revoltoso, pero al aparecer Freyle supone que una conspiración urdida entre el cacique y los ingleses fue invención de no sé qué fiscal para ocultar sus manejos y los líos de faldas de la “fiscala”: Cherchez la femme!. Muere en Madrid en la miseria al parecer, pero tras multitud de pleitos sus descendientes españoles gozaron de título nobiliario. También hablamos de la curiosa asimilación de Bochicá a la figura de Santo Tomás, en equivalencia de los ocurrido con el Quetzalcóatl mexica, cuando los propios misioneros quisieron situar la Indias como lugar de un cristianismo más antiguo y por lo tanto más auténtico que el endurecido y escéptico europeo.

 

En fin, mañana hermosa y provechosa, pero me siento una tanto sorprendido de una cierta frialdad ante lo que veo, lo que no me ocurría en mi otro periplo americano; quizá necesite algún estímulo fuerte: ¡la Ciudad Perdida!

 

(En la laguna que visité, Bachué, aparece la madre progenitora: en una mañana vibrante ella y su hijo Sue emergieron a la superficie del agua y acabaron procreando a la gran nación muisca. Después, convertidos en serpientes volvieron a las profundidades del lago. Antes, cuando no había nada: la Madre Abuela Bague. Lo sagrado, nos dicen los historiadores de la religión –Dumezil, Mircea Eliade…–, no es una etapa de la conciencia, sino uno de sus signos de identidad: somos hacedores de símbolos, tanto como de artefactos o sistemas de parentesco. Para el pensamiento mágico, aquel al que la poesía nos remite, el mundo está vivo y vibra enviando mensajes que la analogía puede captar en extrañas escalas que van desde las flores a las estrellas; o de la luna a la serpiente. La luna: epifanía de la serpiente: por ser lunar, es decir, “eterna” y por vivir bajo tierra, encarnando entre tantos otros, los espíritus de los muertos, la serpiente conoce todos los secretos, es la fuente de la sabiduría, entrevé el futuro; así, muchas divinidades lunares son a la vez ctónicas y funerarias, como Perséfone).

 

Sobre los muiscas y la conquista española: he traspapelado mis notas sobre la conquista y creación del virreinato de Nueva Granada, que no mereció su crónica hasta dos siglos después de los hechos en la pluma de Fernández de Piedrahita, que se quejaba precisamente de ese hecho en el prólogo de su obra, siendo como era un gran reino y su conquista llena de avatares. Recuerdo las intromisiones de adelantados y capitanes, en esa época caótica de las primeras entradas que dio lugar, después de la fundación de Santa Fe por el granadino Ximénez de Quesada, a un acuerdo entre los tres personajes que iniciaron las “entradas” en el Nuevo Reyno: el propio Quesada, uno de los alemanes a quienes se dio el Darién como pago de deudas por el emperador –Frederman– y Belalcázar, huido este último de la persecución de los Pizarro; huidas hacia adelante que es la característica de todos los primeros conquistadores y se condensan en el episodio –falso, pero expresivo– de la quema de las naves por Hernán Cortés. Como hecho curioso y dramático, la muerte de los dos hermanos de Quesada en un naufragio, junto al adelantado Heredia, cuando volvían a dar cuenta de sus acciones en la corte, destino para tantos españoles en los primeros momentos de la conquista, como hado funesto que los cronistas –al servicio de la Corona, generalmente– se encargaron de precisar.

 

Creo que anoté también el ansia de oro y los innumerables hechos de armas en una lucha feroz con pueblos libres, como los propios muiscas; por cierto, nombre dado por los españoles –muysca: gente– en que se hizo notar el empleo de perros fieros, entrenados para matar y cuyos dueños cobraban por ellos el sueldo de un ballestero, incluyendo quizá al famoso Becerrillo. También, el duro suplicio a que fue sometido el Zippa de Bogotá por Hernán Pérez Quesada para que entregara sus tesoros: herraduras de fuego. La mortalidad debió ser muy elevada, así como el efecto posterior de trabajos y enfermedades, marcando para estos reinos la pérdida de muchas culturas, el mestizaje y el papel subalterno de los indígenas, que constituyen hoy una parte muy pequeña de la población. El destino aparece, como en los cronistas de México y Perú, en forma de asesinatos y violencias entre los propios conquistadores, y ya después el malestar creado por la llegada de las nuevas leyes de Indias –de inspiración dominica–, así como los desastres de los postreros ambiciosos, como Pedro de Ursúa, cegado por la leyenda de El Dorado, último recurso para quienes veían que los premios y los puestos pasaban ya a ser prerrogativa real: hemos trabajado para los hijos de otros, se quejaba el propio Francisco Pizarro. De todas maneras, el cronista Piedrahita señala para el Nuevo Reyno, en oposición al Perú, como apenas cuatro hombres murieron en peleas entre los propios españoles, así como los escasos matrimonios con indias, y no “porque viesen desigualdad en la sangre, sino porque viéndolas gentiles y en la sujeción de prisioneras, se desdeñó el pundonoroso castellano de recibir en consorcio a quien no asintiese a él con libertad de señora y educación de católica”.

 

Las aventuras del que Garcilaso el Inca consideraba el triunvirato fundador de nuestra presencia en el continente sur, el propio Pizarro, con Almagro y Luque, el cura rico…, así como sus enfrentamientos, alcanzan también a estos reinos en la figura de Benalcázar, que se introduce en ellos desde Perú y Ecuador. En general, la rebelión patrocinada por Gonzalo Pizarro no encontró eco en este Nuevo Reyno, excepto la extravagante figura de Lope, el traidor, pero cuyas aventuras y tiranías se insertan en el deseo de escapar a la soberanía española sobre estas tierras, pues ignoraba cualquier referencia a El Dorado y solo quería llegar al Perú para unirse a la rebelión de los Pizarro. Es el paso de la Themys –la pura fuerza– a la Diké, la justicia, representada por la dinastías que se enseñorean de Europa.

 

 

11 de marzo

 

Finalmente, decidí quedarme ese día más que tenía contratado, pues entendía que mi angustia obedece también a razones personales, extraña melodía distorsionada del corazón y que no se soluciona acelerando el tiempo, más bien con una cierta calma, iniciando otra melodía a contratiempo que pueda serenar, suavizar ese continuo y furioso monólogo interior. Así, visité el pueblo con cierta morosidad, comenzando por un mercado campesino que ofrecía un colorido verdaderamente tropical, acompañado del olor de las ollas donde se preparaban los desayunos y almuerzos de estas tierras: caldos de costilla, longanizas…  Después, el templo de Santa Clara, casi vacío de fieles, frío y mal pertrechado, con su museo cerrado a cal y canto de renovación; una pena no poder admirar claustro y huertas que dejan ver hermosas palmeras desde la plazuela vecina. Sí pude visitar el Museo de Antonio Nariño, uno de los precursores de la Independencia, y que pasó sus últimos días en la casona que ahora visitábamos; encalada y con un alegre jardín –anoté el nombre de algunos árboles–, aparece muy mal enjaezada –¡ese fuelle sobre la mesa del recibidor!– y no nos dice demasiado sobre el hombre, por lo que se ha de acudir a una retórica hueca de maestro, tan nuestra, por medio de los cartelones. Introductor en la Colombia virreinal de los Derechos del hombre y el ciudadano, esa acción le valió una larga temporada en la cárcel, lo que será una constante en su primera etapa como libertador. Unido a Bolívar, conocerá también el desprecio y el apartamiento de la vida política, tras el fracaso de la Gran Colombia.

 

Tras un severo ataque de melancolía mientras tomaba un zumo en la plaza, agudizado por la presencia de un pobre músico que aterrorizaba a los turistas, decido darme un paseo hacia un mirador que recomendaba mi puritana guía y subo siguiendo el curso de un riachuelo, topándome con algunas zonas sembradas de maíz que aprovechaban pequeños terrenos fértiles al lado de cuevas, supongo que ya abandonadas (recordaban a las pobres milpas de los tarahumaras). La caminata me hace bien y recupero poco a poco el ánimo y cierta alegría.

 

(Debo intentar prescindir en lo posible del teléfono).

 

12 de febrero, Hotel Santander Terrace, San Gil

 

Mañana dedicada a trasladarme a San Gil, para lo que necesité tres vehículos y cinco horas; desde Tunja a Barbosa, y después a mi destino. No se hizo largo ni pesado, pues sobre todo después de Barbosa, el paisaje se hizo ameno y variado: las mismas colinas y prados, como en toda la región conocida apropiadamente como Santander, pero en una versión alucinada, tropical, con árboles de exquisitas flores naranja y rosa –nadie supo decirme cómo se llamaban– iluminando el verde de una selva que rezumaba agua. Pues el día ha estado lluvioso y desapacible; la ciudad de San Gil, fea y empinada, cercana a un río caudaloso y de fuerte corriente, muy apreciado por los practicantes del descenso en aguas rápidas. (Como todas esas actividades adrenalínicas, su nombre es anglosajón: rafting, creo recordar).

 

Mañana intentaré acercarme a las famosas cataratas y al pueblo de Barichara, de sabor “colonial”, al parecer.

 

La diosa está triste e inmediatamente me pongo de buen humor, pues me elige como confidente.

 

 

14 de marzo, autobús a Santa Marta

 

Temprano me puse en camino para las cataratas de Juan Curi, en una destartalada “buseta”, primer atisbo de ese transporte local que en Hispanoamérica cubre todas las necesidades, esté uno donde esté, vaya donde vaya. El paisaje sigue siendo hermoso con los “anacos” (¡por fin!) de flores anaranjadas poniendo su nota de color entre el verdor. Tras pagar una pequeña cantidad para acceder al lugar, subimos por un camino empedrado, acompañados por gigantescas mariposas que desplegaban unas preciosas alas de color zafiro; enseguida llegamos a la base para disfrutar de la caída del agua y una atmósfera húmeda, un tanto sofocante. Aunque las cifras de su altura me parece que están muy hinchadas, el paraje es hermoso y el tamaño de la cola de agua, notable; supongo que consecuencia de una falla geológica, como se justificaba por un enorme bache poco antes de llegar. Compartí excursión y charla posterior con Peter, otro viejo solitario que añadir a mi lista y con quien me cité de alguna manera en la excursión a Ciudad Perdida.

 

Vuelta a San Gil con unos simpáticos muchachos que ejercen competencia a la buseta y nos ilustran sobre los encantos de la zona –llevan una empresa de actividades deportivas– y un parque natural santuario del roble colombiano, en grave peligro al parecer, el ilustre quercus humboldti. Tras comer un bocado parto hacia Barichara en una ascensión por un paisaje hermoso que cosquillea en referencias extremeñas, como un valle del Jerte visto a través de una alucinación tropical, así como el pueblo mismo recupera la arquitectura pobre y popular de mi Cañaveral de las Limas y la devuelve al paraíso de la infancia, inmaculada y feliz. También el paseo hacia la aldea de Guane por el camino real hace aflorar las dulces caminatas por la Sierra de Gata; los cebúes que pastan apaciblemente provocan aún más la algarabía de espacios y tiempos de estas Indias, ínsulas extrañas.

 

El pueblo mismo, Macondo adormecido entre susurros de fuentes y el dulce sabor de la chicha, respira por una herida vieja de soledad mientras recibe turistas, incapaces de conseguir la quietud del hombre que hace bastones en un banco de la plaza y ha dormido en las calles de Barranquilla –el trago se lo llevaba todo, me confiesa– y ahora vive plácidamente en su pueblo. En el abarrote, el propietario pega la hebra con los turistas y se interesa por la situación política de España: qué mezquina me parece.
Esta mañana, la torpeza del recepcionista me hace perder una hora de sueño, o de insomnio, pero curiosamente consigo tomar un bus directo a Santa Marta, en compañía de un personaje borracho y faltón, con ribetes de poeta, que viaja acompañado de un elefante de plástico, hojas de coca y una especie de pipa que a veces enseña desafiante a los demás pasajeros. Me señala con grandes aspavientos la vista del cañón del Chicamoya y verdaderamente se siente vértigo en la estrecha carretera al mirar hacia el fondo del valle donde el río discurre perezoso; la niebla levanta y el efecto es precioso.

 

Miércoles, 15 de marzo Hostal Aluna, Santa Marta

 

Pues la cosa no acabó ahí; el personaje se fue volviendo cada vez más agresivo y paranoico, no solo conmigo, lo que llevó a la intervención de la policía y del conductor; supongo que debe ser un fumador de basuco, pues encaja en los síntomas que Jorge me apuntaba: paranoia y un estado de excitación febril, provocado por las anfetaminas con que se le carga: así los boses los mantienen activos y agresivos.

 

El viaje se hizo finalmente agotador: ¡catorce horas! De todas maneras, intentaba seguir la marcha de un paisaje que se hizo progresivamente monótono cuando ya llegamos a la Guajira: un terreno llano, cada vez más seco, pero con presencia de zonas lacustres y algunos ríos. Las propiedades dejaban ver algunos caballos y esas vacas indias de joroba prominente que ya encontramos en Barichara; los árboles, cada vez más escasos; cuando bajamos a almorzar, el calor era ya tropical.
Llegué a las ocho al hotel, tras encontrar la compañía de dos jóvenes para compartir taxi y temores, y solo pude darme un pequeño paseo por las zonas peatonales y la Plaza de los Novios, donde comí un róbalo rico pero que no me sentó demasiado bien, efecto del calor más que otra cosa, afortunadamente. El aire alegre del trópico era ya evidente en las ropas y las maneras de la gente, en la belleza turgente y precoz de las mujeres, lo que confirmé esta mañana al pasear a plena y brillante luz por los alrededores de la catedral: adiós al gris sórdido de Bogotá y a las nieblas santanderinas; todo es nítido, como la fábrica de la catedral, de un blanco cegador y que pareciera sostenida por milagro. Cuando paseo por el puerto el calor es ya insoportable y tomo una buseta hacia la zona de Perdedero, hermosa playa invadida por torres de apartamentos y pobres vendedores que asaetean a los escasos turistas sin darles respiro: en apenas media hora resistí las proposiciones de una nube de ellos, y algunas eran incluso decentes, diría el cínico. Una mujer de color comenzó a masajearme, hermosa y turgente; su cuerpo era elástico y sus manos fuertes; poco después, la vi en un grupo de colegas, sentadas y charlando con seriedad y atención, mientras saboreaba un zumo: había tomado unos baños, la visión de la escena parecía vibrar en el aire cálido, la bebida era un néctar preparado por una hechicera, mi corazón reposaba tras la conversación con la diosa; durante un tiempo sentí que las angustias desparecían, visión de esa felicidad que promete la calidez del trópico, imagen de palmeras y jardines antes del pecado original.

 

Mañana, ¡hacia Ciudad Perdida!

 

 

Lunes, 19 de marzo

 

Me niego a subir otra vez a mi camastro para coger las notas que tomé en estos cuatro días de maravillosa excursión a Ciudad Perdida; ando con el estómago revuelto y un tanto agotado después de caminar durante muchas horas. ¿Qué puedo decir? El paisaje era soberbio, pero no sé poner nombre a uno solo de los múltiples árboles y palmeras que lo cubrían; los wiwas y otros grupos “étnicos” apenas nos prestaban atención, atentos a sus mulas y en algunos casos a algunos viajeros a los que acompañaban y a quienes impartían lecciones sobre su cultura, donde la palabra “momo” aparecía muy a menudo –especie de sacerdote que enseña la cultura a los más jóvenes y cuyas opiniones deben ser muy respetadas–. El lugar es espléndido, pero la cultura tayrona debió ser muy pobre en elementos reconocibles, apenas unos mapas muy primitivos grabados en la piedra. El camino era muy duro a veces y en general nuestra pequeña compañía se llevó bien: Johanna y su novio, holandeses un tanto despistados; Aio e Irrún, también neerlandeses y muy simpáticos, the Flyng duchtman; Florence y su novia, una actriz poco elocuente, pero muy amables; por último, Matilda, australiana de Tasmania, fuerte y decidida, lo que se corresponde con su nombre, me señaló. Nuestros guías: Arne, de origen alemán, con un pasado de varios años en Ecuador en contacto con indígenas, en el papel de traductor, y Saúl, el guía, siempre atento y amable, pequeño pero gran andarín con sus llamativas botas amarillas.

 


¿Escenas? El paisaje era siempre fresco y ameno, y en cada revuelto parecían las montañas sagradas, la pareja que para los tayronas representaba al parecer los pulmones del mundo. Los niños que aparecían como por ensalmo a los lados del camino, con sus mascotas: pequeños perros y un cerdito que llevaban con una correa de cuerda. El aire entre tímido y hosco con que los wiwuas adultos nos negaban la mirada y el saludo. El joven wiwua –o quizás kogui, pues constituyen una especie de aristocracia del lugar– montado en su caballería, atusándose el cabello, con aire de elfo oscuro; el cruce del río con sus mulos, escena que trascendía a aventura.

 

El sol saliendo en las altas cumbres de Ciudad Perdida; el pajarillo que se posó hoy en nuestra mesa mientras desayunábamos y Saúl llamó “sangre de toro”, de pecho rojo brillante; los nidos de las “orupendolas”. Los baños en el río al llegar exhaustos a los campamentos.

 

21 de marzo

 

De las notas tomadas in situ: “En lontananza lo que parecen dos niños; uno resulta ser una mocita de linda cara y su hija; no tiene más de trece años, me parece. Recuerdo para la dama en su cumpleaños: las mariposas azules, inmensas, bellísimas. Paisaje al lado de una choza, en un altozano: lo atraviesa un wiwa portando un rifle. La lluvia, cayendo de una forma descomunal, que me despertó de la pequeña siesta. Los niños que me pidieron galletas, pequeños duendecillos maravillosos. El águila que se remontaba. Joe Tafur, el doctor norteamericano –colombiano de origen– que ha estudiado las plantas alucinógenas con los indígenas peruanos y ha publicado The fellowsheep of the river: le llevó a ello una crisis personal con la medicina fría y empresarial de los yanquis. El indígena wiwa y su grupo de hermosas que le oían atentamente, embelesadas. Indígena que me vendió un brazalete y me enseñó su poporo, su pipa, regalo del padre al final de la pubertad y su objeto más íntimo: guarda sus pensamientos”.

 

Esta mañana me dirigí a la playa Bahía de la Concha, paraíso al alcance de una buseta y un estrafalario jeep, donde me bañé repetidas veces en un agua limpia y de una temperatura bien agradable; también hice snorkel (¡!), es decir, buceo sin escafandra, para ver los corales y los peces multicolores. A la vuelta, en una moto-taxi y de nuevo la buseta para visitar el Museo del Oro de la ciudad: me entristeció aún más si cabe mi impericia a la hora de contratar la excursión a Ciudad Perdida, pues lo que deja entrever sobre los tayrona resulta interesante: pude escuchar mi primer mito y así me limité a seguir en mi papel de testigo, frío y ateniéndose a los datos. Wiwas, koguis, aruako y kankuamo son las etnias principales. Por cierto, después de una inmersión en el mundo del tráfico de coca para los cartels, y que dio origen al cambio del pueblo-base de las excursiones, ahora conocido por Machete, se les ha concedido autonomía política y cultural, lo que les permite vivir en una especie de orgulloso aislamiento. Ya los cronistas españoles señalaban su valentía y carácter guerrero, que solo se abatieron en un enfrentamiento con Pedro de Ursúa, en la batalla de los Pasos de Rodrigo, a pesar de que Piedrahita señala como el “secreto vigor de sus manos recababa más por simpatía que por violencia”. En la batalla, señala el cronista, el campo quedó cubierto de “escarmientos y penachos”. Hoy, viven recogidos en una atmósfera religiosa, emboscados ante la tiranía del futuro.

 

La aluna, mundo místico de los koguis…

 

Al principio, todo era agua y oscuridad. No había tierra, ni sol o luna, ni nada vivo. El agua era la Mama Grande. Era la mente dentro de la naturaleza, la fuente de todas las posibilidades. Era la vida naciendo, el vacío, el pensamiento puro. Tomó muchas formas. Como virgen se sentó en una piedra negra en el fondo del mar. Como serpiente rodeó a la tierra. Era la hija del Señor del Trueno, La Mujer Araña cuya tela envolvió los cielos. Como Madre del Hielo moraba en una laguna negra en las alturas de la Sierra; como Madre del Fuego habitaba en todo fogón.

 

En el principio, la Mama Grande comenzó a hilar sus pensamientos. En su forma de serpiente colocó un huevo en el vacío, y el huevo se convirtió en el universo. El universo tenía nueve capas, cuatro del mundo inferior y cuatro del superior, con un plano de contacto, el mundo central de los seres humanos, que era el quinto. Los cuatro mundos inferiores fueron creados primero, luego los cuatro superiores, cada uno resplandeciente con la luz de su propio sol. La quinta capa, el nivel que une las mitades superior e inferior del universo, es el sol-tierra/noche-tierra, la tierra de los seres humanos, la conexión entre los reinos cósmicos. Cuando la Mama Grande concibió el universo de nueve capas, se fertilizó a sí misma ungiendo uno de sus pelos púbicos con su sangre menstrual y luego se fecundó a sí misma con un palito de poporo. Parió a Sintana, un jaguar de cara negra, el prototipo del ser humano. Luego Sintana colocó en uno de los pelos púbicos de su madre un pequeño trozo de una de sus uñas y un collar de piedras rojas en el ombligo de su madre. Con el palito de poporo los hizo penetrar en su cuerpo, quedando así preñada con los Señores del Universo, los cuatro puntos cardinales, el cénit, el nadir y el centro. El señor del cénit es el sol. El señor del nadir es el sol negro, el hermano mayor de nuestro sol. Tan pronto como el sol se pone en el horizonte, aparece este señor de la oscuridad, un sol negro que se estremece como una luna oscura.

 

En el principio el universo todavía era blando. La Mama Grande lo estabilizó al insertar su enorme huso en el centro, penetrando las nueve capas en el eje del mundo. Los Señores del Universo, nacidos de la Mama Grande, hicieron replegar el mar y levantaron la Sierra Nevada en torno al eje del mundo, enterrando sus pelos púbicos en la tierra.

 

Luego la Mama Grande colocó tiestos en la superficie y de su huso desenrolló una tira de hilo de algodón con la que trazó un círculo en torno a las montañas, circunscribiendo así la Sierra Nevada, que declaró ser la tierra de sus hijos. De esta manera el huso se convirtió en un modelo del cosmos. El disco es la tierra, la voluta de hebra es el territorio de las gentes, las hebras individuales del algodón hilado son los pensamientos del sol. El cono blanco de hilaza representa las cuatro capas del mundo de arriba, pero debajo del disco el algodón es negro e invisible. El sol, al moverse en torno a la Tierra, hila la hilaza de la vida y la recoge en torno al eje del cosmos, las montañas de la Sierra Nevada, la tierra natal de la Mama Grande. (En la web Mamancana).

 

Recuerdo para nuestra mitología nórdica, huso de la nornas que hilan el destino:

 

“El huso y la rueca, como la acción de hilar, son símbolos de la vida y de la duración, por lo cual están relacionadas con la esfera de la luna, es decir, de lo transitorio, de lo que tiene fases. Por ello, las deidades que han integrado las cualidades de la luna, la tierra y la vegetación, acostumbran tener como atributo el huso o la rueca”. Juan Eduardo Cirlot, Diccionario de símbolos


Máscaras y tocados de los koguis

 

Sobre Santa Marta, lo que ya había leído en algunas crónicas: desgracia tras desgracia se abatió sobre la modesta villa desde su fundación, en forma de ataques de indios, incendios, terremotos, ataques de corsarios; en este último caso, se decidió en alguna época derruir las fortificaciones, hartos de saqueos, para mostrarles como la ciudad no poseía nada que mereciese la pena un ataque. Truco de avaro.

 

También sobre los kankuamos que celebran una festividad asombrosa en honor del Corpus Christi, mezcla de ritos indígenas, cristianos y de los antiguos esclavos negros.

 

Mañana, a Cartagena de Indias.

 

 

Jueves, 23 de marzo, Barrio de Manga, Cartagena de Indias

 

En fin, no parece que elegí demasiado bien mi habitación, en el barrio de la Manga, isla unida a la vieja ciudad por puentes atestados de automóviles; es una casa grande pero destartalada, con un patio al que dan algunas habitaciones y la dueña ha convertido en una especie de hotel, como ocurre también en España, pero donde no se da esa proximidad y calidez entre los viajeros que sí es propia de los hostels; aquí todos parecemos huérfanos de la tormenta arrastrados por un golpe de azar del destino, como en las viejas casas de huéspedes. Tampoco ayuda mucho el tiempo, desapacible y lluvioso desde esta mañana, cielo permanentemente encapotado que no ahorra el calor sofocante de los trópicos.

 

Ayer entonces, después de un viaje a través de las maniguas que marcan toda la costa desde Santa Marta, y ya después un paisaje reseco donde sesteaban ríos caudalosos, de color del barro, llegamos a Cartagena en un día vibrante y caluroso. Tras descansar un poco, decidí ir a una farmacia para comprar algún específico contra mis problemas de estómago y ya después me di un primer paseo por la ciudad, cálida y bonita en las primeras luces de un atardecer señoreado por un sol de un rojo intenso. Corría también una brisa fresca y animaba a pasear por las calles, con nombre como Plaza de los Coches, y otras bonitas denominaciones. Cuando intentaba cenar algo, me encontré con los simpáticos Jierum y Aio, los holandeses voladores, con quienes me tomé un mojito y charlé con mi desganado inglés. Me vine pronto a casa y dormí mucho. Esta mañana, tras arreglar el problema de mis obsoletas gafas, visité el castillo de San Felipe con Matilda, que venía de sus clases de español; contorneamos los feos muros y bastidas, así como recorrimos los túneles que lo entrecruzan, y finalmente vimos un horrible vídeo sobre las hazañas de Blas de Lezo y los pocos defensores de la ciudad, que sorprendentemente vencieron al inglés Vernon y su majestuosa escuadra, muy superior; quizá nuestra última gran hazaña, pues ya solo se me vienen a la memoria desastres como el cabo San Vicente, o Trafalgar. Y poco más; ni siquiera me he encontrado con ánimos para hablar con la dama de mis pensamientos y no sé muy bien hacia donde voy a dirigir mis pasos.

 

24 de marzo

 

Por la tarde, encuentro con Matilda, con quien cené un rico ceviche en un lugar agradable, terraza que daba al malecón, acompañados por una pequeña orquesta muy profesional; en la voz de la cantante, sensual y extrañamente grave, boleros, cumbias y alguna concesión a hits elegantes, como una deliciosa versión de un tema de la exótica Sade. Después, un agradable paseo por la ciudad vieja, casi vacía de automóviles, silencio acompañado por el sonido de los cascos de los pobres jamelgos que llevan a los turistas de paseo y alguna música que realmente se dejaba escuchar –así el muchacho que tocaba en un violín eléctrico melodías de aire irlandés. La mayoría de las casonas albergan restaurantes y hoteles elegantes; en uno de ellos, un coctel servido en la terraza: recuerdo para el palacio del marajá en Bikanir, donde fui testigo de una boda de las mil y una noches, hasta que se hizo evidente el servilismo y el atroz trato a los pobres criados.

 

Terminamos tomado unos tragos en la famosa Havana, oyendo una orquesta mediocre que interpretaba hits del momento con cierto aire salsero; estaba animado, pero realmente las parejas debían luchar duramente por un lugar donde bailar.

(Al amanecer, sueño con la dama, quizá el primero que recuerdo: en un lugar hermoso, como pradera en un lindo parque, estoy con unos amigos y ella aparece con un hombre, de aspecto fuerte y pelo negro y ondulado; me siento triste cuando se van; repentinamente ella aparece a mi lado y nos encontramos en un jardín de una hermosa villa; viste de blanco y siento una palpitación erótica: todo anuncia el amor y la felicidad).

 

Por la mañana, nuevo malestar y descomposición, y cierta angustia; al consultar por la posibilidad de acudir a un doctor a una señora norteamericana que vive en la casa, me ofrece una pastilla que hasta ahora ha sido maravillosamente efectiva, y después unas gotas que consiguen calmar también el continuo y punzante dolor; me siento bien agradecido, viajero solitario.

Me atrevo así a visitar los museos de Cartagena; mediocre y casi patético el Museo Histórico, instalado en la antigua casa de la Inquisición: sus hazañas se quieren convertir en una especie de novela gótica, ridículo mayor cuando en un pequeño panel se explicita la prohibición de actuar contra los indígenas y se cifra en cincuenta el número de los ejecutados en los casi tres siglos de funcionamiento. En los paneles sobre la historia de la ciudad, casi único testimonio, se habla de los conversos portugueses, los marranos, que ejercían el pingüe negocio de la trata de esclavos, con autorización real; recuerdo el rechazo que suscitó la pretensión del valido Olivares de convertirlos en banqueros de la monarquía. En la batalla contra Vernon, tropas de flecheros indígenas y de negros libertos; por cierto, la figura de Lezo adquiere trazos oscuros, pues se enfrenta continuamente a las decisiones del virrey, es herido prontamente en la batalla y apenas interviene; poco después de fallecer se recibe una reconvención real por su actuación: debía ser hombre de carácter altanero y despótico, como buen hijo del País Vasco. En el museo de arte “moderno”, verdaderos adefesios, o escolástica de vanguardia; me reencuentro con Joe Amaral y señalo una pieza que refleja el color y la palpitación del trópico: un collage sobre lienzo y sin título de Álvaro Herazo.

 


En el claustro de Santo Domingo, Casa de España, exposición sobre el dolor de las víctimas en los conflictos a lo largo del mundo: foto del lugar donde fue asesinado el pobre Miguel Ángel Blanco, terrible albañal sobre el viejo bosque; también, los familiares que portan los féretros vacíos de los muertos en la matanza de Chungui (Ayacucho, Perú).

 

Por la atardecida, recupero mis gafas y me doy un pequeño paseo por calles y plazas que no conocía, algunas de nombre curioso como la del Quero, recuerdo de un avaro al que su propio arcón guillotinó, por así decirlo, cuando se asomaba a contemplar sus tesoros; calle de Tumba Muertos, pues en una época de peste el mal estado de la calle daba con los porteadores y el propio finado por tierra. Visión de la barbería como lugar de chismes y mentidero de la villa, y que conservaba sus sillones giratorios, lujo que John Huston hace vibrar en la escena del acicalamiento del buscador de oro.

 


Plazas no tomadas todavía por los turistas y donde la gente se refresca y charla: San Diego y el estrafalario bar:

 

En Getsemaní, de nuevo los desastrados muchachos del basuco y el grafiti como arte de la vida colombiana:

 

 

26 de marzo

 

Varado en Cartagena, pues debí ya acudir a un centro médico en vista de que mis malestares se agudizaban; como en el caso de Guatemala, la atención fue cariñosa y efectiva –parece–. Debo tomar antibióticos durante unos días. La intervención de mi compañera de casa –Rachel, norteamericana– no hizo sino retrasar el tratamiento. Antes de ayer cené con ella y unos jóvenes amigos en la terraza de la casa; jóvenes circunspectos y muy amables, de una conducta tranquila y atenta; esta extraña relación viene de las reuniones en un Salón del Reino, nombre con que se conoce aquí a los testigos de Jehová. Parece un proceso imparable y que alguien tan ignorado como Spengler había ya “profetizado”: las religiones fellah vencerán la mediocre visión positivista, seudocientificismo de los adoradores del futuro.

 

Ayer por la tarde, tras un día de visita médica y descanso, con retortijones y en un estado miserable, cena y paseo con Matilda, que me ha alegrado estos días en la ciudad. Se va a Perú, a estudiar español y a pasear por los caminos del Machu-Pichu; excelente persona y una gran compañera en los duros repechos de la selva tayrona. Por cierto, vive en Tasmania, lugar frío y desapacible, me dijo, pero de resonancias aventureras.

 

28 de marzo, Hotel las Indias Cartagena de Indias

 

Ayer mismo por la tarde-noche, tomé una limonada en el Baluarte, lugar elegante y que siempre tiene buena música, en este caso un grupo de salsa cubana. Me sentía más animado, después de bregar en mi nuevo hotel con la decepción y la cutrez de las instalaciones y servicios, pero con mejor salud. Después, paseo por la muralla y la bonita zona de San Diego: hay en ella un pálpito un poco más real, de vecindario animado, gente asomada a las puertas de las casas, en sus sillas de plástico; en el interior se ven sillones y sofás cubiertos con envolturas, de plástico también; supongo que se trata de salones de “respeto” y no se quiere deteriorarlos.

 

Duermo mal y a contracorriente, como queriéndole ganar al reloj inmisericorde del insomnio: batalla perdida. (De nuevo, la sensación de estar viviendo solo para alguien, justificando mis acciones ante su mirada de reprobación, o esperando una aprobación a posteriori. En el barco que nos llevaba a las islas del Rosario, malestar, sensación de ridículo ante las estruendosas carcajadas de las muchachas con los comentarios de Enrique, Chocolate. ¿Esto es lo que buscas?, me decía? Una aridez espiritual me llenaba de rencor el alma, incapaz de observar el carnaval de la vida. Mejor estar aquí, pensaba también, pues nadie me conoce: como si huyera de algo, o alguien. Debo trabajar; debo tener proyectos y volver a sentirme útil, pero recordaba que hace ya mucho de eso).

 

Después, el baño observando los corales y los peces azules y dorados me reanimó. Estúpidamente, comí un pescado que no me sentó bien, y mi cabeza volvió a llenarse de negatividad: me veía recorriendo hospitales, incapaz de valerme por mí mismo. En este caso, lo mejor es tomar decisiones; rechacé mi viaje en bus a Mompox, que dadas las circunstancias podría ser una pesadilla, y tomé una reserva en un vuelo para Medellín.

 

Inmensa bahía de Cartagena; en la llamada Boca Grande la flanquean los fuertes de San Fernando y San José. Las pequeñas islas del Rosario, muchas de ellas privadas; al parecer García Márquez fue propietario de una bien chiquita, según nos indicó el guía. Playa Blanca: apenas podía uno acomodarse entre el mar y los bohíos que sirven como restaurantes y para resguardarse del calor. A la vuelta, los tupidos manglares que bordean la costa y la hacen impenetrable en apariencia. Visión futurista de los enormes edificios que rodean la bahía en Boca Grande, como una Nueva York en azul y blanco.

 

28 de marzo, Hostel Black Sheep Medellín

 

Decisión súbita, y de la que me alegro, pues pude así descansar un poco más de mis males y mis murrias.

 

Medellín es una ciudad horrorosa, rodeada de un espléndido paisaje; casi alpino por un lado, como el que vimos en el bus que nos traía de Río Negro hasta el centro de la ciudad, o maravillosamente tropical, como el que hermosea el camino a Santa Fe de Antioquia adonde me dirigí esta mañana, persuadido por mi estrafalaria guía, pues la considera un lugar delicioso, de sabor antiguo y fuerte. Resultó ser un poblacho triste, donde quizá los “paisas” y algún gringo pueda encontrar eso que se llama sabor local; es curiosa la forma en que los ayuntamientos intentan revalorizar su patrimonio, con esa retórica hueca de clara raigambre hispánica que dedica una placa a la casa donde “se gestó” un tal Atanasio, un prohombre del lugar quizá. De todas maneras, el paisaje ya valía la pena: húmedo, atlántico, en la primera parte, con las nieblas que ya conocía en la provincia de Santander creando perspectivas extrañas. Desde la carretera se atisbaban casas de campo, pues es un lugar muy solicitado por los paisas para sus vacaciones. Acercándonos a Santa Fe, inmensas montañas del color de la ceniza enmarcan una nueva vegetación, más tropical, donde aparecen campos de caña de azúcar y seguramente otros cultivos exóticos, pues la región es también famosa por sus frutales, así como Río Negro por sus cultivos de flores.

 

Cuando llego a Medellín de nuevo, tras una pequeña parada en San Gerónimo a instancias del joven compañero de viaje que me ilustró sobre algunos aspectos de la región, me dirijo hacia la zona de la plaza Botero y el Museo de Antioquia, ambos creados a mayor gloria del artista, paisa ilustre entre sus paisanos. En su colección de arte, una acuarela y lápiz sobre papel, Obispo, con la ironía suficiente que su arte inflado consigue; también una visión del burdel y una obra sobre el paisa con quien compite en popularidad, Pablo Escobar, dominando incluso tras su muerte los tejados de un Medellín inexistente, obra con el aire de “corrido” gráfico que señalábamos en algunas de sus obras en su museo bogotano.

 


También donó al museo una pequeña colección de arte contemporáneo, más humilde que la bogotana, pero con algún cuadro interesante como un bodegón de Manolo Valdés y un óleo hiperrealista de Richard Estes. El museo alberga una pequeña colección de arte contemporáneo colombiano, entre los que reconocimos algunos artistas y encontramos alguna sorpresa, como el pop melancólico de Ana Patricia Palacios (El sofá), o Los papagayos, de Beatriz González, pop comprometido, o el más divertido de Uribe, con su Bandeja paisa, especie de cocido-alma de la cocina lugareña y que transforma en una imagen kitsch.

En la entrada a las salas que recogen la visión de los artistas locales, desde la época virreinal hasta el nacionalismo de entreguerras, la obra del ecuatoriano Tomás Ochoa sobre ciertas pretensiones raciales –o racistas: Libres de toda mala raza.

 

Ya en la historia local, el uso de viejas fotografía nos hace sonreír; pero antes, la donación al museo de una curiosa colección de una señora, verdadero ejemplo de un temprano turismo fetichista: así unos hilos de la carroza que llevaba a los infantes de España a cristianar, o unos flecos de la cama de Madame Stäel (a menos que sea una ironía de un tal Jaime Iregui, o ambas cosas; de todas maneras, resulta divertido y estimulante). La colección de fotografías intenta recuperar las caras de antaño: una de ellas representa un rodaje, de aura surrealista, de un filme del año 1925, de un tal Daniel Mesa, mezclando monjitas y bañistas en el mismo plano; pocas instantáneas después, unas niñas indias en su traje de primera comunión, pero conservando su argollita en la nariz. Heterotopías: en un apartado de mapas –anotamos la delicadeza ilustrada de la clasificación botánica de Humboldt para Colombia– Libia Posada presenta uno sobre la densidad de minas antipersona en el país.

 

La catedral con aire kitsch de iglesia ortodoxa, aunque, ¿no lo es de alguna manera la de Siena, que tanto emocionaba a Richard Wagner?

 

Cuando salía del bus, tomé fotos de las laderas de la ciudad, cubiertas por una vegetación de ladrillo visto, esas otras ciudades inmunes a las estadísticas, o solo para ellas.

 

31 de marzo, casa Lili, en Salento

 

En mi última noche en Medellín, terrible tormenta que me despertó, como el día anterior las risas de los jóvenes que llenaban el limpio y agradable hostel.

 

Tomo un bus directo a Salento en compañía de Stephanie y Doris, con quienes charlo algún rato durante el viaje –que resultó como de costumbre más largo de lo prometido. Al subir, confrontación entre unas jóvenes que querían viajar juntas ante la obstinación de una chica de origen asiático –y que finalmente no cedió. Su conducta era excesiva y alguna de ellas mostró malos modos y una actitud agresiva; más tarde Doris me informó de su condición de israelíes. Sabía por nuestro guía en Ciudad Perdida de la conducta gamberra de los grupos de muchachos de su misma nacionalidad, que ha llevado a algunos hoteles a negarles alojamiento; no debía sorprenderme que las chicas adquieran también ese aire rufo y agresivo, pues al parecer, ambos sexos disfrutan de un grand tour antes –o después, ya no recuerdo– de su duro servicio militar: les sexes mourronnt chaqu’un de son côté. El viaje, como dije, se hizo largo, apretujados en un pequeño vehículo, con visiones espléndidas del paisaje andino-colombiano y de unos ríos crecidos, violentos. La lluvia no cejaba y así nos acompañó hasta Salento, delicioso pueblecito donde podremos visitar los bosques de la palmera de cera.

 

Esta mañana me uní a un grupo variopinto, presentado por mi compañero de hotel, un simpático irlandés, Connor de nombre; no me recibieron con buena cara debido quizá a mi origen; estos jóvenes viajeros viven en una especie de hermandad cerrada al hispano, defendiendo así sus personas de la suspicacia local, y también su presupuesto, imagino; el inglés es la lengua común y un buen humor inasequible al desaliento –muy british también– su carácter más acusado. Tras tomar un jeep que nos llevó a la puerta del parque –otro más– iniciamos una caminata muy agradable que nos llevó rápidamente a encontrarnos con el bosque de niebla, con la presencia de las longilíneas palmeras de cera –al parecer porque su tronco está recubierto de esa sustancia– y daban al paisaje un aire irreal de Suiza del trópico; las vaquitas, obligadas a permanecer en una especie de terrazas para no despeñarse, parecían figuras de porcelana.

 

El camino se fue volviendo cada vez más duro, embarrado por las lluvias y el paso de caballos de alquiler; no llegamos a un observatorio de colibríes, aunque pudimos observar algunos en una caseta rodeada de jardines –mis primeros colibríes colombianos– y volvimos por un camino difícil, en un bosque que rezumaba agua, atravesando puentes inestables de viejos maderos y sosteniéndonos como podíamos para no ser tragados por el barro. Laure, una chica inglesa, de aspecto exótico, como con mezcla de sangre hispana; Connor; un chico australiano, Vincent, de origen asiático, y un paisano suyo, cuyo nombre no recuerdo, de aire muy british y parecía ser el líder natural, formábamos la expedición. En fin, aparte de mis angustias –otra vez molestias de estómago– llegué cansado pero feliz al hotel.

 

Mañana intentaré una nueva excursión, quizá a caballo por los cafetales, o hacia el volcán Machín.

 

1 de abril

 

Tras intentar infructuosamente encontrar un medio alternativo para llegar al volcán Machín me decidí a tomar la buseta hacia las cascadas de Santa Rita, delicioso lugar en medio del rico paisaje de estos lugares; en plena temporada de lluvias el agua bajaba impetuosa, rugiente. Paseo sencillo, tranquilo, donde volvía a echar de menos no ser sobrino de algún Humboldt –Jünger sostiene como es siempre un tío quien nos enseña el funcionamiento del reloj y la belleza de las plantas–, pues la impresión de estar en un lugar conocido desaparece en cuanto nuestra atención se fija en las inflorescencias rojizas del árbol que quisimos clasificar como encino, o quizá aliso.

 

Volví deliciosamente cansado al hotel y por la tarde me decidí a un nuevo paseo hacia los cafetales. La tarde se iba volviendo más y más agradable, y el cielo se abría en celajes llenos de una vibración cálida y acogedora, como en una visión leonardesca, pero el esfumado melancólico hacía visible la presencia extraña y vital de los bananos y cafetos, de flores incandescentes. El lugar donde pretendía conocer los secretos del café –relacionada con un personaje muy popular, Don Elías– era de una belleza maravillosa a esa hora en que el sol destellaba contra un mundo sumergido en una humedad vivificante: lugar pleno, de un encanto extraño a pesar de las multitudes que lo visitan; allí encontré a Doris, la alegre holandesa, con quien volví hacia Boquía siguiendo el cauce tumultuoso del río Quindío. Antes, una encantadora pareja de colombianos me hizo reparar en la belleza de los pájaros que se posaban cerca de nosotros, construyendo su nido: el barranquero, también soledad, o también reloj, pues su cola se mueve como un péndulo. Sus gestos y su longilínea cola me recuerdan por un momento a nuestro rabilargo, más modesto este en colores y tonos, pero por lo que sé, tan voraz y agresivo como aquel. También los loros volaban buscando los frutos de la papaya en su guerra continua contra el hombre-espantapájaros.

 

Mañana, al volcán Machín, de paquete en la moto de un tal Eduardo –Toto.

 

3 de abril, Hotel Katheryn, Buenavista

 

Llegué tan deliciosamente agotado al hotel que solo tuve fuerzas para ducharme y descansar durante un par de horas, arropado entre las múltiples mantas con que Lili nos obsequia, junto con sus arrumacos y una calidez meridional. El paseo resultó una maravillosa excursión, a lomos de la moto conducida por César –de estirpe de los cuñados– un muchacho enteco y fibroso; pronto me comentó –al contarle mis peripecias bogotanas– que había sido adicto al basuco y había logrado salir por sí solo, ayudado por la agricultura y una fuerte voluntad.

 

El maravilloso paisaje de estos Andes tropicales –selva y no bosque húmedo tropical, me había señalado un sabihondo guía con quien había contactado– iba abriendo en el abanico de las nieblas de un día delicioso toda su riqueza: desde los pinos y otras especies de copa redondeada y aspecto familiar hasta los bosques –ahora sí– de la palmera de cera, extendiéndose hasta perderse de vista, enmarcadas en el fuerte verde de los prados en algunas ocasiones, o ya amontonadas como protegiéndose de los rigores del tiempo.

 


Cada revuelta del camino prometía y cumplía el regalo de nuevas perspectivas, enmarcadas en las nubes que cubrían las enormes serranías. Desayunamos en un paraje espléndido, alquería llevada por un familiar de Toto, Don Elías, de estirpe patriarcal, pero a quien ninguno de sus cuatro hijos acompaña ahora en sus trabajos de ganadero, labor ingrata, agravada aquí por el hecho de que la división comarcal entre Quindío y Tolima no permite el paso de vehículos hacia Toche, y deben ser las caballerías las que porten lo más necesario. En un árbol, el guaraguao, especie de águila andina, posó un buen rato para nosotros, con sus mejillas rojizas y la cola blanca.

 

Tras este descanso seguimos hacia Toche y hacia unas termas, donde me relajé un buen rato. Después visitamos unas curiosas formaciones volcánicas, los “muñecos”, especie de estalactitas humeantes al aire libre, al lado de un arroyo, intento frustrado del volcán Machín de escapar a su prisión.

Y allá que fuimos, aunque César se mostraba reticente y creo me llevó incluso por un camino equivocado. Pero no cejé, e incluso propuse ir yo solo a visitar el terrible volcán y sus grietas del destino, lo que provocó su puesta en marcha por un camino durísimo y resbaladizo; pero llegamos, y pudimos observar las humeantes fumarolas y las espléndidas panorámicas de los valles y sierras circundantes.

 


Las grietas del destino

 

Tomo de la enciclopedia virtual una descripción del tipo de volcán: “Las primeras referencias a la existencia del volcán Machín se deben al geólogo alemán Friedlaender (1927). quien fue informado de su existencia por el Hermano Amable, quien lo descubrió. Desde un principio el volcán fue catalogado como un volcán-somma o pliniano que es el nombre técnico que se da a los volcanes explosivos, precisamente los de mayor peligrosidad por la dimensión y características de sus erupciones. De este mismo tipo han sido el Krakatoa, el Bezymianny, el Vesubio, o el Monte Santa Helena. El registro de anteriores erupciones indica que siempre han sido explosivas, muy fuertes, y han cubierto de material un territorio amplio en los departamentos de Tolima, Quindío, Risaralda, Valle del Cauca y Cundinamarca”.

 

Y vuelta a Salento, con hormigueo y calambre en mis viejas piernas, pero feliz de haber escapado al destino de viajero, siempre en la frontera del asombro y del conocimiento. Hoy, tras conseguir teléfonos de la gente de Justicia y Paz, me he llegado hasta Buenaventura, con la intención de seguir por el río a conocer las poblaciones de afroamericanos que se están reinstalando en la zona.

 

4 de abril, Hotel Katherine, Buenaventura

 

Ayer, en el viaje, despedida del hermoso paisaje del Quindío, y poco a poco hacia los llanos que llevan a Cali, con las serranías en lontananza, todavía verdes y hermosos, con fincas muy trabajadas pero con los inevitables cultivos de maíz, transgénico supongo. (Recuerdo para las fértiles llanuras del Rajastán). Después de una breve parada en Cali, el paisaje se hizo más abrupto, con montes color ceniza, y la vegetación se refugiaba en las orillas del Cauca; poco antes de llegar a Buenaventura, una maravillosa selva se extendía por ambos lados de la carretera.

 

No tenía hotel y siguiendo consejos de la gente me instalé en uno con pinta de meublé y al lado de unos ruidosos bares que no pararon hasta las dos de la mañana de emitir una música estruendosa; pude comprobar al volver de cenar que, efectivamente, estaba en una zona de prostitución. Después, paseo por las atestadas calles y los vacíos restaurantes; en la terraza de un hotel en la zona del puerto tomé un rico arroz de marisco, aunque un tanto seco. El caserío parece de esa estirpe de horroroso ladrillo y cemento visto, con las calles y las aceras invadidas por vendedores de todo lo imaginable. Por la mañana, después de algunas gestiones, me embarco para las playas de Bocana y Pianguita, en un paseo bien agradable, observando las garzas, pelícanos, fragatas y otros expertos pescadores, apostados en los árboles de la inextricable selva, pueblos de negros, quizá viejos palenques; al llegar, el negro José Chea me acompaña como guía en una excursión por la selva, hasta un río donde podemos tomar un baño; es un vejete fuerte y seco, desdentado y quizá algo sordo por la forma en que grita durante el camino los nombres y cualidades de los árboles: el árbol popa, de hoja muy grande y verde; el fico, de muy buena madera para construcción; la palma zancona; el jicra, de hoja muy buena para sombreros; el costillo, de madera finísima. En el camino nos señalan el nombre de algunos ejemplares de palmas, sobre todo; no el yarumo, de la estirpe de la ceiba, pero la corozo, cola de pescado; la palma mil pesos; la Don Pedrito; la corozo chacarra; la naidi; el árbol siete cueros.

 

En una charca de aguas limpias y frescas nos dimos un baño antes de regresar de nuevo a la playa, portando un descubrimiento que le emocionó, una hoja seca de palma que tenía la forma de un pequeño y perfecto velero, y peroraba cómo podía trabajarlo para hacerlo lindo y curioso para algún futuro comprador. ¡Un personaje de estirpe maravillosa! Así que le invité a beber y a comer un rico cebiche de camarón, preparado por Doña Rosa.

 

Mañana, en barca hacia los pueblos de negros, ¡hacia el Cauca!

 

Domingo, 9 de abril, Casa de la asociación Justicia y Paz en Buenaventura

 

Contacté con Enrique y su troupe de buena mañana y en un coche de cristales tintados, con un flemático chauffer –que después resultó también guardaespaldas–, partimos hacia el embarcadero de Calima tras un trasbordo a un más razonable “willie”, en compañía de una pareja franco-alemana que representan a una asociación de brigadistas por la paz y aparecen para dar seguridad a los actores en conflictos armados; también, una pareja de indígenas a los que no hice mucho caso, taciturnos y herméticos. En el embarcadero, espera larga para tomar una lancha que nos llevaría a los territorios de los wounaam nonám: ahora comprendo que vamos al encuentro de indígenas, no de pueblos de negros. El sol es fuerte, los niños y jóvenes negros juegan y se ríen, el tiempo deja de angustiar; todo parece preparado para aquello que siempre quisimos: aventura, pérdida del anclaje y capacidad de enfrentarse a un destino incierto. Esa íntima alegría continúa mientras descendemos el río, contemplando la selva y los pueblos de negros, que se asoman a sus orillas pescando o simplemente sesteando en los palafitos donde viven. Al llegar al pueblo de Santa Rosa de Guayacán, nuestro destino, los niños vienen a recibirnos y algunas mujeres nos muestran sus pechos desnudos, la cintura cubierta por una frazada; cuando quiero darme un baño, a la expresión de “mataró” los niños me acompañan a una quebrada y juegan y alborotan a mi alrededor. He sentido no solo el frescor del agua, sino el del origen.

 

Después, una larga reunión con los indígenas, sentados alrededor de Enrique en la cabaña que ocupan María y Alfonso, cooperantes de Justicia y Paz que viven aquí hace dos meses, desde que los wounaam retornaron de Buenaventura después del último incidente con los paramilitares, personajes tétricos que son ahora la pesadilla del sueño de la paz en Colombia. La charla versa sobre el proceso de paz y cómo debe ser afrontado por los wounaam para conseguir mejoras en su vida diaria; el tiempo pasa morosamente y creo que a veces me quedé dormido; la capacidad de estas gentes para estas reuniones es admirable: María me habla de reuniones de seis y siete horas; supongo que, como los pueblos campesinos, no dicen jamás lo que piensan, pero utilizan el lenguaje para pensar. Las mujeres asisten con sus niños pequeños en el regazo, a los que calman con caricias y dándoles el pecho, escena que recuerda a una Arcadia ilustrada, al gusto de los novelistas franceses. Santa Rosa es un “espacio protegido”, medida cautelar con respaldo internacional que impide el paso a cualquier protagonista armado; pero, ante la mera violencia ¿qué sentido tendría?

 


Al día siguiente y tras un desayuno a base de arroz, casi nuestra única comida estos días, partimos río abajo en dirección a Agua Clara para reuniones con diferentes “cabildos”. En Valledupar, un indígena habla de prever, como ellos saben que si por la mañana cantan loras el chaparrón es seguro, así como la perdiz durante el día, lo que provocó la ironía burlona de Enrique. Su idioma es el massuén, pero en general se expresan bien en castellano, algunos incluso con una cadencia de orador avezado, como nuestro gobernador… En Nuevo Hospitalito, nueva reunión, donde la intervención del gobernador fue seguida atentamente. En Pisarro (sic), galpón atestado de gente, con dos comunidades desplazadas por las acciones de los paracas (paramilitares).

 


En Agua Clara se celebra el quince cumpleaños de su instalación en el lugar, con un partido de fútbol y un escenario adornado con globos, aunque mañana tendrán fiesta grande, con orquesta de vallenatos. Paseo con nuestros acompañantes indígenas de Santa Rosa; me señalan el precioso árbol de la pomarrosa, de hojas frescas con un verde brillante.

 

Día viernes: tras una pequeña charla por la mañana, después del café y el arroz (los indígenas se muestran renuentes ante las aclaraciones del paciente Enrique, que les pide que sepan superar las peticiones de limosnas), viaje río arriba, hacia Santa Rosa y finalmente Calima, llevando a bordo a una pareja con una niña enferma para ser atendida en el hospital, pues los curanderos no encontraban manera de mejorar su estado; quizá el hecho de ser gemelo no le favorecía. Algunos aguaceros y cansancio infinito: casi seis horas.

 

Ayer, reunión con algunos líderes indígenas y locales, durante todo el día en el barrio de la Playita, formado por casas de pescadores, palafitos ganados al mar y que está amenazado por la ampliación del puerto de Buenaventura, más y más importante en las comunicaciones por mar; en un puente que ha sido cubierto con basura y tierra para crear un paseo –Puerto Nayro–, por la noche cientos de niños y jóvenes juegan y pasean, mientras suena una música atronadora que sale de algunos bares donde se juega dominó. Travelling maravilloso en medio de miseria y pobreza.

 

Lunes, 10 de abril

 

Sentado en la entrada de la casa de la asociación espero el carro que nos ha de llevar a Popayán, continuando con mi adopción por parte de esta maravillosa gente, dejándome arrastrar, también como una cierta forma de egoísmo, pues me traen y me llevan y no debo preocuparme por mi intendencia; de todas maneras, estos días creo que he demostrado mi disponibilidad y aún un cierto valor, pues la situación en estos lugares no es fácil para nadie: Buenaventura es descrita como una de las ciudades más violentas del mundo, foco de delincuencia y cruce fatal entre todas las fuerzas que han desgarrado al país. A ello se suma la construcción de un enorme puerto y de muelles para dar cabida a los ambiciosos proyectos comerciales que le sitúan como el principal puerto del país, y de Sudamérica misma, y obligaría a desalojar a los vecinos de la Playita, una zona degradada y ocupada por muchos desplazados donde ayer se celebró una pequeña fiesta para celebrar el aniversario de haber sido declarado Puerto Nayero como espacio humanitario –de la misma manera que Santa Rosa de Cocayán– con charlas y juegos deportivos; también una representación teatral sobre la violencia en el barrio –a la que no asistí– así como una misa oficiada por el obispo, con un grupo de jóvenes tocando instrumentos “étnicos”, como la deliciosa marimba.

 


El partido de balonvolea, dirigido por el cachazudo José Orlando –“alegan mucho”, se excusó para dejar de arbitrar– fue divertido de seguir, con los chicos y chicas jugando en un mismo equipo, lamentándose o celebrando estrepitosamente los puntos. Una alegría maravillosa volvía a iluminar rostros y gestos, con los niños jugando de nuevo en los intersticios que le dejaban los mayores; preguntan sobre fútbol los medianos y les gusta tocarnos las narices –en un sentido lato–, pues su dureza les resulta chocante.

 

Me fui pronto, un tanto incapaz de unirme a la alegría general, así como de nuevo amargado con mis dolencias.

 

Miércoles, 12 de abril, Popayán, en casa de Enrique

 

Acepté la hospitalidad de Enrique y su familia, un tanto avergonzado por mi intromisión en un mundo cerrado y animado por una solidaridad y una política que me resultan difíciles de compartir –más bien la segunda, creo. Popayán es una pequeña ciudad universitaria, nacida de una curiosa astucia, pues los dirigentes obtuvieron de Bolívar una autorización para tomar las rentas de una mina de oro y dedicarlas al mantenimiento de un colegio universitario, pero la ampliaron a un territorio mucho más extenso –historia contada por Enrique. Es una ciudad graciosa y en apariencia inofensiva, frente a la dureza y entusiasmo vital de Buenaventura, lugar por tanto para el estudio y la charla morosa, así como para celebrar una famosa Semana Santa con multitud de gente, y de pasos; pues la que ayer pude ver constaba de doce, según me dijeron, portados por únicamente ocho “costaleros”, lo que hacía fácil suponer un peso pequeño en comparación con las españolas; había elementos militares, también como en España, pero no bandas de clarines y tambores, e –increíblemente– una pequeña orquesta de formación clásica en que la sección de cuerda se encontraba en un escenario rodante, tirado por dos personajes vestidos de frac, como los envarados mayordomos que controlaban la perfecta marcha de los distintos participantes. Las imágenes eran más bien de factura torpe, e incluso naif, como la aparición del ángel a Jesús, sujeto a uno de las columnas del baldaquín para simular el vuelo.

(En la plaza, el increíble patetismo de los músicos ciegos).

 


Hoy he dedicado la mañana a visitar los pobres museos de la ciudad; algunos de ellos permiten observar la vida de los patricios más importantes del lugar, como la casa del poeta Valencia, poetastro infame, pero hombre de gran fortuna y prócer político de primera magnitud, carrera culminada por su hijo que llegó a presidente de la República; casi todos los objetos tienen un aire chafado y como de ropavejería, propios de una burguesía chata y alicorta. Lo mismo ocurre en el museo dedicado al prócer Tomás Cipriano Mosquera, ejemplo de vanidad y astuta acomodación, adaptándose a las circunstancias políticas: después de enriquecerse como minero y esclavista, se presentó como defensor de las libertades; presidente de la República, se dio a sí mismo el título de Gran General. Es curiosa su relación con un personaje de la familia Obando, descendiente de una relación adulterina de su hermana con un amante que fue condenado a muerte por haber tramado la muerte del esposo –Pedro Crespo de nombre, por cierto–. Tuvieron una hija que a su vez tuvo un hijo natural entregado a la familia Obando. Al enterarse el muchacho de las circunstancias de su nacimiento, y avanzado en su carrera política y militar, fue enemigo jurado de los Mosquera, y con el general antedicho llegó a enfrentarse en duelo. (¿Alegoría del destino del país? Recuerdo la figura del virrey Montano, cuyas arbitrariedades, venganzas y desatinos, apuntan ya el germen de los futuros tiranos, de conducta tan estrafalaria a menudo que solo pueden hacerse “creíbles” recreados por la literatura. Su presencia desprende un aura de terror frío, hermano de la cobardía que paraliza a los más necesarios para combatir la injusticia, como el caso del juez Briseño y aún de figuras militares como Alonso de Quesada. Citemos a Neruda, en Los dictadores: “Ha quedado un olor entre los cañaverales:/ una mezcla de sangre y cuerpo, un penetrante/ pétalo nauseabundo”).

 

En el Museo de Historia Natural los muchachos encargados de enseñar las diferentes salas apenas te dejaban contemplar los especímenes; el museo, a pesar de las pomposas palabras de la encargada de la boletería, que nos regaló un discurso de bienvenida, resulta también un tanto deprimente y viejo; me recordaba al antiguo museo del mismo nombre de Madrid, con ejemplares apolillados y algunos en franca descomposición. Apunté algunas especies, más por lo llamativo que por su importancia taxonómica, ciencia que desgraciadamente desconozco. En el apartado de lo monstruoso, el sapo mamboré o tamborero, el de mayor tamaño de América, y la tortuga acuática matamatá caripatúa. En mis queridas aves, el ibis rojo-corocoro y el ave que no logré situar en los bosques hacia el Machín: el guaraguao, que no es un carroñero sino un falconiforme; el águila harpía, el gallo de roca, la cerraja azul, el siete colores; también el chupaflor púrpura ya la hermosa familia de los anisognathus: el tángara, primavera, clarinero, verderoniento. Entre los marsupiales, la chuchas o zarigüeyas (didelphus marsupiales) parientes del tlacuache. También, el gato pardo y el venado conejo.

Mañana, hacia San Agustín, en un viaje en bus complicado y largo. Y que debo repetir para volver.

 

17 de febrero, Mocoa, Hotel Los girasoles

 

El jueves inicié así la excursión a San Agustín, por una carretera horrible y unos espléndidos paisajes, entre ellos de nuevo los páramos con sus frailejones, guardianes del agua, en compañía de Alfonso y María, la joven pareja comprometida. Tras realojarme en un hotel de reciente construcción –el que había arrendado tenía no se qué problemas– me dirigí hacia el pueblo, para pasear; encontré una curiosa iglesia en ladrillo visto y un caserío desorganizado y feo, del que algunas casas conservan el sabor local, con sus balcones de madera.

 

La mañana del viernes –Viernes Santo– me sumé a un pequeño grupo para visitar los alrededores de la villa y algunos yacimientos arqueológicos; como siempre me ocurre, me siento a disgusto, aunque la gente es amable y cálida. Comenzó así un carrusel de paradas: estrecho del río Magdalena, rugiente y bravo con las últimas lluvias, a quien vi ancho y pancho en su desembocadura en Barranquilla; poblado de Obando, donde pude ver las primeras tumbas que han dado fama a estos lugares, dólmenes y figuras en estelas o esculturas que las guardan. Es una cultura enigmática que se desarrolló allá por el siglo I antes de Cristo hasta el 900, con su época clásica y después ya la decadencia y una repentina desaparición. Constituye al parecer la cultura megalítica más importante de toda Hispanoamérica. Saqueada una y otra vez por ejércitos de “huaqueros”, fue estudiada por un arqueólogo alemán –Preuss– y después por algunos nacionales –Duque y Cubillos– y un español (no logro disponer de mis fotos en el hotel donde me alojo).

 


Ahora se ha convertido en un lugar muy visitado y que da otra riqueza más estable a los habitantes del lugar: así el cuidadosamente reconstruido Alto de los Ídolos, donde encontramos ya un lugar fuerte, de cima aplanada y con dos colinas donde se encuentran las tumbas y sus terribles guardianes, dólmenes o sarcófagos de piedra (como en el mundo tayrona, como en el culto a Bochicá, las dos cumbres paralelas presiden su imaginario). Lo curioso es que al aparecer cada figura es diferente, individualizada en su papel de protector, o compañero del difunto, figuras donde el horror aparece como elemento central, máscaras crueles de dientes afilados o de animales estilizados que portan presas en sus garras; también la escultura del caimán, animal impropio de este lugar; quizá como en Egipto se encarga de conducir las almas a presencia de los dioses.

 

Totemismo entonces, y abstracción en los rasgos de estos seres, apenas diferenciados. También, el Alto de las Piedras –donde ya no recuerdo lo que vi; creo que nuestro pasaporte a la zona señala una escultura de doble o triple faz, que algunos han señalado como explicitación de la teoría freudiana, nueva inmersión en el mundo de los horrores primordiales para señalar la endeblez de la razón y la continua presencia del origen. Aquí está.

 

En un museo del lugar, el torso de clavículas muy marcadas, versión terrible de unas alas angélicas.

 

Visita al Salto de los Bordones, en un paraje espléndido, cola de agua que cae desde una gran altura; por primera vez en el viaje coincido con las hordas de urbanitas que buscan remozarse en estos lugares creando pequeñas concentraciones allí donde van, atascos y malestar. En el restaurante, en lo alto de una colina, visión de los cultivos en una gradación espléndida: árboles frutales –chirimoya–, la caña de azúcar, la alternancia del café y las plataneras; en los márgenes, ese enorme bambú, la guadua, utilizado para sostener los techos de las viviendas. Por la noche, encuentro con los jóvenes y una pareja de amigos; no consigo apenas conectar con ellos, pues la pareja impone una visión sucinta y fría de las cosas: “odio los toros y la mitología”, dice un verso de una poeta amiga, necesidad de escapar al origen.

 

El sábado, paseo por la zona arqueológica que recoge y protege los restos de la barbarie huaquera. Después, el Bosque de las esculturas y ya enterramientos donde vuelve a hacerse patente la tenue línea que separa este arte del terror primordial: figura femenina que porta un niño cabeza abajo. Un guía cercano la suponía diosa protectora de la tumba de una mujer principal, gemela de otra enfrentada, esta con divinidades masculinas.

 


En el paseo hacia la maravillosa fuente de “Lavapatas”, el enorme batracio, de rasgos y manos humanizadas, guardián de las aguas:

 

La fuente es una maravilla de frescor, lugar donde reposar y disfrutar de la caricia del agua, toda ella decorada con figuras y donde al parecer las piedras mismas toman formas curiosas –así lo señalaba un guía, pero verdaderamente yo no lo percibí. ¿Debería haber buscado uno? Pues la información que dan los paneles y el propio museo roza el mutismo, o la desconsideración.
Por la tarde, paseo a caballo hacia la Cháquira, lugar donde el Magdalena se aprieta aún más ente las rocas negruzcas de la orilla; al parecer, existen unos grabados con figuras oferentes u orantes, cara al sol. También, el Cerro de la Pelota, que conserva las únicas figuras con sus colores originales.

 


En el hermoso cerrito, el color y la tarde cálida y feliz suavizan el carácter cruel de este arte, como la explosión rosa de las flores del cayeno, arbusto que libre de cuidados adquiere un porte de lampadario. Rendido y feliz, me acuesto muy pronto, mientras en el pueblo de San Agustín celebran la resurrección de Cristo con fuegos artificiales y música.

 

18 de abril, casa de la consejería de los nasas en Mocoa

 

Ayer por la tarde y hoy mismo, reuniones con esta comunidad de indígenas, desplazados por la violencia que ha protagonizado la vida del país, y ahora doblemente, pues la catástrofe ocurrida días atrás ha agudizado todavía más su precaria situación –el desbordamiento de un río se llevó por delante cientos de viviendas y de vidas humanas; viven algunos hacinados en estas oficinas de la comunidad, habilitadas para familias que no tienen dónde ir; sus taitas, viejos magos, ya habían pronosticado estas catástrofes, pues al parecer las montañas que se divisan desde el lugar, y donde nacen los ríos que causaron la tragedia, son zonas sagradas, lugares del encuentro de los vientos cálidos del Norte y las fríos que llegan del Pacífico, dañados por las compañías mineras y ahora por la construcción de una carretera (eso nos contó Yon, un joven que ayuda a la comunidad a conseguir reparaciones por parte de las autoridades). Por la noche, exponen sus problemas algunos jóvenes que parecen líderes: Fanor, de sombrero exótico –su nombre no es élfico, sino africano, me comenta–; Luis, inteligente y burlón, y una muchacha muy atractiva, de rasgos exóticos, que corre emocionada a fotografiar una enorme mariposa que se prende de una camiseta. Al día siguiente, tras una noche en un hotel mísero donde nos lavamos con ayuda de unos cubos –después de una inundación lo que inmediatamente falta es el agua– charlaba agradablemente con Francisco y Gabriel, dos viejos que me contaban sobre su diáspora, cuando noté una vibración en el suelo y Francisco comentó: “parece que la tierra tiembla”; Gabriel nos hizo notar las sacudidas de un muro de ladrillo aledaño; su tranquilidad me resultó contagiosa, a pesar de los gritos de algunas mujeres que corrían para sacar a sus hijos del improvisado albergue.

 

Después, reuniones donde los oradores –algunos con su vara colorida de gobernadores– animan a la gente en sus reivindicaciones como etnia, para no perder su sentido de comunidad. Quieren una tierra donde poder continuar su estilo de vida ancestral, como campesinos y ganaderos; hoy viven de los desechos que producen las ciudades, o como criadas en las casas, algunas mujeres. Frente a la taciturnidad de los waunán, su timidez socarrona me recordaba a veces a los paisanos gallegos que traté en mi infancia y juventud.

 

Mañana, hacia Pasto, por una carretera digamos complicada, pues el estado de mi estómago, con continuas recaídas, me hace suspender la excursión con Bibiana y Leyre y buscar ayuda médica. Quizás hice mal, pero me siento un tanto extraño en su compañía, gente con un trabajo que hacer, y tengo a menudo la impresión de ser un testigo incómodo y molesto. La soledad es quizá ya un atavismo en mi caso.

 

Casa hospedaje La Bohemia, San Juan de Pasto, 20 de abril

 

El día de ayer viajé por una carretera difícil, de Mocoa a Pasto, paisaje de una belleza estremecedora, selva tupida que escalaba las montañas, como la propia niebla.

 


Todas las desgracias se acumulan. Pido ayuda a mi seguro aquí en Pasto y me envían hoy a tres señoritas que me dejan un papel para unos análisis que mi seguro no acepta. No las localizo y así ha pasado casi todo el día sin que se resuelva mi expediente. Y ahora mi diarrea ha reaparecido con toda su fuerza, en fin… Lo único agradable, una conversación con la diosa sobre las bondades del jerez. También charlo con algunos clientes de mi curioso hotel, que verdaderamente atrae a una clientela peculiar: Richard, músico y astrólogo, y un viajero judío cuyo nombre no acerté a pedir (Ely). En algunos de estos sitios, jóvenes viajeros, o no tan jóvenes, se quedan varados durante algún tiempo por diversos motivos: la presencia de algún posible flirt, la baratura del hospedaje, o simplemente un deseo de descansar de un nomadismo de muchos meses, incluso años. Pues la ciudad no es agradable, ni bonita, aunque algunos hacían excursiones a los volcanes y parajes andinos en sus alrededores. Una joven y el maduro Richard parecen flirtear, efectivamente; después nos contará que la ayudó con algún dinero, pues había perdido –o le habían sustraído– sus tarjetas, pesadilla terrible para los viajeros.

 

 

21 de abril

 

Sobre el destino de Colombia:

 

“Esta casa de espesas paredes coloniales/ y un patio de azaleas, muy decimonónico/ hace varios siglos que se viene abajo./ Como si nada las personas van y vienen/ por las habitaciones en ruina,/ hacen el amor, bailan, escriben cartas./ A menudo silban balas o es tal vez el viento/ que silba a través del techo desfondado./ En esta casa los vivos duermen con los muertos,/ imitan sus costumbres, repiten sus gestos/ y cuando cantan, cantan sus fracasos./ Todo es ruina en esta casa,/ están en ruina el fracaso y la música,/ el destino, cada mañana, la risa, son ruina/ las lágrimas, el silencio, los sueños./ Las ventanas muestran paisajes destruidos,/ carne y ceniza se confunden en las caras,/ en las bocas las palabras se revuelven con miedo./ En esta casa todos estamos enterrados vivos”. Mª Mercedes Carranza. La Patria

 

Esperemos que este destino pueda encontrar una vía de escape.

 

22 de abril

 

Ayer, tras un día aciago, me animo a pasear por la ciudad, siguiendo un desfile formado mayormente por grupos de niños y muchachos, bandas y un grupo de mocitas que tocan una especie de marimbas metálicas, con forma de lira –aunque siempre en estos países los participantes toman aires militares; resulta ser una manifestación que conmemora el día contra la esclavitud infantil. Por fin, el día despeja y el aire es dulce y fresco. Por la tarde, nuevo Mueso del Oro, especie de franquicia que toman muchas ciudades colombianas, y verdaderamente es un logro de adecuación entre la simple belleza de muchos de los objetos y un sentido pedagógico. En este caso, se muestran las artes y costumbres de las culturas de la zona de Nariño, dividida entre una zona costera y otra de serranía, ambas con clara influencia de las culturas sureñas, de raíz incaica supongo; hay objetos bellísimos. Como las caracolas engastadas y finos trabajos de orfebrería, así como ajuares muy ricos en algunas tumbas, en la cultura del altiplano; la costeña se denomina de Tumaco-Tolita. Al hablar de las distintas lenguas de la zona, mención del gitano romanés o shib romai. En el centro cultural donde se encuentra el museo, sostenido también por el Banco de Colombia, visito una exposición de fotografías de Hernán Díaz, amigo de los pintores colombianos y retratista de personalidades de la cultura y la política; así, Feliza Burzstyn en su estudio repleto de objetos metálicos, de quien señalé una escultura en el museo homónimo de Bogotá. También de líderes que cayeron víctimas de la violencia.

 

Tras una ardua búsqueda del Museo Zambrano, me dirigen hacia un destartalado caserón, como escenario de novela gótica que resulta ser otro, de cuyo nombre no consigo acordarme (Museo Rosero).

 


Cuando pretendo entrar un personaje me pregunta si soy familia del fundador, pues me parezco extraordinariamente. Mi negativa le disgusta y, tras oír su historia, comprendo el porqué: me habla de unos asuntos de herencia donde los bienes del personaje han ido a parar a un indio ladino y enredador que privó así de su legítima a un hijo natural, a quien él debería entregar unos papeles comprometedores para los actuales usufructuarios; el curioso personaje se declara afectado por el latrocinio. Cuando se abre la puerta aparece quizá el malvado de la novela y su presencia no es muy tranquilizadora: tuerto y malencarado, se apoya en lo que parece ser un bastón de estoque y, tras afirmar que el museo se encuentra en fase de “reacomodación”, me permite entrar en unas lóbregas habitaciones llenas de pobres animales disecados, algunos enseñando rotos y desgarros; también un mariposario y semilleros en estanterías, así como ofidios encerrados en frascos de formol. No me dejaba despedirme, con lo que la situación “gótica” se alargaba demasiado para mi gusto; teníamos el aire de un vampiro del trópico y su víctima perfecta, viajero solitario. Me preguntó por la conversación con el estrafalario personaje y creí caer en una trampa, así que tiré de carácter gallego y le pregunté a su vez por la historia del lugar, lo que le llevó a cerrar bruscamente la conversación y enseñarme la puerta.

Hoy, en una mañana espléndida, me dirigí a la búsqueda del museo fallido y, tras una nueva odisea por las callejuelas de los aledaños de la ciudad, me encontré ante otro destartalado caserón y un nuevo sobresalto: un anciano me abre, extraño ante mi visita; resulta ser el hijo del artista que da nombre al museo y ha creado unos murales para la plaza del Carnaval, fiesta la más señalada del lugar y que se celebra conjuntamente con la de los Reyes Magos, como en la extremeña Plasencia; me enseña su taller, con vulgares esculturas de iconografía religiosa, entre los que me llaman la atención una inflada representación de los Reyes Magos, en la tradición quiteña, lo que aclararía las influencias del ilustre Botero. Después, el lugar donde trabajan sus ayudantes, un patio lindo en esta mañana vibrante, y algunas habitaciones donde colecciona objetos precolombinos, verdadera Wunderkamera, aura que desprende todo el lugar, y que crean a veces extrañas heterotopías.

 


Me emocionó también su Cristo andino, ya no el Viracocha sangrante, sino alhajadito y con su bolsa al hombro, como reposando de fatigas y penas; de gestos exultantes o expiatorios, sus motociclistas:

 


Tras despedirme, paseo por los restos de la vieja Pasto, mas bien una zona de casas edificadas quizá al viejo estilo, con sus aleros y patios interiores con soportes de madera.

 

(Mis análisis no dan nada grave; debo tomar unas medicinas; a ver si esta vez aciertan).

 

 

Ecuador

 

“Qui n’aime pas les nuages,/ Qu’il ne vienne pas à l’Equateur./ Ce sont les chiens fidèles de la montaigne,/ Grand chiens fidèles…” Henri Michaux

 

24 de abril, Hostel L’Auberge Inn, Quito

 

Ayer me decidí a emprender el viaje hacia Quito, visto que mi estómago parecía al menos no empeorar. Así que me acerqué hasta Ipiales y desde allí hasta Lajas, al famoso santuario, centro de una devoción que comparten los dos países fronterizos. El convento es una creación neogótica, propia de un vulgar nacional-catolicismo, pero por primera vez encontré un cierto fervor religioso –hablo de la vieja religión–, una emoción de almas encendidas ante la presencia de la Virgen-Madre. Es un lugar hermoso, de una humedad “vivificante”, presidida por una cascada que cae de los riscos por los que discurre el propio río Lajas, barroso y rugiente. Deposité unas velas en el altar de los peregrinos y un poco de dinero en la sacristía de bienvenida para agradecer la hasta ahora agradable marcha de mis asuntos viajeros.

 

Tomé camino de la frontera y tras una larga espera –la aduana señalaba la eficiente reforma de los servicios llevada a cabo recientemente– inicié mi andadura hacia Quito por una carretera que nos trasladaba por un paisaje montañoso y minifundista, con campos de maíz que me recordaban a Galicia, pero siempre en una escala gigantesca. En Ibarra, o quizá Otavalo, visión de un hermoso lago donde fueron arrojados los miles de guerreros muertos tras la última batalla entre los invasores incas y los guerreros cañaris y quitú-caris; el pueblo es famoso por su mercado dominical, el más grande y concurrido de toda Hispanoamérica al parecer, lo cual dice de su magnitud. El paisaje se va volviendo cada vez más fuerte y áspero, con algunas zonas parameras de árboles acurrucados; también, palmeras, quizá para recordarnos que nos acercamos al ecuador. El taxi me lleva por avenidas vacías –sensación ominosa– y me deja en mi hotel, en una habitación horrible que conseguí cambiar. Mi estómago no mejora, más bien al contrario.

 

Hoy, paseo por el “centro histórico” de la ciudad; antes, la visión de la mendiga a cuyos pies las tórtolas picoteaban. Ante una catedral gótica, sensación de asombro e incredulidad; resulta ser la basílica del “voto nacional”, consagración de Ecuador al corazón de Jesús, y bendecida por el Papa Juan Pablo II, al que está consagrada la portada principal; en uno de las peanas, un personaje enlevitado. En un lateral, la cripta para Jefes de Estado, lugar frío para una política que los amontona sin pausa. Me sumerjo por fin en la vieja Quito y doy un agradable paseo en un día soleado y fresco, recorriendo calles y plazas, un poco al buen tuntún, reparando en algunos detalles curiosos (portada barroca, entrada de una multicolor mercería).

 

La ciudad ya escapa de la sordidez de las colombianas, limpia y vibrante, con edificios encalados sostenidos por la fuerte presencia del barroco jesuítico y franciscano; en la plaza presidida por la monumental iglesia y convento de San Francisco, lugar en obras, ante un panorama de torres y cúpulas blancas siento estar en alguna hermosa ciudad andaluza.

En la bonita plaza, aledaña a la catedral y presidida por el Palacio Nacional, Plaza Grande, creo, se celebra el cambio de guardia, ceremonia un tanto naif, pues los granaderos del regimiento, de uniforme colorista, parecen recordar un cuento gracioso con su aire de  soldaditos de juguete, inmóviles mientras reciben las órdenes pomposas y estridentes de su capitán, que también invoca a los héroes de la nación; resulta extraña la variedad de colores de los soldados y la fealdad de algunos.

 

Altos cargos políticos presiden la ceremonia desde el balcón y se les aplaude al ser presentados. La tibieza del día, la agradable y sombreada plaza, la simpatía y bonhomía de la gente, parecen hablar de un país donde las pasiones políticas no han logrado exacerbarse –frente a la tétrica estampa de la plaza mayor bogotana.

 

En los aledaños, una arquitectura de tipo modernista, de colores un tanto recargados, ha debido sustituir a la severa española, pues apenas se ven palacios o casonas.

 

(Por la noche, aterido y doliente, intento pasear por las calles de la vieja ciudad, ahora vacías y tristes; la plaza era otra, soturna y provinciana, los policías ordenaban un tráfico inexistente; con sus gabardinas amarillas semejaban espantapájaros movidos por la llovizna).

 

26 de abril

 

Ayer no escribí, dejando pasar la tarde con la esperanza de que mi estómago –o colon, o lo que sea– cediese por fin a la nueva medicación de los galenos de acá, pues me diagnosticaron una simple colitis, quizá medicamentosa, aunque en lontananza aparecía la sugerencia de una colonoscopia, suplicio de una nueva técnica que consagra también en la medicina el culto a la máquina.

 

Por la mañana, mustio y ridículo, me dirigí de nuevo a la vieja ciudad para visitarla morosamente; cometí el error de comenzar por la catedral donde un agraciado joven norteamericano hizo una ridícula exposición de la misma, en un castellano caricaturesco –supongo que lo destinan a un público “gringo”–. La vulgaridad es la nota general del edificio y su ornamentación –comenzando por una falsa decoración “mudéjar” –, así que mi estado de ánimo no mejoró mucho; poco después me dieron cita en una clínica y tuve que dejar la visita. Por la noche me atreví con una cena ligera y esta mañana con un abundante desayuno, con buen resultado hasta ahora.

 

Así que me dirigí a entregar una muestra de mierda –en un sentido lato– y en vez de esperar en la clínica los resultados tomé un taxi hasta el Santuario de Guapulo –¿por qué me inquieta tanto tomar este tipo de vehículos, visto que puedo arrostrar los medios más peregrinos? En un lindo asentamiento, aledaño del barrio de la Floresta, y todavía no dañado –aunque sí amenazado– por el crecimiento de la ciudad, preside la plaza donde se encuentra el santuario una estatua de Orellana tuerto, donada por la Junta de Extremadura; también la dedicación mariana tiene origen extremeño, pues la virgen a quien originariamente se dedicó no era sino Nuestra Señora de Guadalupe, amén de que uno de los maravillosos retablos está presidido por la imagen de San Pedro de Alcántara, a quien ya había reconocido en algún otra iglesia de Colombia, creo recordar. El estilo quiteño de ornamentación es deslumbrante, grito dramático en rojo suavizado por el delicado fulgor del oro, color del paraíso como se sabe. En un lateral, imagen curiosa de un dramático Cristo sentado –lo que es frecuente en estas latitudes: al parecer, las cátedras estaban destinadas en las culturas precolombinas a los chamanes y personajes de más alto rango; lo curioso es que en este caso se le han calzado unas pantuflas. El retablo principal ardió y la imagen ha sido sustituida por otra, pero no desentonan del resto de las maravillosas imágenes de una escuela que –como en Cuzco– consiguió estimables resultados tanto en la escultura como en la pintura –no así en México, o Colombia. ¿Quizá la cultura incaica había dominado estas artes? Maravillosa imagen de la Virgen de la Nube, en el retablo que se le dedica, así como un naíf cuadro donde se “narra” su aparición a finales del XVII.

 

Amor a las nubes la de esta gente, presencia leve y cariñosa frente a la dureza de su geografía y de su historia:

 

“Mi hacienda era el espacio sin linderos/ –oh territorio azul siempre sembrado / de maizales cargados de luceros–/ y el rebaño de nubes, mi ganado.Labradores los pájaros; el día/ mi granero de par en par abierto/ con mieses y naranjas de alegría, / maduraba el poniente como un huerto”. Juan Carrera Andrade, Juan sin cielo

 

Los versos siguientes hablan de la irrupción terrible de los conquistadores, queja que veremos repetida a menudo en este país donde pareciera menos dramática que en los vecinos Perú o Colombia:

 

“Perdí mi granja azul, perdí la altura/ –reses de nubes, luz recién sembrada–/ ¡toda una celestial agricultura / en el vacío espacio sepultada!”.

 

El claustro aledaño es hoy sede de una universidad de prestigio, al parecer; en las galerías del viejo claustro visito una muestra de algunas obras de los modernos genios de la arquitectura, así como desde el propio claustro puede verse una curiosa composición, obra del azar, como la hojarasca surgida en los tejados.

 


Tomé un bus, sin tiempo para demorarme en un barrio agradable y de lindas casas, y después un taxi para llegar a la Capilla del Hombre, empresa arquitectónica y artística que supone un nuevo culto, una vez que Dios ha muerto, o se ha retirado para descansar calzado con sus pantuflas, esta vez de la mano de Osvaldo Guayasamín, el artista por excelencia del país y a quien ya conocía de su estancia en tierras extremeñas. El edificio es impactante y dice inspirarse en las culturas precolombinas, ¿pero una cúpula? (aunque es más bien una pirámide). Pues preside toda la estructura que pasa después a un cubo o paralelepípedo, con una planta sepultada bajo tierra, especie de cripta, como en las iglesias cristianas.

 

Ya conocía, como he dicho, su deprimente mundo, expresionismo ideológico que nada debe a un pasado indígena, personal o cultural, mas bien una revisión de corrientes de vanguardia; su denuncia de la opresión española es pura fanfarria sin control, como los esbozos de los mitayos que trabajaban las minas de Potosí y decoran el interior de la abierta cúpula. No se advierte más que la obra de un artista “comprometido”, denunciador de cualquier tiranía y genocidio, excepto de las que fueron cometidas por sus correligionarios; como tantos intelectuales del siglo XX, un cortesano. Es curioso cómo sus primeros dineros los recibe personalmente de Nelson Rockfeller, que lo consagró en América, como a Orozco o Rivera; supongo que los nuevos ricos y la vieja Europa limpiaban así su mala conciencia. Curiosamente, su espléndida residencia contiene una notable colección de arte religioso quiteño, así como figuras eróticas de las culturas indígenas y retratos de esa curiosa cultura tolita, única en todo el mundo prehispánico en cultivar un realismo funerario que la iguala a los romanos.

 

(¿Nihilismo? Curiosamente, la arquitectura de la capilla recuerda a la utópica de los revolucionarios franceses: delirio de la razón en formas perfectas, como cubo o esfera: ¿cárceles? ¿La arquitectura contemporánea nace como panóptico entonces?).

 

En esa visión de una cultura feliz, de “celestial agricultura”, arrasada por la avaricia y la crueldad de los españoles, participa también la poesía como hemos visto, pero con mejor fortuna en mi opinión.

 

“Yo soy Juan Atampam, Blas Llaguarcos, Bernabé Ladña
Andrés Chabla, Isidro Guamancela, Pablo Pumacuri,
Marcos Lema, Gaspar Tomayco, Sebastián Caxicondor.
Nací y agonicé en Chorlaví, Chamanal, Tanlagua,
Nieblí. Sí, mucho agonicé en Chisingue,
Naxiche, Guambayna, Paolo, Cotopilaló.
Sudor de Sangre tuve en Caxaji, Quinchiraná,
en Cicalpa, Licto y Conrogal.
Padecí todo el Cristo de mi raza en Tixán, en Saucay,
en Molleturo, en Cojitambo, en Tavavela y Zhoray.
Añadí así más blancura y dolor a la Cruz que trujeron mis verdugos”.

 

En un momento de esta dura requisitoria, el protagonista colectivo se dirige a su dios:

 

“¡Oh Pachacámac, Señor del Universo!
Tú que no eres hembra ni varón:
Tú que eres todo y eres Nada,
Óyeme, escúchame.
Como el venado herido por la sed,
te busco y sólo a ti te adoro”.
César Dávila Andrade, Boletín y elegía de las mitas

 

(Lo dejo por hoy. Me he encontrado animoso y alegre: he intercambiado mensajes con todo el mundo, mientras el cielo de Quito borboteaba agua; inmediatamente la diosa se muestra fría y vulgar. Mañana, hablaré de San Francisco y otras movidas).

 

27 de abril

 

Antes de nada, mi estado es por fin bueno; esperemos sea ya un final, pues ayer estaba verdaderamente agotado, aunque feliz de haber logrado un día pleno después de sinsabores y preocupaciones. Como decía, dirigí mis pasos hacia San Francisco después de esperar un buen rato a que escampara en un bar, convertido poco a poco en una especie de camarote-refugio de náufragos como yo mismo, o un borracho que se presentó como maestro a quien se había engañado y maltratado; su mirada y su aspecto eran verdaderamente tristes y sus lamentos y agradecimientos continuos agrandaban esa impresión. La plaza de San Francisco estaba triste y húmeda, pero el sol comenzaba a romper sobre las nubes y el paseo por el enorme claustro se me hizo agradable. (Antes, la iglesia, como el barroco quiteño del que ya hablé, expresión en grana y oro, de magníficos artesonados e imágenes; no logro recordar ninguna en particular, pues no dejan –lógicamente– que hagamos fotos; religiosidad: poca gente en las iglesias; ¿y los indígenas? ¿Habrán caído en manos de las nuevas religiones?). La fábrica del templo y convento era enorme, con trece claustros al parecer; es curiosa la historia de la capilla de “Cantuña” que la Wikipedia nos cuenta: “Según la leyenda recogida por el proto-historiador del Reino de Quito, el padre Juan de Velasco, Cantuña fue hijo de Hualca, quien habría ayudado a Rumiñahui a esconder los tesoros de Quito para librarlos de la codicia hispana. Urgido alguna vez para que revelase el secreto de los bienes que gastaba con prodigalidad a pesar de ser solo un indígena, Cantuña dijo que había hecho pacto con el diablo. Acaso para redimirse de tal pacto, Cantuña colaboró con mucho dinero de su bolsillo para ver la capilla finalizada y que desde entonces lleva su nombre”. En el retablo central, se suceden la figura del Cristo del gran Poder, la Inmaculada y el bautismo de Cristo.

 

(Figura de San Juan Bautista a quien creo haberlo visto repetidamente: ¿Relación con el bautismo de los indígenas? Figura solar, para los esotéricos, menos fuerte que la solsticial del propio Jesús, que indica crecimiento).

 

En los pasillos del claustro, un hermoso escudo:

 

El museo aledaño es agradable de recorrer, con imágenes verdaderamente logradas, que como ya he dicho no envidian en nada a nuestra imaginería; las muchachas guías reían y alborotaban por falta de turistas; charlé con ellas un rato: acento cantarín de una de ellas, que me recordaba al salmantino.

 

Hoy, gestiones para organizar una escapada hacia el Amazonas ecuatoriano; seguramente partiré el lunes por la noche. Precios escandalosos para visitar las islas Galápagos, y si a eso se une mis escasas simpatías darwinistas… Después, recorrido por el barrio de San Blas: no queda rastro de una arquitectura popular, si es que la hubo, sustituida en todas partes por el pastel modernista; camino morosamente hacia Santo Domingo, en busca de las viejas librerías que me había recomendado Ángel María, pero que ya no existen, supongo sustituidas por tiendas de ropa o electrónica; un señor muy amable me llevó a una vieja y desgastada puerta que lucía un oxidado candado para constatar el cruel hecho. Seguí callejeando, incapaz de dar con la Casa del Alabado, así que visité el Museo Colonial, verdadera chamarilería, con excepciones como un Cristo en la cruz mostrando sus entrañas y su corazón, obra excesiva atribuida creo a un artista indígena conocido como Pampite, que adquirió gran notoriedad. Tras unas pocas idas y venidas logré dar por fin con la hermosa portada de la mansión que sustenta un museo de arte precolombino, muy alabado por mi extraña guía, verdaderamente un espacio logrado, íntimo y adecuado a resucitar para nosotros los viajeros las culturas que habitaron las tierras de Ecuador. Entre ellas, la cultura de Valdivia –fenecida hacia 1500 antes de Cristo, que nos muestra un “cubismo” extremo para su visión del cosmos y otra de la femineidad que recuerda la egipcia:

 


En los centros ceremoniales de los manteño-gualcavilca, el extraño ser que sostiene en su cabeza la cátedra reservada a los fuertes:

 

 

Llamaron mi atención –ya que no mi conocimiento– las curiosas casas en miniatura de la cultura tolita (350 antes de Cristo–350 después de Cristo) y la fuerte –y casi feroz– cultura jama-coaque (350 antes de Cristo–1530 después de Cristo) que se lleva la palma en la representación de chamanes y poderosos señores, así como en la finura de su orfebrería:

 


Maravillosa incursión en un mundo que apenas conocía. Por último, visité el Museo de la Ciudad, humilde pero cariñoso, didáctico en un sentido positivo.

 

 

Domingo, 30 de abril

 

Dos días sin escribir y ya me parece no voy a ser capaz de recordar mis peripecias; me es de mucha utilidad mi cámara-teléfono que uso como un diario del instante, a la espera de la reminiscencia, superior al simple recuerdo sostenía Platón.

 

Decía que había visitado el Museo de la Ciudad, sito en un antiguo hospital llevado por los mercedarios, creo recordar, y aledaño a una iglesia donde se conserva una muy alabada Nuestra Señora de los Ángeles; me resultaron curiosas las jambas de las ventanas de su capilla, de una taracea cuasi nazarí. El museo propiamente dicho regala una visión cariñosa, naif a veces se diría, de la vida de la comarca y ya de la ciudad hasta casi los tiempos presentes; pues se revive la historia con figuras de tamaño “original”. O con unas deliciosas figurillas, como las que nos ilustran sobre la enseñanza musical de los franciscanos con los indígenas, o la preciosa reconstrucción de la sociedad hispánica de castas en el recinto de la catedral.

 


Asimismo, unas lindas pinturas –algunas de las cuales ya conocía del Museo de América madrileño– que reviven los modelos de esa sociedad de “castas”, entre ellas la de la prostituta, debidas al pincel de Vicente Albán.

 


Cada imagen viene acompañada de un espléndido bodegón, donde se señalan frutas y productos quiteños –¿algún sentido oculto?–. También se recrea lo que sería una sala del antiguo hospital, reproducción de un cuadro que preside la sala. Me encontré con la imagen de San Rafael, en cuyo día yo nací, intercesor en los males del cuerpo, llamado Príncipe de los médicos en razón de que acompañó a Tobías y le defendió de todo mal.

 

Antes de ayer me decidí a dejar la ciudad y un poco a la buena de Dios tomé un bus hacia Mitad del Mundo, a la espera de poder caminar por las laderas del volcán Pululahua, ¡mi primer encuentro con estos seres mitológicos! Me sentí un tanto avergonzado al entrar en el recinto del museo, que se erigió para mayor gloria de Ch. Marie de la Condomine y sus compañeros en los trabajos de medición, pero entre los que se menciona con elogio a Jorge Juan y Ulloa; pero si bien la torre que demedia el mundo es un monumento con una cierta fuerza, el resto del lugar es una especie de miniatura de una exposición universal, con todos sus tópicos. Me dirigí al volcán y ya notaba hormigueo en las piernas, protesta de nuestro ser caminante para que lo llevara lejos del asfalto; así que, en cuanto pude, y tras observar el maravilloso fondo del cráter, Shangri-lá conservado como en una pintura flamenca, me decidí a descender hacia el fondo, con la amenaza de la niebla y la lluvia que ya iniciaban su diario camino hacia el lugar.

 


Huertos de maíz, unos extraños abetos, árboles lindos, consagran un clima extraño, pues gran parte del día y toda la noche el lugar está cubierto por la niebla y las nubes de la que obtienen el agua, ordeñándola de los árboles y matorrales de las laderas –como en los bosques canarios.

 

Fue un paseo hermoso, aunque corto, pero me procuraba el placer de encontrarme solo en medio de parajes tan peregrinos; pude observar a algunos de sus habitantes, raza envejecida que se ha negado a abandonar estos peligrosos parajes: el volcán registra actividad.

 

Y eso fue todo, pues ya debía volver a la ciudad.

 

(Por la noche, en un restaurante de cierto lujo, una deliciosa corvina –pescado símbolo, como la mojarra era para los colombianos– pero la soledad se hacía mas densa contemplando desde la terraza del local las luces pobretonas de la ciudad, como belén extendiéndose por las laderas).

 

Ayer, un tanto angustiado por mi falta de previsión, me dirigí hacia Otavalo, a visitar el famoso mercado e improvisar una visita a la laguna Cuicocha, espejo celestial en el cráter de un volcán. Así que tomé un bus hacia el pueblo y charlando animadamente con un muchacho de nombre Darwin, llegué ya muy tarde, pero gracias a los consejos de un indígena tomé un bus a Quiroga y ya después un taxi. Con la premura apenas reparé en el lugar y comencé a caminar por el sendero que rodea la laguna; poco a poco, pude disfrutar del momento, cuando mi corazón dejaba recriminaciones y angustias. Cumbres enormes, nubes que creaban efectos maravillosos de perspectiva, una vegetación de páramo –encontré de nuevo al querido frailejón– y en medio de la laguna, una isla que recreaba la imagen de alguna diosa surgiendo del espejo acuático.

 


Mi paseo duró unas dos felices horas y sentí que mi despiste no me hubiera permitido completar todo el recorrido. (Encuentro con un personaje que respondió desabridamente a mi intento de compartir un vehículo de vuelta; después se disculpó y quiso iniciar un acercamiento –su aspecto era deplorable– que rechacé: ese también eres tú).

 

Hoy, paseo moroso por los barrios de La Mariscala y la Floresta, que conservan restos de una arquitectura un tanto kitsch y casas de una burguesía feliz en sus nuevos dominios. También, algunas más imponentes, como la que alberga la sede de la orquesta nacional. En la Floresta, la plaza que recibe el nombre de la redonda, creo recordar, de aire parisino, pero de novela de Sue. En algunas calles, colorido y fuerza de los grafitis.

 


Al iniciar el paseo, en los jardines de Dávila, busto en bronce de Fiodor Dostoievski nada menos, regalo del gobierno de Moscú a la ciudad de Quito. La plácida vida de la ciudad no parece prestarse a las extravagancias eslavas del barbudo profeta. Pero, ¿quién sabe? A su vera, otra de cuerpo entero de Sandor Petofi, poeta y revolucionario húngaro; es lógico –con lógica poética, la más estricta– que una de sus obras más señaladas reciba el nombre de Las nubes.

 

Esta noche, hacia Cuyabeno, en el Amazonas, ¡a por los delfines rosados!

 

5 de mayo, Hotel L’auberge inn, Quito

 

Allá que me fui, en un viaje nocturno en autobús, mal acomodado e incapaz de dormir –¡mis pastillas!– gozando de los comentarios de un joven catalán y su capacidad de conseguir gangas. Llovía cuando salimos y siguió lloviendo al amanecer, cuando pude dormir en un sillón desvencijado que me pareció un dulce colchón. Después, en un nuevo bus hacia el punto de encuentro para tomar las barcas –desde Lago Agrio– ya pude ver un paisaje que es la antesala del bosque lluvioso, amazónico, amenazado por los pastizales y la terrible anaconda del progreso, oleoducto que serpentea al lado de la carretera. En una cabaña que fungía de comedor, sala de espera y tienda de todo tipo de productos, esperamos la barca que nos había de llevar a nuestro alojamiento, con nuestro guía Miguel, ecuatoriano de raíz volcánica, Cóndor por mote, en compañía de un grupo de franceses que me ignoró desde el principio. No sentía la emoción que me sobrecogió en el pequeño embarcadero de Calima, pero el viaje comenzó de una forma magnífica: un tucán nos sobrevoló y al poco pudimos observar a una pequeña anaconda sesteando en su rama –aunque en estos casos uno tiene la sensación de escena preparada. Más adelante, con ayuda de las precisas y apasionadas explicaciones de nuestro guía pudimos contemplar la garza tigre, la garza listada, así como un par de “perezosos” asidos al tronco de un árbol, como midiendo un tiempo muy antiguo; la pava hedionda, resto también de otras épocas, cuando lo monstruoso era la norma; el joyel martín pescador, así como el presumido cardenal rojo; en algunos árboles, la algarabía de los monos ardilla. Después de dejar nuestro equipaje en el lodge, lugar agradable y cómodo, nos fuimos a una de las lagunas que constituyen una singularidad de esta región del bosque ecuatorial, pues el agua alcanza niveles muy altos en esta época del año y permite una extraña fauna, entre ellas los delfines rosados: en un momento aparecieron, leve temblor del agua, acompañado de un gorgoteo y un curioso silbido, apenas un resplandor rosáceo, rojizo, gris; el plomizo día había dado paso a un atardecer glorioso. Fueron unos instantes plenos.

 

 

La cena fue rica, cocinada y servida por unos amabilísimos muchachos que nos hicieron agradable la estancia. Desgraciadamente, mis habilidades sociales no dan más de sí y preferí alejarme del grupo en cuanto terminé la cena; eso hice también los días sucesivos, refugiándome en la lectura de algunos libros ilustrados sobre la fauna del lugar.

 

Día segundo

 

Miguel nos dejó en manos de un curioso personaje, Darwin, con quien remamos unas horas por el cauce del río; también el día fue provechoso y pudimos observar monos ardilla, el capuchino, el barrigudo chorungo, el saki negro o paraguaco. También el pájaro carpintero, el bello trigón, el afrancesado quis-qui-di, la oropéndola. Ya por la tarde, un caimán con su cría acechaba en la trasera del alojamiento, seguramente esperando restos de comida. Los monos se habían comido unos hermosos racimos de plátanos la noche anterior. Paseamos por la laguna grande y oímos al mono aullador rojo, como un vendaval que se acercara. Baño en la laguna: el color negruzco del agua no lo hizo muy agradable.

 

(Por la mañana, charla con una señora india, de Bombay, que viaja en compañía de su joven hijo, a quien trata como a un niño: matriarcado oriental. Viven en Florida, y me comentó sobre los apellidos portugueses comunes en su región de origen; señaló las similitudes entre el flamenco y el khata-kali, así como su deseo de oír el fado).

 

Día tercero

 

Por la mañana, de nuevo los delfines, en compañía de Darwin, que en honor a su patronímico nos habló de su relación con las hienas, parentesco inusitado quizá, pero es cierto que el famoso canto de los delfines tiene relación con esa risa de hiena tan nombrada. Las enormes mariposas de color azul intenso me traen el recuerdo de metamorfosis imposibles, eterna crisálida de sentimientos incapaces de romper los nudos de la costumbre y el miedo: en el verdadero amor, el alma envuelve al cuerpo. La idea era visitar una comunidad siona, indígenas recién instalados en un poblado que construyó una compañía de prospecciones petrolíferas. Vimos a María hacer el famosos pan de yuca, que sabe como a pan rancio, y al shamán ejecutar una limpia con quien se prestara. Su aspecto era formidable, pero el lugar y la situación lo hacía un tanto patético; únicamente usan ayahuasca en sus iluminaciones para discernir y curar los males del enfermo; casi siempre, hechicerías de otros chamanes. Después, en el poblado, vimos jugar fútbol a los niños en un campo inmaculado. A la vuelta la lluvia se hizo muy fuerte, pero bajamos en un recodo para admirar una inmensa ceiba, la reina del bosque.

 

Al atardecer, paseo bajo la lluvia para conocer la fauna nocturna: la rana arbórea, la araña escorpión, inofensiva a pesar de su nombre, inmenso ejemplar que parecía verdaderamente hecha de alambre.

 

Día cuarto

 

Madrugón para ver pájaros: la enorme garza…, la paloma roja, que regurgita una leche nutritiva para sus crías, única en la especie; pero la sorpresa fue la aparición de un oso hormiguero que interpretó para nosotros todo su repertorio, encaramado a los arbustos y dándose un festín de hormigas y termitas. Darwin mismo estaba emocionado, pues su visión es muy difícil.

Tras un nuevo viaje en bote al puente del Cuyabeno, otro larguísimo en bus hacia Quito. El paisaje parece degradado en algunos lugares, fruto de una dedicación ganadera; también aparecen inquietantes centrales de distribución del gas y el petróleo. Cuando llegamos a los llamados bosques de niebla, paisaje montañoso, de inmensas extensiones de bosque, a veces cubiertos por la niebla que les da nombre, o la llovizna. Son bosques ya andinos, aunque se encuentra también variedades de palma.

Hoy, reserva de un avión de vuelta a Madrid para principios de junio. También, concretando un viaje a las Galápagos, a mi aire. Visita al jardín botánico, pequeño pero muy cuidado, con la linda presencia de las orquídeas. Intento de visitar el Museo de Arte Contemporáneo, pero aparece cerrado por reformas, aunque nos dejaron estar en la entrada para guarecernos de un fuerte aguacero. Mi estómago vuelve a preocuparme; severo ataque de melancolía.

 

6 de mayo

Ayer, en un día gris y triste, me dirigí hacia el Museo Nacional, también cerrado por reforma, y ya después hacia el coqueto Jardín Botánico, como ya señalé. Bien dividido, enseña sobre los diversos biotipos del país, con una especial dedicación al propio Quito. Mi escasa pericia y mi cámara telefónica no me dejaron tomar nota de algunos ejemplares arbóreos, como el llamado gigante del bosque nublado; una web cita algunos de ellos: “Es un ecosistema ampliamente explotado por su gran cantidad y variedad de árboles maderables como el canelo, arrayán, matache, guayabillo, aguacatillo, nogal, aliso, cedro, guarumo, tilo. Muchas de las frutas que consumimos en este tiempo son originarias del bosque nublado como la guaba, guayaba, mora, cereza, entre otras”, así como la gran variedad de plantas aéreas, como las bromelias y algunas especies de orquídeas. También volví a encontrarme con los sabios frailejones, nodrizas del agua. Algunas curiosas plantas: el mastuerzo, los aretes, los árboles de la cascarilla o quina, la hermosa flor del inca, que aleja los males espíritus, así como la palma de cera, ya prácticamente extinguida en Ecuador; sus ramas se usaban en la celebración del domingo de ramos. Como ya dije, me dirigí bajo un tremendo chaparrón hacia el Museo del Arte Contemporáneo, antiguo cuartel hoy reconvertido: el arte contemporáneo o esta enfermo, o loco, o en prisión, o como en este caso, bajo arresto. No tienen obra propia y como los soldados, las exposiciones temporales quieren salir a la calle rápidamente.

 

Jueves, 11 de mayo, Hostal Tiana, Lacatumba

 

En Lacatumba me instalé en uno de estos nuevos hostales, preparados para los jóvenes de países que pueden permitirse pagarse el grand tour, donde me aconsejaron y dieron una información muy detallada sobre la excursión. Paseé por el pueblo durante el día e hice algunas compras; conserva una pequeña zona agradable, con algunas casonas de patios interiores, como la que alberga al propio hotel.

Por la mañana del día ocho tomo un autobús hacia Sigchos, en un día primaveral, en compañía de un numeroso grupo de jóvenes e inditos, como la vieja de rostro fuerte, de un tono de piel como uva pasa arrugada por los trabajos, y se sentó a mi lado; su angustia para encontrar el momento de su parada, su destino, atisbando por la ventana y acurrucada en su asiento, nos hablaba de la velocidad cruel del progreso que no espera: ¿Así seremos? Llegamos al pueblo hacia las dos de la tarde y casi sin transición comenzamos a andar hacia Isinlivi; me erigí en guía por un tiempo de un grupo variopinto, pues generalmente estos jóvenes aventureros no hablan español, o muy poco si acaso; enseguida cedí la batuta ante la mayor confianza de una pareja neozelandesa. El camino era agradable, por valles encerrados en las gigantescas montañas, pero siempre con una presencia humana, aún en los cerros más altos: cada pulgada de tierra es vital; seguramente, algunas pequeñas navas han sido creadas por el trabajo de generaciones. Los perros nos ladran y aún atacan cuando iniciamos la última subida hacia el lugar, por un viejo camino que serpentea entre los prados y las pequeñas parcelas; cae una ligera llovizna que se convierte en un aguacero cuando llegamos al pueblo. El hostal de moda estaba full, así que a los rezagados nos tocó el Taíta Cristobal, más destartalado, pero en la sala común, con una cálida estufa se estaba bien; la cena fue rica: cerdo con unas tortillas de papas andinas y una salsa dulce de maracuyá, creo recordar, ejemplo de ese sabor oriental que permanece en costumbres, ritos y por supuesto en los aspectos raciales. La señora de la casa nos dio algunas pequeñas lecciones de quíchua que mis suizos compañeros de velada apuntaron ávidamente, así como ella hizo lo propio –en una graciosa escritura fonética– con algunas expresiones inglesas. Al parecer, en muchas zonas se ha perdido la vieja lengua quechua, pero debemos recordar la violencia de la conquista inca y su escasa presencia en estos lugares, unos cincuenta años, hasta la llegada de mis compatriotas. Consejo para alejar a los perros: escupirles.

 

El día amaneció lluvioso y cubierto de niebla. Iniciamos la marcha y los disciplinados suizos me ceden de nuevo el papel de guía: si me detengo, ellos lo hacen; si me paro a charlar con algún paisano, ellos parecen tomar notas mentalmente. El paisaje sigue siendo hermoso, aunque el camino se hace a veces difícil por la lluvia y el barro; seguramente, la capa vegetal, los bosques, han debido ser arrasados y se sustituyen a menudo por los fragantes y míseros eucaliptos. El día se mantiene agradable, aunque amenaza lluvia; también los campesinos quieren ya sol: San Isidro Labrador quita el agua y trae el sol, recuerdo que cantaba Celia Cruz. Subida dura por una carretera que animaban los niños volviendo de la escuela, resistiendo estoicamente el chaparrón y entreteniéndose con juegos y chanzas; sus ayos, los perros, como el Cipión de la novela cervantina. En el hotel Cloud Forest –15 dólares por una bonita habitación, más cena y desayuno– los huéspedes nos apretujamos en la sala común, alrededor de la estufa, luchando por un poco de calor y un sitio en las cuerdas para tender nuestras ropas. Juego al billar con Jonatham, el tímido neozelandés: mi guardia suiza me ignora en cuanto los conduzco a buen puerto.

 

 

Día 10 de mayo

 

El día se presenta de nuevo lluvioso y desapacible. Al iniciar el paseo, hermosa visión de las montañas, sinfonía pastoral:

 


Voy alegremente solo, pero inevitablemente se me adhieren algunos muchachos, como una pareja alemana, en viaje por Sudamérica, desde Bolivia, Perú y hacia Colombia, y ya después, la agradable pareja de Nueva Zelanda, Emma y Jonatham, con quienes haré el resto del camino hasta llegar a la cima del cráter del Quilotoa, en un día cerrado y lluvioso; súplica a Wakantanka, Bochicá y Pachacámac: el cielo se abre durante unos instantes y podemos ver la maravilla turquesa del lago.

 

 

Descansamos en la cabaña de un pastor que encendió un pequeño fuego y nos vende unas cervezas. El día es cada vez más desapacible e iniciamos la bajada hacia Quilotoa por unos parajes peligrosos y seguramente de una hermosura espléndida invisible para nuestros ojos, y con una cierta angustia debo decir, por mi parte al menos. En fin, no encontramos el camino y mi corazón se desboca cuando después de más de dos horas de marcha difícil y peligrosa a trechos llegamos exactamente al lugar de donde salimos.

 


Los convenzo, sobre todo a Emma, más valiente o inconsciente, para que retrocedamos e intentemos llegar al pueblo de otra manera. Un carro nos conduce a un miserable hostelucho –12 dólares por la “media pensión”– pero –¡oh maravilla!– con una estufa en el cuarto; el frío y la humedad eran intensos y creo que esa milagrosa circunstancia nos salvó –al menos a mí– de algún grave resfriado.

 

Por la mañana, visto el cariz del día, desistimos de volver al volcán y tomamos un bus hasta Lacatunga. Yo decido seguir hasta Baños, despidiéndome con pena de mis compañeros de aventura. Al llegar, me encuentro en un hermoso lugar, con cierto aire de balneario centroeuropeo, lo que su kitsch iglesia parece confirmar; la tarde era espléndida y cálida –¡por fin, un poco de calor! Tomo un baño en las aguas termales, presididas por la cola de caballo que proveía de agua fría al lugar; fui incapaz de sumergirme en la piscina a cincuenta grados, pero era una delicia ver el cielo nocturno, mientras permanecía acariciado por el calor del agua. Ceno en un restaurante curioso, regentado por un extravagante yanqui, donde me sirvieron un guiso de lomo bastante “picoso” y pensé si mi estómago podría estropearse definitivamente; curiosamente, me encontré mejor.

 

Viernes, 12 de mayo Hostal, La cigale Santa María de los cuatro ríos de Cuenca

 

El día amaneció otra vez desapacible y lluvioso así que, un poco harto de este clima andino, renuncié a una excursión en bicicleta hacia el valle de… antesala de la selva alta ecuatoriana, e inicié el viaje hacia Cuenca a través de un paisaje que apenas recuerdo: tierras llanas del páramo, montañas de vegetación arbustiva, paisajes alpinos… Durante un tiempo, una hermosa indígena se sentó a mi lado, apenas una adolescente, pero con dos niños pequeños; le ofrecí una chocolatina a la niña que acabó dormida a mi lado mientras la madre amamantaba al más pequeño; aprecié su habilidad para acarrearlo en su pañolón, anudándolo contra los vaivenes del vehículo; cuando quiero ayudarla cargando con la niña, un vaivén la empuja hacia un asiento colindante, golpeando al muchacho que grita como un condenado: aviso para bienintencionados.

 

En Santa Ana de los Ríos de Cuenca, su nombre original de cuando no había tantas prisas, tras instalarme en el hostal donde los clientes sufrimos el ruido del bar constantemente, pero único lugar animado que he visto en el país, me voy a dar un paseo por las tranquilas calles; si al llegar el tiempo era delicioso, me acompaña en mi caminata la pertinaz llovizna; me gusta la silueta de la catedral con sus cúpulas de aire bizantino y la arquitectura arcada de la plaza que preside. Vuelvo al hotel y ceno acompañado de una bonita jarra de vino, con buen apetito y libre de temores. Por la mañana, vértigos y mareo, que me lleva a acostarme de nuevo; supongo que una mala postura ha sido la causa, pero me asusto y temo no poder seguir el viaje. Parece que poco a poco la sensación de malestar y las náuseas van disminuyendo. En principio, me doy un paseo por la avenida que flanqueaeal río Tomebamba, y al parecer indica su parentesco con su homónima española; verdaderamente, el parecido es más bien escaso: el aire irreal de nuestra ciudad, verdadera stravaganza arquitectónica no tiene apenas relación con la tranquila y aseada de la rambla local. El santuario mariano, cerrado a cal y canto, preside una hermosa placita tomada por las vendedoras de flores y plantas. Visito la catedral, un neobizantinismo en ladrillo rojizo –que ha sido tomado como ejemplo para edificios más modernos, por lo que he visto– templo enorme y frío que apenas advierto, quizá debido a mis aprensiones estéticas y otras más prosaicas; también, una casa aledaña de aspecto antiguo, enorme patio con columnas de madera, al estilo manchego quizá, y permite ver en toda su extensión las extravagantes cúpulas azules. En la pequeña catedral, al otro lado de la tranquila plaza Calderón, no queda nada de su traza original, y la decoración es francamente horrorosa. En el inevitable museo de ropavejería eclesiástica, una serie de arcones con cierto carácter; en uno de ellos la placa identificadora aclara, pieza: arcón. En un pasillo y pequeño patio –transformado en café y restaurante– una exposición de fotografías antiguas sobre la vida y costumbres de la burguesía local. Siempre sentimos un estremecimiento ante el carácter funerario de este arte. ¿Por qué morirán las bellas muchachas? Pose maravillosa del equipo local de soccer después de un match, ataviados con el sombrero local. Caballo desvaneciéndose en la foto de un pic-nic de caballeros. Después, en otro museo que reconstruye la vida de esa misma burguesía, cierta elegancia y riqueza y buen gusto en la guardarropía; al parecer esos mismos sombreros han sido origen de importantes fortunas, lo que llevó a la burguesía local a viajar por Europa y traer de allí costumbres y modas. En el Museo del Banco Nacional, otra vez la propaganda antiespañola: un cuadro titulado Viracochas representa una manada de lobos feroces; arte sutil. Bonitos dibujos de tipos populares. Visito un poco a la carrera el sitio arqueológico vecino, lugar creado primero por los cañaris, Pumapungo, y ya después la ciudad de Tumipampa, edificada por Huinca Capac y descrita por el Inca Garcilaso. Un cartel nos hace observar la geografía sagrada de los incas, en relación a la situación de sus ciudades; recuerdo que cada una de ellas adoptaba la silueta de un animal sagrado; a su vez, elección de coordenadas en relación a estrellas y montañas sagradas. También, un huerto ameno, con sus productos básicos (a B. le recuerda un mandala) con la división cuatripartita propia de todo el simbolismo americano, y un pequeño animalario, con el papagayo que al parecer era el tótem de los cañaris; se cita a Poma de Ayala y su relación con los maravillosos jardines del inca, animados por todo tipo de aves.

 

Apunté el nombre de algunas plantas medicinales como el gañal, árboles como el sarar o el tocte, o cultivos como el chocho y la quinua; el maíz, quizá domesticado en varios lugares –así en a costa ecuatoriana, por la cultura Valdivia–; chillka y sarcao. Por cierto, creo recordar que los incas se habían destrozado mutuamente antes de la presencia española y la ciudad estaba ya en ruinas. Vi las kallankas donde se alojaba la gente de guerra, observadas por Cieza de León, el “aqlla vasi”, los conventos incaicos donde vivían las mujeres ofrecidas al sol (cuenta el cronista Gomara cómo algunas de sus mujeres se rieron cuando el acorralado último inca les dijo que ya pronto podrían holgar con los españoles, e inmediatamente las hizo sacrificar). También, los baños ceremoniales con su extraña forma, tomada de la constelación de la cruz del sur. Al salir, programa de música clásica en el vecino conservatorio, con una pieza de Albéniz. También, un teatro y odeón.

 

Volví a entrar en la sala de exposiciones donde se muestra obra del artista ecuatoriano Noe Mayorga: Khipunk, la vida es vapor, título que alude a un intento de ensamblar la cultura incaica con elementos más contemporáneos. Reconocí al poeta César Dávila Andrade en unos espléndidos versos que le sirven de presentación de su obra.

 

“Se despedazan las guitarras de los Huracanes,/ como pleamares de Oro…/ La vida es vapor. Se ha hecho el vacío/ en mi cerebro. La noche gotea rotundamente/ en las antenas de los cirios apagados…/ Mi corazón es el as de oros/ en el vértice de la Torre Eiffel./ Los espejos desvisten a la noche en los Palacios viejos./ Me persiguen los péndulos desorientados,/ a flor de insomnio. He perdido la noción/ de los Puntos Cardinales. Una bandada de pianos negros/ me está devorando los pulmones…/ Oigo cantar a las pirámides, unas canciones góticas…/ Me estoy ahogando en un cacharro ilógico./ El universo se ha vuelto loco… En el Bosque / de los insomnios, soy una hélice desorientada…”.

 

La inspiración le viene de una vivienda en la ciudad de … donde encontró pinturas y grabados con referencias masónicas y alquímicas. En algún caso, la expresión es un tanto recargada, como muñecos mecánicos de una mente un tanto febril, pero admiré su caracola a la que se le añade unos pequeños piñones metálicos: la vieja caracola con la que Quetzalcoatl crea la música del origen y es ya el símbolo de la relación entre los diversos reinos del cosmos, torzal camino de los dioses, engrana con una técnica a la que quizá pueda rendir para que sus frutos se adapten a los viejos mitos.

 


También, la maravillosa superficie plateada, imagen del agua donde los andinos podían estudiar las constelaciones, pues tenían prohibido mirar directamente a la luna.

 

Al salir de la casa de cultura, una de las chicas que la dirigen me abrió la entrada al sitio arqueológico de Todos Santos, donde sobre unos viejos muros incaicos los españoles construyeron los primeros molinos de la ciudad. Cuando paso de nuevo por la tienda de los Vélez no resisto más la tentación y me compro un bonito sombrero de toquilla, con una cinta azul (las negras me parecen irreverentes). Veremos cómo aguanta el viaje.

 

Hoy me he dirigido a visitar las ruinas de IngaPirca (piedra del Inca), en un destartalado autobús, y por lo mismo animado y alegre. La ciudad ha sido calificada como la Machu Pichu ecuatoriana, pero si prescindimos de la solemnidad del propio espacio en que se encuentra aquella, así como de su increíble planta y las escalinatas de la Luna, sí es cierto que parecen compartir el aspecto de ciudades religiosas, avanzadilla simbólica hacia el retorno, en el caso de la peruana, y hacia el norte en esta, puntos cardinales que agrandaban el mundo de los incas, el imperio, Tahuantinsuyo (por ejemplo, ventanas trapezoidales que señalaban solsticios y equinoccios).

 

Comparte una filiación más antigua, pues fue también un centro ceremonial de los cañaris. Después, un paseo por la llamado sendero de Intihuayco, donde se encuentran toda una extraña cosmogonía, desde el juego del inca, lugar de cultos acuáticos, hasta la tortuga –¿quizá un ser que sostiene el mundo?–, o la cara del sol, señalado por una marca rojiza:

 


También, ya un tanto excesivo en el afán de sorprendernos, la cara del Inca esculpida por la propia naturaleza, eternidad también transitoria, como si tuviera envidia de las obras del tiempo:

 


Bien; mañana hacia Guayaquil, la rival de Quito, y hacia las Galápagos.

 

15 de mayo, Hostal suites Madrid, Guayaquil

 

(Tres meses ya de estancia por estas tierras).

 

Ayer, viaje en bus desde Cuenca, donde verdaderamente llovía a cántaros. La noche anterior, un poco de exceso alcohólico y charlatanesco en compañía de Alejandro, un muchacho norteamericano, de veinte años y de curiosa filiación: padre judío-alemán, madre de origen mexicano, aunque su español era más bien primario; al parecer su abuelito no le dejaba hablarlo en casa. Nos encontramos con dos chicas españolas, más bien gallináceas, pero estuvo divertido hasta que nos llevaron a un antro cargado de hirsutos varones, especie de jaula de monos con una horrible música donde se convirtieron en las reinas de la algarabía. Sic transit…

 

Por la mañana, como decía, bus renqueante, muy a tono con mi estado. Poco a poco el paisaje va volviéndose hermoso, grandioso: nuevos páramos, de la zona de Lajas, con lagunas y cascadas en la fría mañana; después, bosques andinos y torrenteras, con las maravillosas nubes rubricando las cimas. Al llegar a la línea divisoria de las sierras, una maravillosa perspectiva de nubes:

 


Después, hacia el calor húmedo de la provincia del Guayas, paisaje de llanuras con esteros donde águilas y garzas acechaban, firmes en los postes de la electricidad; se divisan enormes extensiones de árboles frutales, caña de azúcar y plataneras, así como campos de arroz, que le dan aspecto de Arcadia rica y feraz. Llego a mi triste hotel y paseo por el malecón, la nueva cara de una ciudad a punto de sucumbir a la mugre y el desastre urbanístico. Es agradable y parece bien dispuesto y cuidado, pero estas obras matan de alguna manera el nomos; el río mismo se convierte de alguna manera en agua amansada, repleta por cierto de pequeñas islas flotantes. Sigo caminando y me dirijo al museo arqueológico –y contemporáneo– en un edificio de la nueva escuela arquitectónica; por cierto, son los únicos que pueden derrochar espacio. En la zona arqueológica y etnográfica me encuentro con viejos amigos como las figuras de la cultura de Valdivia y los fuertes chamanes y guerreros de Jama-coaque, pero también con un homenaje a los músicos. Quizá, como entre los mexicas, crean el mundo: en el principio era el ritmo.

 


También, una maravillosa figura sedente de Bahía:

 


Como vemos, su expresividad y crudeza recuerda a las tanagras del helenismo, encuentro quizá no tan extraño, pues supone un fondo oriental. Tras los ventanales, una sinfonía del trópico, encapsulada.

 

Seguí caminando al encuentro de una extraña población en la colina de Santa Ana, de edificios coloristas, con aire de barrio popular decorado a gusto de cada quisque. Para mi sorpresa, me encontré en una calle de ricas mansiones, verdaderas pajareras multicolores, elegantes y encantadoras, restos –me explicó un simpático vejete, Echegaray de apellido– de las primitivas familias fundadoras de la ciudad. Pues el barrio constituye el emplazamiento definitivo de la ciudad, después de algún que otro intento fallido por parte de Almagro y Belalcázar.

Al final del paseo, restos de ese modernismo tropical que debió tener su culmen en la Habana; paraíso melocotónido. Y a su lado, una nueva visión de la visión de Piranesi.

 


Trepé hacia la parte superior del remozado barrio, y me encontré con una algarabía de colores y música, con la gente sentada en las puertas de las casas (breve recuerdo para Buenaventura). El barrio como decía ha sido “recuperado”, lo que también conlleva una presencia policial fuerte. Se pretende hacer lo mismo con el vecino de Las Peñas, pero parece que la cosa no está fácil. Feliz por el inesperado regalo, y agobiado por el calor y la humedad, me retiro al hotel.

 

Hoy, gestiones para intentar encontrar alguna excursión en las islas; también con mi teléfono, que ha dejado de funcionar al “estilo” ecuatoriano y para hacer el chequin del avión. Me dirijo hacia la isla Santay y me sorprende un paisaje de manglares y palmeras, como el curioso mangle caminante, el mangle rojo.

 

Alquilo una bicicleta y me quedo embelesado con las mariposas azules, espléndidas e inasequibles. También, el guachapeli, el compoño, el beldaco… Rendido, vuelvo al hotel y por la tarde paseo por el malecón y ceno mi primer cebiche ecuatoriano. Mañana, hacia las islas encantadas.

 

22 de mayo, Hotel Pinzón, en Santa Cruz, islas Galápagos

 

(Una semana sin escribir, aunque tomé notas de mis peripecias por estas islas encantadas, verdaderamente).

 

Día primero

 

Tomé el vuelo sin novedad, y por consejo de la propia policía puse mi mochila auxiliar con mi maleta en el equipaje para no perder mi pequeña navaja y otros trastos que llevaba; al llegar a la terminal de Bartra un perro-policía se entusiasmó con ella y la señaló como culpable; supongo que guardaba el olor de restos de comida, pero el interrogatorio del policía-humano fue minucioso, mientras yo intentaba evitar el lado ridículo de la situación; cuando abandono el aeropuerto, una señora se sienta a mi lado y comenzó otro interrogatorio casual, que no cejó por un instante; pensé si era continuación del anterior –quizá estaba un tanto paranoico. El paisaje era espléndido; en Bartra, cactus y silencio, y la presencia maravillosa del mar y los barcos; a partir de Santa Cruz, bosques de palo santo y la especie reina, la escalesia, sobre un sorprendente tapiz verde; al parecer, estamos en la estación cálida y húmeda, de enero a junio, contraste con la fría y seca del resto del año, terrible prueba para las especies, pues la primera es linda para los vegetales y poco provechosa para las especies pescadoras, y la fría y seca, terrible para el mundo vegetal y sus depredadores. Una prueba más para la difícil vida, agarrada a estos lugares inhóspitos con la generosidad de la naturaleza, que siempre paga al contado.

 

Me instalo en el hotel Morning Glory, que resultó agradable, con un pequeño y lindo jardín, pero del que sería expulsado rápidamente. Dedico el resto de la tarde a buscar un crucero; tras un par de visitas a las innumerables agencias de turismo, pido ayuda a mi huésped para tomar una decisión; sin dudarlo, me señala un crucero que desde Santa Cruz se dirigirá a San Bartolomé, Genovesa, Plazas… También me asesora para que tome un tour por la isla Isabela, lo que hago, dejándome un buen pico en ambas operaciones. Ceno por la noche el famoso pescado local, el brujo, delicado y sabroso, preparado simplemente en una parrilla de carbón. En el puerto, pequeños tiburones y mi sorpresa al encontrarme con los primeros leones marinos, tranquilamente ocupando los bancos del espigón.

 

Segundo día (17 de mayo, miércoles)

 

Hacia la Isabela en una de las fibras, las barcas que transportan pasajeros de isla a isla, veloces pero incómodas, con un terrible cabeceo que provoca mareos entre algunos pobres turistas; me siento bien, animoso, gozando del viento marino y la luz maravillosa reflejada en el mar. Cuando llego, sensación de desamparo, pues todo el mundo parece conocer su destino y quedo como pájaro solitario en medio de la huida general; no sé qué hotel me corresponde y algunos oficiales intentan ayudarme con sus teléfonos; por fin, vienen a por mí, que ya me temía ser objeto de algún timo para turistas incautos. Tras llegar al hotel, comienza el paseo en barca hacia los famosos túneles, en compañía de los omnipresentes muchachos nórdicos y una pareja ecuatoriana. Nuestros guías nos dirigen hacia un islote solitario, donde observamos nuestra primera especie “endémica”, los piqueros enmascarados; después, fracaso en un primer intento de llegar a los túneles, pues verdaderamente el mar estaba difícil, agravado al parecer por la marea baja. Nos vamos a una zona de los arrecifes donde practicamos snorkel en la maravillosa compañía de peces multicolores, así como de enormes tortugas marinas y tímidos caballitos de mar. Cuando por fin conseguimos llegar a los túneles, un reino extraño se nos ofrece: cactus sobre el negro de las rocas volcánicas, y un tapiz verde donde encontramos a los alegres piqueros de patas azules, verdaderamente cómicos en su cortejo e imperturbables a nuestros acercamientos, como si verdaderamente no nos vieran, a nosotros su público, como actores consumados. Antes, pingüinos, inmóviles, como ateridos en sus pináculos de roca; también los leones de mar: cuando hacemos de nuevo snorkel, pasan a nuestro lado; después, tortugas y de nuevo leones en los túneles; impresión de irrealidad, como si una extraña magia permitiera esa cercanía entre el hombre y los demás seres, a la manera de los cuadros de Piero da Cósimo.

 

Vuelta al hotel y cena solitaria: el pueblo es un conglomerado feote.

Tercer día (18 de mayo, jueves)


Por la mañana nos llevan a ver flamencos rosas en una laguna. Después, nuevo snorkel en el manglar, pero apenas si vemos los coloristas peces del trópico (recuerdo las descripciones maravillosas de Alejo Carpentier en el viaje de Esteban por el Caribe); me escapo de estas ataduras pobres de los tours y voy a pasear a la cercana playa, batida por el viento y el oleaje, sin apenas visitantes y me recreo en el travelling maravilloso de la vida de las islas: iguanas marinas se dirigen hacia el mar, los cangrejos tiñen las rocas de un rojo vívido, chorlitejos de pasos breves, pelícanos en picado, ostreros, albatros… se suceden sin pausa, ofreciendo sus mejores piruetas y habilidades contra un mar fuerte, rugiente. Sobre la arena, madero-león.

 

Vuelta a Puerto Ayora; me colocan en la proa y mis pobres huesos llegan traqueteados. No tengo hotel y me instalo en un viejo hostal –Francis Drake. Es curioso cómo esta gente reivindica la memoria de piratas ingleses, incluso en el nombre de algunas islas, frente a la herencia española: supongo que tras el abandono por parte de la corona, fue fondeadero de naves inglesas, incluyendo al Beagle.

 

Cuarto día (19 de mayo, viernes)

 

A Bartra, para tomar un crucero de cuatro días por las islas. Guías turísticos con aire de opereta tropical, calor; cuando llegamos al barco, falta un pasajero, mi compañero de habitación, y retrasamos la salida, así como perdemos una actividad –un nuevo snorkel, creo. A la una, en marcha hacia San Bartolomé y toma de tierra para gozar de un paisaje de formaciones volcánicas –candelabros e “intestinos”– y de la delicada tiquilia; cactus de lava; vista espléndida desde el faro, como imagen de paisaje chino, como telones de un decorado majestuoso.

 


Como con un apetito de lobo –de mar, en este caso-.

Quinto día (20 de mayo, sábado)

 

Travesía nocturna hacia la isla Genovesa, cruzando el ecuador; apenas puedo dormir con el tráfago de los motores. Por la mañana, paseo por un lado de la isla para observar a multitud de pájaros, una verdadera algarabía: la gran fragata con su papo rojo; piqueros de patas rojas y picos azules, verdaderos brummels de la especie, el cucús de Galápagos –el mocking bird– palomas y albatros. Snorkel para ver tiburones: peces maravillosos nos escoltan –¿globo de mar?– y súbitamente pasa a mi lado la fuerte estampa de un tiburón martillo; escalofrío. Por la tarde, nuevo paseo para ver fragatas y piqueros, y el búho de Galápagos, escondido en las rendijas de las rocas. Bosquecillos de palo santo.

 


Sexto día (21 de mayo, domingo)

 

Travesía nocturna hacia la isla de Plazas: puedo dormir con la ayuda de unos simples tapones para los oídos. Desembarcamos en la isla cuya vegetación característica la constituye los maravillosos árboles-cactus, el cacto gigante de corteza rojiza y porte de boabab, que estuvieron a punto de perecer por la presencia de ratas, creo recordar nos dijo el guía en una de sus interminables peroratas con un buen inglés; cuando intento algún acercamiento en nuestro idioma natal, sensación de incomodidad y hasta hostilidad, por primera vez. La iguana de tierra, con su vestido de rapsodia, como collage de Juan Gris, pero de cuellos y torso de un elegante dorado, nos espera para acompañarnos todo el camino. Multitud de leones marinos se bañan y toman el sol en las rocas de la costa. Después, hacia Santa Fe, en busca de delfines. Creo recordar, hicimos snorkel, en compañía de algún león marino, de tortugas y rayas. Por la tarde hacia Puerto Ayora.

 

Séptimo día (22 de mayo, lunes)

 

Chanelle, así como Henry y Emma, la pareja holandesa, nos bajamos sin querer visitar no sé qué rancho de crianza de tortugas. En estos cruceros te roban siempre un día, ya lo advierten las guías al uso, para engarzar con los vuelos de ida y vuelta de los grupos de viajeros. Me dedico a caminar por el centro Charles Darwin, mientras observo las enormes tortugas que se crían allí. El centro está bien cuidado y es agradable de pasear, así como curiosear sus colecciones, pero un tanto limitado; de todas maneras, dedica esfuerzos y medios a la investigación y puesta en marcha de programas para defender el ecosistema de las islas, pues en algunos casos ya se han extinguido especies de tortugas –el famoso “lonesome George”– y de iguanas; así como se intentan erradicar especies invasoras. En general el dinero parece venir de Norteamérica, que ejerce así un patronazgo científico, añadido al puro darvinismo social y racial.

 

 

Octavo día (23 de mayo, martes)

 

Hoy, con Chanelle y Kathy hacia Las Grietas, un tanto decepcionantes después de otras visitas; también, salinas, con un fondo de color extraño, como salmón, o siena. Me niego a quedarme en la coqueta playa y las dejo disfrutando del calor para dirigirme hacia Playa Tortuga, en un delicioso paseo por el bosquecillo de calenias y manzanillo; maravillosa y abierta playa brava donde las tortugas no aparecen, pero azota el aire marino para deleite de pelícanos y albatros; las iguanas de mar, como ratas apiñadas en la costa; la playa mansa, imagen paradisíaca, pero sin Eva, sin tentación entonces. Por la noche ceno con Chanelle, que aparece elegante y atractiva, con su porte de reina africana de ojos gris verdoso. No fue muy feliz la velada, pues mi inglés apenas si cubre unas pocas horas, y su español es muy primario. También revoloteó por un instante el eros, pero enseguida se perdió.

 

Noveno día, 24 de mayo

 

Con Chanelle, alquilo unas bicicletas y nos vamos en taxi hacia Santa Rosa; allí iniciamos la ascensión hacia los túneles y los bosques de calenias, enormes socavones creados cuando la lava cede en algunos puntos.

 


Después, a visitar la granja de tortugas de Las Primicias; los enormes animales reposan en charcas y se sienten un tanto intimidados ante la presencia de los turistas. Su tiempo es el de otras eras interminables, cuando el rápido mamífero no existía. Aparte del hombre, la competencia –darwinista, verdaderamente– le vino de las cabras, creo recordar, que se comían sus plantas favoritas. Por último, nuevo túnel excavado por el agua en los torrentes de lava. Volvemos agotados, pero, en mi caso al menos, feliz y relajado, después de bañarme en el puerto. Dedico la tarde a escribir y a contactar con Alejandro, el shamán tsáchila. Por la noche, paseo de despedida por el puerto: los leones marinos reposan en los bancos para deleite de los turistas.

 

Ayer, día dedicado a viajar en un bus desde Guayaquil a Santo Domingo de los Colorados. El paisaje recorre toda la zona baja del país, aunque en algunos momentos se hacen presentes estribaciones de los Andes, y en otros se convierte en paisaje de suaves colinas.

 

Interminables campos de arroz, de banano y de caña se suceden, festoneados por garzas y, en algún momento, flamencos, así como lo que parecen gavilanes al acecho. En el paisaje de colinas, el lindo árbol del cacao. Se hace ya de noche cuando llego a Santo Domingo, con el paisaje humano degradado y lunfardo que suele rodear las estaciones: hoteles prostibularios, comedores infrahumanos, personajes de catadura escalofriante y de nuevo, después de mucho tiempo, las víctimas del basuco. Encuentro un sórdido hotel –me despistó su moderno aspecto exterior– apropiado para esas novelas de derrumbes psicológicos y expresionismo feroz que moldearon mis miedos juveniles. Un lugar para un crimen sin grandeza ni misterio. Ceno en el patio de comidas de la estación un mediocre sorgo frito y logro dormir unas horas. Por la mañana, hablo de nuevo con Alejandro y ya me dirijo en bus hacia Nuevo Israel; tras otro intento fracasado de contactar con el chauffer que Dorian me había recomendado, me lanzo a la aventura sin esperar ya más, hacia el Poblado de los Naranjos, en un paisaje de selva humanizado por las plantaciones de banano y cacao, de nuevo. Al fin, tras unos pocos de rodeos y preguntas, llego al poblado donde Alejandro me espera, en su tocado ceremonial: cabeza rapada con una cresta teñida del rojo de las semillas del achiote, rostro enmarcado por líneas negras, el torso desnudo, cubierto eso sí de collares y cintas multicolores, falda de franjas horizontales. Nos sentamos y me invita a probar el delicioso fruto del achotío. Me cuenta que soñó conmigo, y yo le preguntaba por la espiritualidad; también me dice que puede hacerme una limpia e iniciarme en la ayahuasca, en el conocimiento de plantas y rituales. Después del almuerzo me lleva a su plantación y derriba un árbol de banano “salvaje”, así lo llamó, y excava con su machete en el tronco para que mañana temprano Rosa –su mujer– y yo podamos beber el agua que se irá depositando en su interior, para una limpieza de colon. Me deja después jugando con los niños a la cuerda –monja, viuda, soltera, casada, cuántos hijos va a tener, un dos, tres…– y ya después en el río, los pequeños se bañan con una alegría y vitalidad contagiosa, mientras los mayores lavamos la ropa: Noselé, Diana, Tiago, Jimena, la mayor y más seria; el tiempo se detiene.

 

“El valle estaba allá con sus haciendas/ donde prendía el alba su reguero de gallos/ y al oeste la tierra donde ondeaba la caña/ de azúcar su pacífico banderín, y el cacao/ guardaba en un estuche su fortuna secreta,/ y ceñían, la piña su coraza de olor,/ la banana desnuda su túnica de seda”. Juan Carrara Andrade, Biografía para uso de los pájaros.

 

27 de mayo

 

Me levanto un tanto tarde para los usos del lugar, después de un sueño interrumpido por los gallos, a quien verdaderamente quisiera uno estrangular. Nuevos sueños en que la protagonista es M. y su grupo de amigos, ante quienes me encuentro verdaderamente extraño, con una mezcla de admiración y repugnancia. Sueño repetitivo que alude a mis temores a la soledad. También otro sueño más secreto, pero no logro recordarlo.

 

Alejandro realiza su tocado en mi presencia, mientras me cuenta la historia del color rojizo obtenido del achiote: salvó a su gente de perecer, después de una epidemia de fiebre amarilla, iluminación recibida por los chamanes.

 


También Rosa posa para mi cámara mientras realiza las labores de tejido de las bufandas tsáchilas. Todo es muy lindo y tranquilo. Alejandro se emperejila para ir a la iglesia –es católico– y charlo con Rosa y los niños que juegan o ayudan alrededor. Ayudo a Alejandro con los bananos, cargándolos en montón a la espera de ser transportados en camionetas, antes a lomos de caballos me cuenta. Después, pequeña siesta y melancolía. Invito a todos a un helado. Esta noche, pequeña fiesta familiar.

 

28 de mayo

 

El día se presenta muy lluvioso, lo que paraliza los preparativos para un día de fútbol en el lindo campo construido en los terrenos cedidos por mi anfitrión. Rosa nos sirve una sopa de pollo para ayudarnos a combatir los efectos de una cierta resaca. Pues ayer fuimos a una fiesta ofrecida por los hijos a Doña Evangelina, en el mes de las madres. La señora homenajeada presidía en una solitaria mesa la interminable perorata del presentador, ante el silencio y la presencia rígida de los invitados, sentados en bancos y sillas, mientras Claudio –hijo de mis anfitriones– intentaba animar a la gente con su tremendo equipo de música. Escena un tanto patético de un grupo de mariachis que cantaron canciones de amor a la madre y en un momento la dejaron ensombrerada al estilo mexicano, ante su estupefacción; la hija inició un discurso emocionado y por lo tanto torpe, pero dotado de un solemne leitmotiv: por una vez, decir el amor que siempre se calla. Poco a poco las parejas se animan, mientras bebemos cerveza y degustamos un pequeño ágape ofrecido por la familia de la homenajeada. Al final, la pista se llena y en un momento soy mencionado expresamente como don Rogelio, de Madrid, España, para que me dirija a la pista de baile; bailo con Rosa, que acepta encantada: es una incansable bailarina. La gente baila un ritmo que debe ser propio de su cultura con estribillos curiosos: “coca-cola no quieró, guisquicito bebo yo…”, dice una letra que sostiene el ritmo machacón; las parejas bailan tomadas de la mano y moviendo su cuerpo al ritmo pegadizo: no hay contacto, ni siquiera visual, como prevención para el coup de foudre quizá, ese deslumbramiento que señala la pasión. Pero todos parecen disfrutar: la cerveza va venciendo la impasibilidad y frialdad de la llegada. Ahora, a esperar que el tiempo mejore, o a beber y comer.

 

29 de mayo

 

Me acerqué a casa de Edwin, otro de los hijos de Alejandro y Rosa, para tener conexión telefónica con el mundo. Envié mensajes y recibí algunos; todo parece tranquilo. Volví caminando en compañía de una joven pareja argentina que va a pasar una temporada de voluntariado precisamente con mis anfitriones. Para terminar la velada, unas botellitas del pico rojo –aguardiente de caña con tapón de ese color–, en compañía de Alejandro y Guillermo, shamán también, gran conversador que nos contó su exorcismo con una mujer que había sido desahuciada; aunque su español era pintoresco –habló de los “triglicerdos”–, parecía hombre versado y Alejandro intentaba sonsacarle alguna fórmula o conocimiento. A mi anfitrión parecía preocuparle la inquina de la “envidia”, pues los shamanes son enemigos unos de otros. El hijo –Roberto– escanciaba cautelosamente el licor en un pequeño vaso, ante la impaciencia de Guillermo; sabiduría del más joven. Aparte de expresiones pintorescas –“hijo puta”, repetía constantemente con una voz aflautada–, era incansable conversador y bebedor; su hija, hermosísima.

 

Hoy, trabajando en las tierras, plantando una especie de banano que es el más apreciado en el mercado, los moscos me devoraban; dejé a los jóvenes y me vine  a refugiar bajo el mosquitero.

 

31 de mayo

 

Anteayer, ya por la tarde, el día mejoró y nos fuimos con los niños hacia un río que no conocía todavía. Vinieron con nosotros la nueva pareja argentina –Gonzalo y Cecilia– que viajan moviéndose de voluntariado en voluntariado, pues venían de ayudar a construir viviendas en Pedernales –costa del Pacífico–, donde un terremoto causó grandes daños hace ahora un año. El paseo fue muy agradable y el lugar un recodo de un río fuerte que ha sido preparado para los visitantes del fin de semana, con merenderos y demás. Los chicos disfrutaron, así como el incansable Juan, tan niño como ellos, y yo viendo su alegría y entrega al agua; a la vuelta, una camioneta nos quita camino y paramos para pedir en una casa conocida de los niños unos curiosos “ciruelos” que recuerdan el aspecto de los aguacates, pero de piel más clara y dura y el sabor del mango. (Antes, al pasar por “los muertos” –el cementerio–, terrible patetismo de la historia de Tiago y la muerte de su mejor amigo, víctima de una caída: “y cuando llegamos estaba la madre llorando porque su hijo había muerto; y ahora está allá, con los muertos”. ¿En el paraíso, te dijo tu abuelo? Quise suavizar la historia: “No sé, allá, y era mi mejor amigo”. Su rostro pareció nublarse y sus ojos brillaban; antes, nos hizo reír al preguntarle por qué llevaba una gorra grande: “Me llaman ojos de gato y no me gusta”. Recuerdo para una anécdota de la infancia de mi padre, pues también sus ojos eran de un verde irisado de azules, ese color de sulfuro de cobre que señala el poeta Velarde).

 

Por la noche, acepto la idea de una “limpia” que me había propuesto Alejandro y también que los chicos argentinos puedan verla. Tomé ayer algunas notas: ante un altar, presidido por una imagen muy tosca de un shamán famoso. Enciende dos velas que se reflejan en una esfera de vidrio; una salía de su centro y creaba un aura: ay, ay, decía; otra era mi amiga: se preocupa. Toma caña y la escupe sobre los variopintos objetos que se encuentran en el altar: creo reconocer una imagen de Buda, un busto de una divinidad andina, quizá, con aretes en las orejas, piedras filosas y multitud de frascos con sustancias diversas; algunas las restriega contra mis brazos y mi torso, para pasar a hacer la prueba de la rotura de un huevo, símbolo siempre de lo primordial: en el primero que abre, mi estructura psíquica: bueno, muy bueno, dice, el hilo que une con lo sagrado está firme, completo. Trabajo mucho, dice, bueno, fuerza. Cuando rompe el segundo, suciedad, incluso sangre; corresponde a mi estructura física: mi estómago no está bien. Colon, dice también. Comienza la limpia con un ramo de plantas silvestres que había recogido cerca de la casa; también, coloca una imagen como de diosa en mi frente; se cae y ya no aparece. No importa, afirma, y continuamos; el extraño suceso me preocupa. También usa piedras; de una de ellas hace un elogio: la trajo de una hermosa cascada. La hizo sonar con una esfera metálica. También, canto sin letra. Un par de veces, al principio de la limpia pregunta: Rogelio, ¿tiene frío o calor? Calor, contesté. Salí un tanto cariacontecido de la sesión: ¿La diosa me ha abandonado?

 

Al despertar, recuerdo un sueño: con mi hermano, A. María y tres colegas médicos con los que mi relación no era buena, o se deteriora rápidamente. A. María permanece neutral; mi hermano se me enfrenta, mencionando algo sobre olor corporal: le planto cara y se acobarda; mi madre estaba allí y parecía querer poner paz. El recuerdo del sueño aumenta mi melancolía y paso una mañana sin ganas de nada; no ayudo apenas en el trabajo y me refugio bajo el mosquitero. Por la tarde, me voy con Alejandro a Santo Domingo: algunas consideraciones suyas me animan, como un sol que saliera después de un día feo y triste, como efectivamente sucedió. A la vuelta, tras una reunión en el ayuntamiento, me sugiere un baño medicinal para hoy, y otra limpia; a su vez, le sugiero el uso de la ayahuasca y su respuesta es afirmativa: eres fuerte.

 

Por la noche, tras cenar un pescadito, charlo con Gonzalo y Cecilia (su relación es un tanto difícil: ella chispeante y atractiva; Gonzalo, depresivo y enamorado, en contraposición a la sintonía solar de la otra pareja, basada en un ritmo corporal, alegre). Les cuento cómo Alejandro debe enfrentarse a los espíritus de los muertos para que no sean dañinos; debe reconducirlos hacia el sol rojo. Mis antiguos miedos se hacen presentes.

 

Hoy Santiago me dice que descanse, mientras el va a por hierbas; me pide una muestra de orina.

 

3 de junio, Hotel L’auberge Inn, Quito

 

(No logro dormir, entre el terrible picor de mi piel, pasto de los mosquitos, y mi propia angustia. Me pareció que al despertar charlaba con mi padre; su presencia era tranquilizadora, pero todavía había sombras negras; yo te quería mucho, le decía en un momento).

 

Para terminar mi relación, reanudamos la limpia con el mismo protocolo, pero en medio del proceso surge un compromiso con algunos técnicos del municipio o cantón –me pareció– y lo corta abruptamente. (Antes, baño en la laguna “sagrada”, un lugar hermoso, pequeña cueva por la que corre un fino surtidor de agua; en el baño me rociaba con un agua en que había macerado hierbas y cortezas de arboles; me dijo que estaba gracioso de ver, cubierto de esa mezcla). Día gris y lluvioso: al atardecer me di un pequeño paseo hacia la escuela; al volver era ya de anochecida y veía brillar luciérnagas en la vegetación: para los tsáchilas son los duendes de los bosques, dañinos, traviesos. Al día siguiente, tiempo pesado y feo; tras acercarme de nuevo a la escuela para conectarme a la red –“la red está tendida, los peces saltan de gozo”– me dirijo hacia el puente donde Alejandro y Rosa reciben al prefecto del cantón, un mestizo que lleva los asuntos tsáchilas; había cierta animación, pues el hombre acarreaba un curioso séquito formado por técnicos que tomaban notas, chóferes, curiosos y algunos prohombres de la zona, como mis anfitriones. Rápidamente dio algunas ideas sobre la mejora de la vía y después oyó las explicaciones de Roberto Aguavil sobre las instalaciones de la Muru (la ballena que provocaba desastres a los tsáchilas, hasta que un sacerdote pudo exorcizarla). Toda la escena tenía un cierto aire burlesco y a la vez muy humano, como cuento de Chéjov.

 

Por la tarde, tras pedirme que me bañe, volvemos de nuevo a la cabaña. Me deja solo para pedir energía y fuerza a un personaje con aire un tanto ridículo, escultura de un señor trajeado en blanco y con un bigote un tanto chaplinesco; un sacerdote y un doctor, “muy sabio, uy, uy”, me dice cuando le pregunto de quien se trata. En la sesión de limpia, nuevo encuentro con las velas: ella se preocupa, me dice; tu vela está fuerte, no decae, no hay muerte ni enfermedad (va también de amanecida a observarla); de nuevo, el hilo que conecta con lo sagrado aparece cuando utiliza los huevos para analizar mi estado. Le gusta menos el que señala mis dolencias físicas, que apuntan a mi “aparato” digestivo: pequeña mancha ve a través de la esfera: negra, o mejor, oscura. Esta vez, utiliza mucho el tabaco; un cigarro puro con el que rocía de humo a las figuras del altar y también a mí mismo, a veces. También, los diferentes líquidos; me regaló un pequeño frasco que contiene una esencia favorable al amor y el dinero: “secreto”, me pide.

 

(Lectura sobre el mundo tsáchila que se me ha traspapelado en el maremágnum de traslados. Recuerdo el principal rasgo psicológico de esta cultura: deseo de evitar enfrentamientos.

 

En el trabajo de P. Chaumeil sobre el chamanismo de los yaguas amazónicos, el tabaco aparece como “camino de las almas, alimento de los espíritus”. Dos criaturas (mellizos) se aparecen al chamán cuando toma una de las bebidas iniciáticas, una decocción de piripiri con jugo de tabaco: “no temas, somos la madre del tabaco”. La madre del piripiri le da una pastilla blanca; deberá tomar cuatro y soñará cuatro veces. Aparece un demonio con cuernos, gigantesco: al soplarle el humo se calmó. La madre le da el don de la curación a cambio del tabaco.

 

Tercera toma: ayahuasca mezclada con jugo de tabaco y piripiri; después de los cantos para llamar a la madre de la ayahuasca y tras visones aterradoras aparece un hombre: es la madre; lo lleva en una escalera y atraviesan nubes: “Nadie ve si no sabe/ el que no sabe curar no puede ver”. En la cuarta toma, se añade toé a la mezcla, es la más potente: el chamán llega hasta la gente sin ano –mundo subterráneo– y hasta la mitad del cielo –la mitad del mundo–.

 

¿Quien transmite el saber? Desde la mitología: los mellizos míticos; para algunos sería el chamán primordial, “lo que dispensaría de la figura del iniciador”. Es un camino sin retorno, que le lleva al viaje chamánico, a la posesión por espíritus y a la posesión de otros cuerpos, en especial animales –jaguar, venado–. Recuerdo que Santiago me hablaba de su incapacidad para esa última transformación: su iniciación no llegaba tan lejos, lo que le situaría en el camino del curandero, pero quizá no de hechicero, ambivalencia que recorre toda la figura del chamán: puede ser peligroso, aunque siempre para los miembros de otro linaje.

 

Los colores: verde/azul, asimilados a los alucinógenos y transformaciones veloces, ligado al rapto de las almas. Negro y gris: desplazamiento lento, a excepción del tabaco, ligado a sortilegios, maleficios y muerte. Marrón: ambivalencia. Blanco y amarillo: curación, salud; supone la reincorporación de las almas. “Cuanto más oscuro sea el color de las madres en sus apariciones […] tanto más cargadas están de poder maléfico y a la inversa”. El proceso de filtración por otras culturas –característica de la chamánica– le da a la gasolina, por ejemplo, un color verde/azul, así como su olor circula por todos lo lugares del universo; su función es exclusivamente la quema de almas. Muchos estaríamos de acuerdo con esto último.

 

Cinco almas en el hombre, dos de ellas en vida, los “espíritus”, los dos principios que animan el cuerpo humano: el hunitu, movilidad, situado en la coronilla, y el humisétu, el entendimiento, situado en la pupila: ver es saber. Las verdaderas almas solo se manifiestan después de la muerte y están entre el pecho y el estómago: alma de día, de noche, y alma de mediodía o cénit. La primera se incorpora al mundo del cóndor, el alma de noche abandona la sepultura, lo que obliga a sus vecinos a cambiar de residencia (así, el alma de la abuela de Santiago les obligó a abandonar la casa familiar). El alma de mediodía, capaz de metamorfosis “en animales, sirenas, humanos”: su alimento, la sangre, así como el tabaco lo es para los “espíritus”, que también alientan después de la muerte.

 

Alucinógenos para ver la realidad mítica: ver es vivir. Esta práctica, su carácter activo, le da al chamanismo sudamericano su característica propia. Cuando el chámán ya es experto se sustituyen por el uso del tabaco. Ayudan a la experiencia visual que “debuta en un trance y se prolonga en un éxtasis” (cfr. Rouget). El desintegramiento del cuerpo y luego su reunificación significarían en términos psicoanalíticos la reunificación del yo.

 

Otra fuente de poder: los dardos mágicos, guardados en el estómago, formando un cinturón protector, así como las ropas mágicas, las piedras o pequeños trozos de vidrio, los cigarros, extraídos de diferentes vegetales. El humo de estos cigarros es la vía por la que se trasladan los espíritus, y su función es ambivalente, desde curar hasta matar. Los cantos: cada madre posee el suyo, por lo que pueden ser convocadas sin necesidad de alucinógenos y su secreto está en la modulación de la voz más que en su contenido.

 

Doctorado del chamán: cuando puede vomitar un dardo mágico. Última etapa: será sándatia, el que sabe.

 

¿Qué son? “Ante todo, cosmólogos”. Ligados a la anciana inmortal, única en atravesar el fuego que daba la inmortalidad a los hombres y que transmite el saber agrícola a los humanos (recuerdo para el mito mexica del dios buboso que se ofreció para iniciar el nuevo sol, frente al rico que solo lo hizo después: triunfo del valor frente a la acumulación, del mundo solar frente al subterráneo). Cuando los gemelos arrebatan el agua al abuelo: nacen el Amazonas –Nawa– y el mundo; el gran viaje primordial será siempre hacia el oeste, aguas arriba según el orden de nacimiento de cada pueblo, pues el mundo tiene forma de árbol y sus raíces se encuentran en el delta del gran río; recuerdo los grupos tupá-garaní que caminaban hacia el Perú y señalaron la existencia de El Dorado.

 

Hasta once niveles en el Universo, en tres partes; el mundo subterráneo, de la gente sin ano, gente de la tierra y del agua, como sirenas, parecidas a las clásicas, con su aspecto gallináceo y esposas de la gran anaconda. El mundo intermedio es la Tierra, no solo lugar de los humanos o animales, sino de seres invisibles como los tohamwo o el Noró, a quienes los cazadores deben pedir permiso para entrar en las zonas de caza. Mundo celestial, habitado en diversas capas por las sirenas, los cóndores, como el pájaro pescador o la avispa ronsaipa, loros… Debajo del medio cielo: la serpiente celeste (arco iris). En su mitad: rayo y trueno, lugar de seres que son preciosos auxiliares del chamán, como el “riúda”, principal espíritu de la caza, enemigo de las mujeres. El mundo de la luna: un joven que comete incesto con su hermana y huye al cielo; sus fases: habita en una casa de vidrio. El mundo del sol: hijo de la hermana incestuosa de la luna, también en una casa de cristal. Por último, el gran cielo y la tierra de los muertos, solo iluminado por el fuego celeste, anterior al solar, fuego de la inmortalidad, pero también de la destrucción. Los chamanes deben saber moverse por esos mundos para obtener ayudas, así en el lago celestial aprenderá el mecanismo de la lluvia, y a la vez a obtener el veneno celeste.

 

El chamanismo en la vida del grupo: la guerra como punto central de su mitología y pensamiento. ¿Ligado a la caza, como en los buriatos siberianos? Más bien a su carácter de intercambio, simbólico por tanto. Santiago Aguavil echaba de menos su etapa de cazador, antes de convertirse en campesino, y Rosa, su mujer, se queja de como ahora la vida es más aburrida, sin cambios, sin las continuas reuniones. Ahora cumple una función de equilibrio y cohesión étnica, nos dice Chaumeil. Los ritos propiciatorios para la madre de la tierra son dirigidos por el chamán, pero las relacionadas con las plantas cultivadas, por mujeres. Chamán y jefe: “caminan juntos”, pero este goza de una permanencia que aquél no posee, en razón de su carácter hereditario: el origen de poder es religioso y el carisma del chamán pasa al jefe.

 

Teoría de la enfermedad: bien presencia de un cuerpo extraño, bien “desposesión” de las instancias vitales, lo que conlleva técnicas de extracción o reincorporación. En este segundo caso, la curación no será completa hasta la neutralización de su autor. Carácter social de la enfermedad: concierne a todo el grupo. Se usa una farmacopea tradicional, pero puede convivir con el uso de una medicina de carácter occidental cuando aquella fracasa, lo que concuerda con la opinión de Santiago.

 

Ver, saber, poder…, los tres conceptos claves de la función chamánica; primero ver en los sueños, con ayuda de los alucinógenos; es el tiempo del ritual –ña–: Las cosas recuperan su apariencia inicial, a imagen de lo que son en la tierra de los grandes ancestros. Después, el saber, a través de los viajes chamánicos, y para adquirir poder; saber transmitido por las madres, activo, de intervención, así como el transmitido por el maestro lo es de resistencia).

 

En otros textos, estos sobre la cultura andina, concordancias extraordinarias, así en los bailes en que se imita al kywyu:

 

El kiwyu, que en Chancay traducen como francolina. Pero, en general, son humanizadas: bailan alrededor de un macho y cuando las cubre, caen como muertas. ¿Sentido? Cuando vuelven del mundo silvestre, los vasallos [jóvenes que traen el ganado desde las tierras altas] se disfrazan del animal de carácter más “humano”: intromisión del mundo humano en la naturaleza. También se asocian a la lluvia: mediación entre la tierra y el cielo, para que así pueda nacer la cultura, propia de los mitos sudamericanos. (Cfr. Strauss y las danzas de rengueo: “expresión en código anatómico de la periodicidad estacional”, para acortar una estación en provecho de otra. En De la miel a las cenizas, página 386).

 

Por la noche, ya después de la cena, charla con Santiago en compañía de Cecilia sobre la cueva habitada por un espíritu malo que había causado la muerte de algunos niños. Como debe vivir –y dormir– en soledad para que su trabajo de chaman mejore, lo que concuerda con las observaciones de Chaumeil. También, sobre la ayahuasca –que finalmente no quiso utilizar conmigo: puede hacer daño: “¡y llega un viento, un ruido grande, uuuh!”. Ayer por la mañana, despedida. Las niñas vinieron a verme a la cabaña, tan lindas y gentiles. Taxi hasta Nuevo Israel con Estalin, amigo de infancia de Alejandro, y perteneciente a otra etnia cuyo nombre no recuerdo. Después, a Santo Domingo y ya Quito, por un paisaje donde la selva va siendo sustituida por la montaña andina; se veían grandes cascadas, colas de caballo, a los lados de la carretera.

 

Compra de regalos, ¿entregaré todos? Esta tarde-noche, avión para España. Pienso en ocasiones perdidas, en que apenas he arañado la superficie de un modo de vida.

 

“La veille du départ, le voyageur regarde en arrière, c’est comme s’il perdait courage.”  Henri Michaux, de nuevo.

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