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Viaje y nada (encuentro y desencuentro con el poeta Ángel Campos Pámpano)

 

Recuerdo la casa de mi abuela aunque no recuerdo si era verano o invierno. Era, eso seguro, una ocasión especial, pues en mi familia nos juntamos lo estrictamente necesario: en verano por mi cumpleaños, en invierno por Navidad. Mi tío pequeño traía un regalo para mí, un pequeño libro naranja, El cielo casi, leí, Ángel Campos Pámpano. Mi tío pequeño se escabulló hacia la cocina sin que me diese tiempo de darle las gracias. Vi que escondía algo tras la espalda, otro libro. Lo seguí –“Eh, espera, ¿y ese otro?”- Se dio la vuelta. Extendí la mano. Un libro azul, La semilla en la nieve, leí, Ángel Campos Pámpano. Debía correr el año 2004 y yo iba o venía de cumplir 19 años.

 

En la comida hablamos de Ángel Campos Pámpano. Era amigo de mi tío pequeño, los dos daban clases en el Instituto Giner de los Ríos de Lisboa. Mi tío pequeño no quería regalarme La semilla en la nieve. Decía que era demasiado triste, demasiado duro para alguien joven como yo. Fuese como fuese, acabé por llevarme el libro.  

 

El cielo casi era un libro de tankas que había sacado la Editora Regional de Extremadura. Un libro a su mujer, a sus hijas, en el que los pequeños placeres intrascendentes se cargaban de una belleza inusitada y crecían de forma universal, abarcándonos a todos. Así, uno, descubre antes las tankas que los haikus. Ojo: en la España de principios de milenio hubo otro arrebato por los haikus y todo el mundo se dedicó a escribirlos. La moda del haiku es como un toro de lidia, se arranca y hasta que no lo matas no para y cada cierto tiempo (cada generación, cada 15 años) tiene sus arranques. Tanka: 5/7/5 7/7. Me puse a escribir tankas como loco, incitado por las de Ángel Campos Pámpano, algunas severas, otras juguetonas, algunas acercándose a la fórmula oriental, otras más españolas. Escribí tankas sin parar: tankas con aspiraciones olímpicas, tankas prosaicas sobre la vecina de enfrente, sobre las clases de fonética, tankas sobre el tiempo, tankas sobre la ciudad, primero Madrid y luego Granada. Incluso junté un breve poemario que titulé Retratos de ciudad, con el que quedé finalista de un premio de provincias. Ahora, releyendo las tankas de Ángel Campos Pámpano, las mías se me aparecen ridículas. Entrenamiento puro, pero uno no entrena sin una fuerza interior. En este caso la siento como una fuerza juguetona que me trasmitió El cielo casi y sus tankas. Esta a su hija Paula la recuerdo de memoria:

 

Para que juegues,

niña, para que juegues

cada mañana.

 

Para que juegues, Paula,

para que siempre juegues.


De El cielo casi (1999)

 

La semilla en la nieve está publicado en Pre-textos. Cuando empecé a leerlo solía mirar la portada y pensaba que tenía un azul que se parecía al invierno, que le sentaba perfecto aquel color azul hielo. Era un libro a su madre, un libro triste y frío a la muerte de su madre y sin embargo, ahora, al recordarlo, ahora que vivo en el norte y no lo tengo aquí conmigo y el frío me rodea, lo recuerdo con cierta calidez. Recuerdo que sus versos despojados me sorprendieron y pasé un tiempo intentando recrearlos. Versos sin comas ni puntos, un verso una idea, una pausa un cambio de verso, sin vueltas de tuercas, sin ironías, limpios; leerlos era como ver nevar, como salir de casa a pasear por el campo embarbechado tras una nevada, como respirar aire frío en una mañana pálida. Así empezaba el libro:

 

LA DIGNIDAD

 

Mientras pueda pensarte

no habrá olvido

 

todavía si llamas

acudo a ti

fluyo desde mi mano

a la mano que tiendes desvalida

y entro en tu abrazo

con el temor que engendra el miedo

 

pero voy en tu busca

acudo a ti ofreciéndome

como animal sediento

que hociquea en el barro

 

acudo a ti

asciendo a tu respiración

fragmentado rumor que es puro abismo

surco abierto en la roca

cauce seco

 

que oculta el agua

la misma que ahora yo

acerco hasta los labios agrietados

por mitigar apenas

la fiebre que humedece

la nítida blancura de las sábanas

 

acudo a ti

a tu recogimiento

a la untura que calma tus rodillas

a la pausa limpia de la voz

tuya

entrecortada

por ver si lo que un día dijiste

podrá ser dicho

de nuevo con la misma dignidad

 

porque tú bien lo sabes

hay palabras

que duran mucho más que la caída

 

por eso acudo a ti

a la tibieza de tu sangre

a la tersa piel que cubre tus piernas

acudo a ti

a la nada

retenido el aliento

de tu voz que me habla

hasta hacerse en mí

cierta

 

la palabra que dura

legible en su mudez

suspendida en los labios

y escribir con ella

mi biografía

 

sé que mientras pueda decirte

no habrá olvido

que del espacio de tu nombre

ha de brotar

abierta sus dos sílabas

la semilla en la nieve

 

de La semilla en la nieve (2004)

 

El tiempo pasó y si no me confundo debió de ser en el 2006 o el 2007 cuando mi tío pequeño me invitó a Lisboa para conocer a Ángel. Las fechas ahora se confunden y eso que apenas hace cinco años que pasó, pero no recuerdo bien si fue en primavera o fue en otoño. Sé que yo ya vivía en Granada donde estudiaba filología hispánica y que no fue un verano pues era durante el curso lectivo y no era invierno porque no hacía mucho frío. También recuerdo que estaba soltero. Propuse a M que me acompañase. M fue mi primer amor. Amor nunca realizado, quizá sí correspondido levemente en algún instante eterno de esos de los que está plagada la adolescencia, pero nunca realizado. Mi primera novia me dejó, con motivo, celosa de M. Luego ella se echó un novio al que dejó cuando yo empecé con P. Cuando lo mío con P se terminó ella estaba con J. Parecía imposible que nos encontrásemos en condiciones propicias. Ahora, por fin, cuando este viaje tenía lugar, acababa de dejarlo con J y todo parecía perfecto.

 

Afrontaba el viaje con dos ilusiones; poder compartir con M un fin de semana largo a solas, ver qué nos deparaba el asunto y encontrarme, por fin, con aquel poeta que había marcado los dos últimos años de mi vida. Recuerdo una tarde, después, sentado en el Parque del Príncipe en Granada tomando unas cervezas junto a dos amigas. Una de ellas comentó que estaba leyendo a Coetzee y que sus libros le habían tocado tanto que le gustaría poder viajar para conocer a la persona que los había escrito. Tomar un avión, un tren, cruzar los países que hiciese falta para llegar hasta Coetzee y estrecharle la mano a modo de agradecimiento. Ni siquiera mantener una conversación, hacer una entrevista. Simplemente viajar y encontrarlo y estrecharle la mano, decir gracias. Pensé entonces en aquel viaje a Lisboa junto a M para encontrarme con Ángel Campos Pámpano.

 

En 2005 durante un viaje por el sur de España y Portugal hasta el Cabo de San Vicente le regalé La ciudad blanca a mi amigo Jorge por su cumpleaños. Ahora yo me dirigía a esa ciudad blanca por donde Ángel paseaba y escribía aquellos poemas que yo releía y releía sin parar.

 

 4

 

Otoño en la ciudad. El viento enreda las hojas maduras de los plátanos. Los olores del día se pierden en el gris de las nubes; pero una luz lenta, casi de cal —que nunca podré decir cumplidamente—, humedece las ramas admirables del cedro del Busaco. Recuerdo el escenario y aquella tarde de finales de octubre leyendo a Montale junto al estanque de la Praça do Príncipe Real. Palmeras y palomas. El goce habitable y justo de unos versos suficientes. La memoria fu un genere letteraio / da quando non era nata la scrittura. 

 

De La ciudad blanca (1984-1987) 

 

M y yo pasamos un fin de semana extraño, engorroso, emborronado. Mi tío pequeño vivía en lo alto de la Rua das Flores tocando con la Praça Camoes. Recuerdo pasear por la ciudad, recuerdo recitar a Shakespeare, la escena del balcón, en el Castelo de São Jorge, recuerdo a mi tío pequeño preguntándome que qué pasaba con M y yo diciéndole que no me atosigase, recuerdo ir a cenar picanha, recuerdo arrimarme a M en la cama y ella apartarse de mí resoplando, recuerdo el B.leza, un club en un palacete abandonado lleno de negros bailando con viejas y cómo cuando entramos se volvieron locos al ver a una chica joven y me arrebataron a M, y que ella parecía disfrutar bailando con ellos, y que yo me puse muy celoso y monté un numerito; recuerdo una borrachera tremenda y M y yo tirados en un portal del Bairro Alto, fumados, abrazados. Fue, con respecto a M, y probablemente en mi vida, el momento que se materializa en mi cabeza al pensar en ‘oportunidad desaprovechada’. Quizá yo no estaba a la altura, quizá yo no sabía, ni sabré hacerlo nunca con ella; el fin de semana pasó y llegó el lunes, el día de ir a conocer a Ángel.  

 

Cogimos el tren que va a Cascáis y bajamos en Algés. Fuimos caminando por la ribera hacia Cruz Quebrada hasta que encontramos el Instituto Giner de los Ríos. Habíamos calculado para llegar un poco antes del recreo y poder tomar un café con mi tío pequeño y Ángel. Nos sentamos en el patio a esperar. Vi a mi tío pequeño impartiendo clase de historia tras la ventana, salieron los niños e invadieron el patio, salió mi tío para decirnos que Ángel no había venido hoy, que estaba enfermo, pachucho creo que fue la palabra que utilizó. Ahora pienso que quizá ya estaba aquejado del cáncer que lo mataría uno o dos años más tarde, aunque no recuerdo si mi tío pequeño mencionó este dato o no. Volvimos a la estación. Cogimos el tren y nos detuvimos en Belem, fuimos a tomar pastelitos, paseamos, nos sentamos a mirar el atardecer al borde del Tajo, ahora lo recuerdo y se me llena el cuerpo con la luz de aquel atardecer y entiendo cómo pudo sentirse Ángel Campos Pámpano al pasear por Lisboa.

 

LA NIEVE

 

sólo una vez viste la nieve

el blanco de la nieve su fulgor

 

una mañana juntos

en el umbral de casa

vino a posarse en las aceras

 

qué era ese frío

qué anunciaba

ya vestías de negro

y apareció la nieve

y te cegó los ojos

 

(yo había estado ya leyendo

entrada ya la noche al chileno

Nicanor Parra

quien cuenta en un poema

que el joven Pushkin

poco antes de morir

asesinado

en las afueras de San Petersburgo

nos dejó la semilla

enterrada en lo blanco

de las palabras con las que el poeta

se despedía de la vida

Empieza

a

caer

otro

poco

de

nieve)

 

enmudeciste

 

entre el azul y el blanco de ese día

en la mañana

sólo el negro de tu ropa ahí

en medio de la calle

 

apenas si podías inclinarte para

tocar la nieve

 

desconocías el secreto

de tanta luz agolpada a tu puerta

 

no sentías el frío

bajo tus pies sólo el crujir del blanco

su transparencia

 

eras feliz

 

me tomaste la mano sonriendo

de vuelta a casa

y tu mirada ardió tan luminosa

que hizo brotar de nuevo la semilla

la sangre

las palabras de Pushkin

cubiertas por la nieve.

 

De La semilla en la nieve (2004) 

 

M y yo regresamos en tren, viajamos durante toda la noche, íbamos en la peor clase. Yo no podía dormir así que abandoné a M y me dirigí a los vagones delanteros, encontré un sitio cómodo en primera y me senté a mirar el paisaje. Cruzábamos Extremadura y la luna derramaba una extraña claridad sobre las lomas. No me dormí. Pensé en aquel viaje extraño, quizá el más extraño de mi vida, lleno de fracasos y sin embargo o quizá por ello de una intensidad inusitada.

 

Un año o dos después Ángel moría. Recuerdo que estaba en Granada y que sentí cierto pánico y que llamé a mi tío pequeño que me habló con palabras parcas, poco generosas, quizá él, que era su amigo, mucho más afectado que yo. Pensé que jamás podría encontrarme con Ángel y pese a ello, aquel viaje se me presenta como un encuentro, como cada vez que cojo un libro suyo, o como ahora que escribo este artículo. He pedido que me manden al norte La vida de otro modo, sus obras completas que publicó Calambur justo antes de que muriese, para poder sentarme en el invierno a leerlo y escribir.

 

A veces sólo un gesto es suficiente

para salvar el día.


Y escribir tal vez es ese gesto

que prolonga el latido de los pulsos

hasta la sed secreta de los párpados.


Escribir tal vez sea extraviarse en el canto

más oscuro, en la memoria extrema

de la noche adentro, donde el hombre

ignora su derrota, las formas del cansancio,

el cuerpo del amor que ya no reconoce.


Escribir tal vez sea comparecer ante los otros

con los ojos más limpios, indefenso,

y vacías las manos, sin dispersar la voz,

respirar con sosiego bajo el agua.


No hay otro modo de mirar las cosas

sin perderlas del todo.

 

 

 

 

Ángel Talián (1985) es escritor. Recientemente ha publicado el poemario La vida, panorámica (Rialp, 2013). Su blog es La vida panorámica. En Twitter: @RojoTalian

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