El pasado 25 de diciembre murió Vic Chesnutt, a quién yo admiraba. Tenía 45 años. Me he enterado hoy, lento de mí. Cosas de la nebulosa navideña.
Chesnutt era un artista estremecedor y único. Un accidente de tráfico le dejó parapléjico a los 18 años. Cantaba y tocaba la guitarra desde una silla de ruedas. Toda su portentosa obra está marcada por su discapacidad, como no podría ser de otra forma. Sus letras, sus melodías, su voz, su inimitable sonido, su mezcla de fragilidad y fortaleza, su brillante sentido del humor.
Si no le conocen, les invito a hacerlo a través de la magnífica crónica del New York Times, y de su web personal –todavía hoy ajena a su muerte–, donde además pueden escuchar algunas canciones.
Si después de esto siguen interesados –o fascinados, como yo–, les invito a dos cosas más:
1. Ver esta hermosísima e intensa grabación, un mes antes de su muerte.
2. Hacer una donación en la web que ha creado su gran amiga Kristin Hersh, líder del grupo Throwing Muses, para ayudar a la familia a pagar una deuda de 50.000 dólares por medicamentos que no cubría la seguridad social.
El mismo día que murió Chesnutt, el Senado estadounidense aprobó la reforma sanitaria que él tanto esperaba.