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Sociedad del espectáculoLetrasVicios privados, destrozos públicos.

Vicios privados, destrozos públicos.

Bebé en una escalera agarrandose a una reja de seguridad

                                           Don Mason/ Corbis     

 

Los escritores norteamericanos son especialistas en el arte de alimentar expectativas. Dominan el aislamiento, el retiro espiritual y creativo tras publicar algún gran libro, y con cada vuelta a la publicación son capaces de levantar la esperanza de que, al fin, a una gran novela o libro de cuentos siga la gran novela americana, el gran libro de cuentos americano, la obra maestra que refrende las esperanzas puestas en aquella obra previa. Así, no es raro entre ellos la existencia de escritores que, de repente, desaparecen tras un gran éxito para -suponemos- concentrarse en su nueva obra, y la espera puede dilatarse durante años.

       Podrían ponerse numerosos ejemplos, pero basta recordar aquí el caso reciente de Junot Diaz, al que un libro de cuentos, Los boys, publicado en 1997, bastó para convertirlo en un nombre destacado, lo que fue refrendado diez años después, con el Pulitzer concedido a la magnética La maravillosa vida breve de Oscar Wao. Algo así es impensable en España. Al autor que tiene éxito -de crítica o de lectores, raramente ambas cosas van unidas en una primera obra- se le impulsa a publicar de nuevo con rapidez. Por el contrario, a aquel autor que prefiere espaciar sus libros, y elaborarlos reposada, artesanalmente, cuando viene a sacar un nuevo libro, ya ha sido olvidado.

       Muchas veces es el propio autor el que se presiona a sí mismo, en el primero de los casos mencionados, para continuar una senda que, de ser orillada, puede dejarle fuera de los circuitos de publicación apenas una nueva moda haga su aparición. En Estados Unidos se ven beneficiados -puede ser uno de los motivos- por la existencia de redes de revistas literarias en las que los escritores pueden ir dando a conocer sus relatos antes de pasar a un siguiente libro. Los relatos del primer libro de Junot Diaz habían sido previamente publicados en revistas. Se debate hoy mucho en aquel país sobre la posible decadencia del género del relato como abanderado de la ficción americana -las tiradas descienden, los libros no se venden, las revistas disminuyen, los suplementos desaparecen- pero a grandes rasgos esa infraestructura sigue existiendo para el escritor, le permite seguir estando ahí durante el tiempo en que decide desaparecer y concentrarse en una nueva obra. 

       Esta larga introducción viene a cuento porque Lorrie Moore, la para mí mejor escritora de relatos americana de la actualidad, sin competidores una vez muerto David Foster Wallace, nos ha hecho esperar once años desde que publicara el ya legendario Pájaros de América antes de dar a conocer un nuevo libro: la novela Al pie de la escalera (Seix-Barral). En esos once años su fama se ha extendido entre los amantes del cuento, hemos disfrutado y releído sus historias con amor contemplativo, hemos conocido sus otras novelas, hemos aprendido a adorar su técnica y sabiduría narrativa, hemos envidiado su cinismo enfundado con sarcasmo y vitriolo no exento de capacidad emocional. La hemos echado de menos, y víctima de esas expectativas tan enormes, su nuevo libro ha tenido por fuerza que defraudar a una gran parte de su legión de seguidores. Así, pese a que en Estados Unidos ha sido incluida por medios como The New York Times entre las cinco mejores obras de ficción del año pasado, al publicarse en España ha cosechado comentarios tibios y, en el mejor de los casos, decepcionados.

       ¿Qué esperábamos nosotros de Lorrie Moore? ¿Una novela que tuviese el tenso esplendor de sus mejores relatos? ¿Un análisis crítico de los Estados Unidos surgidos tras un 11-S que ha ensombrecido la década americana? ¿Precisión quirúrgica, perfección descriptiva, o posmodernismo valiente y cáustico?

       En Al pie de la escalera se narra, en primera persona, el despertar a la madurez de Tassie Keltjin, joven universitaria que se traslada de Dellacrosse, un pueblo agrícola, donde vive con sus padres y su hermano en una granja, a Troy, pequeña ciudad universitaria (trasunto de Madison, en Wisconsin, donde Moore da clases) en la que buscará un trabajo como cuidadora para pagar sus estudios. Allí entra en contacto con los Brink, una familia formada por la neurótica Sarah, propietaria de un restaurante y Edward, un calavera que nunca está en el momento de tomar decisiones, pero que a la postre es el motor generador de la tragedia que esconde la novela.

       Los Brink han decidido adoptar un bebé y Tassie se convertirá en su nanny. Así, el comienzo un tanto moroso de la novela nos obliga a acompañar a Tassie y a los Brink en diversos trámites adoptivos. Se hace un despliegue bastante duro de la adopción como un negocio en el que por medio de agencias se lleva a cabo un compadreo mercantil de niños que van y vienen. Las madres biológicas son mostradas por Lorrie Moore -madre adoptiva ella misma- con un patetismo que no impide el que nos identifiquemos con el desarraigo que les lleva a entregar sus hijos tras frías entrevistas en restaurantes de carretera con los aspirantes a padres adoptivos. De la mano de Tassie iremos conociendo el interior de esa casa, la relación frustrante entre los Brink, el acceso a sus secretos de alcoba, la implicación social que les lleva a acoger en casa un grupo de diálogo con padres de niños negros -encuentros narrados con chispeante pericia a través de los diálogos que oye Tassie desde la habitación en la planta alta en la que entretiene a los hijos de todos los liberales, con conversaciones cada vez más irónicas y dedicadas al coqueteo y menos comprometidas en la lucha contra la situación injusta que denuncian.

       Esta parte de la novela mostraría los vicios privados. Una clase alta que precisa de sirvientas para mantener su igualitarismo hipócrita. Tassie proviene de ese mundo rural, campesino, del que la clase a la que los Brink pertenece se surte para mantener su estatus. Hay numerosas alusiones, desde la cita de Villiers de L’Isle-Adam que encabeza el libro: «En lo que respecta a vivir; nuestros criados lo harán por nosotros», o a la serie Arriba y abajo, a esa condición vicaria y servil de Tassie. Es su peculiar posición la que nos permitirá conocer el mundo secreto de los Brink, los devaneos constantes de Edward, la frustración de Sarah y la tierna relación entre Tassie y Mary-Emma, la niña adoptada que recibe un nombre distinto según quien la llame -otro guiño a la reflexión que hay en la novela sobre el punto de vista, vital para sostener su entendimiento y no enemistarnos con la propuesta de Moore-. Parece incomprensible que un secreto tan largamente ocultado por los Brink sea contado de un modo tan chirriante a Tassie -aunque qué bien lo narra Moore en esa rememoración narrativa que va al pasado-. Aquí comienzan los problemas para Moore: cuando todo lo cuenta de maravilla pero no terminamos de entender por qué lo cuenta así.

       Y por otro lado estarían los destrozos públicos. La reflexión sobre un país atemorizado, que se ha metido en guerras inmediatas al 11-S como la de Afganistán. Guerras de castigo que perturban la esfera cotidiana de los personajes cotidianos, normales, comunes. Mientras, los Brink conducen sus vidas en los márgenes de la amoralidad, en busca de una redención que nunca llega: «Se dictó sentencia: una pena de cárcel que a ninguno de los dos les pareció lo suficientemente larga». Ajenos a la deriva política del país, la familia de Tassie se verá atacada por las alarmas guerreras. Esa parte de la historia está salpicada por la historia de Reynaldo, un brasileño al que Tassie conocerá, y que es la zona más débil de la novela. Se ve venir desde lejos y el personaje no está bien construido -aunque qué fascinante es esa imagen del momento en que Tassie le sorprende en la oscuridad, iluminado únicamente por el resplandor de la pantalla de su portátil (Moore da una visión bastante negativa del flujo de la información y sus usos a través de Internet). Los destrozos públicos alcanzarán finalmente a Tassie y desembocarán en una escena propia de la literatura de terror, y de recuerdo imborrable, a pesar de rozar lo inverosímil en todo momento.

       El problema de la novela -para los que han visto problemas en el libro- es el encaje desequilibrado de los vicios privados con los destrozos públicos. La llegada a la madurez de Tassie está contaminada por la aspereza terrible de los adultos, mostrándole un juego de mentiras con la que los jóvenes, a pesar de todo, no comulgan, pero esa aspereza también embadurna a Tassie (la separación de Mary-Emma, por ejemplo, resulta demasiado fría). Moore es así, dura, fría, implacable cuando quiere, musculada y fibrosa por elección, demasiado quirúrgica, aunque también emocional, creadora de cercanías con sus personajes -al contrario que un Foster Wallace, por ejemplo- y quizás, como diagnóstico, aquí está el problema que resume la novela. Al pie de la escalera, que desde su título juega con la idea de la redención y la vergüenza –A gate at the Stairs alude a la vergüenza pública de los americanos desde el Watergate. Sarah le dice a Tassie: «Eres demasiado joven. Seguro que ni siquiera sabes cómo es que la palabra gate pasó a ser sinónimo de vergüenza»- es una novela muy larga, que se demora en muchos pasajes, que logra la empatía con algunos personajes, con los mimbres de una novela de trama pero los modos del posmodernismo y que por lo tanto nos niega explicaciones, justificaciones, lógicas precisas. Novela llena de elipsis y huecos que no terminan de ensamblarse, es lo más cercana y emocional que puede llegar a ser una novela posmoderna y, por eso, quien además de sus inteligentes propuestas narrativas, de su manejo perfecto del lenguaje, de sus escalofriantes diagnósticos de las taras de la sociedad actual, quiera hallar una novela perfectamente construida, se decepcionará bastante. Ese tipo de novelas en las que todo parece, sólo parece, explicarse a la perfección -al tipo de Terrorista, de Updike- quizás, para bien y para mal, han pasado a la historia.

       Al pie de la escalera, en todo caso, seduce con su análisis de la paternidad y sobre todo la soledad juvenil. Ninguna escena me ha emocionado más que la visita final de Tassie al restaurante vacío, en la que la joven escenifica un rito de paso de una edad a otra, con el simple acto de comer sola, entre las sombras, de las que viene, y a las, como acaba descubriendo, también va. 

 


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