El final de ETA comenzará a acercarse con la progresiva desaparición de la extendida creencia en sus ideas nucleares. No bastará su desarme, mientras la banda y la población que aún la sostiene no acepten también desarmarse de sus prejuicios más falsos y peligrosos. Y mientras el resto de la sociedad vasca y sus principales instituciones no entablen asimismo debates abiertos sobre esas creencias que alimentan al nacionalismo terrorista y al moderado; o sea, mientras no cuestionen sus premisas teóricas y sus presuntos derechos. Al contrario, ETA habría vencido, si no militarmente sí ideológicamente, a través de la infección de buena parte de la sociedad vasca. Y los primeras damnificados serían las propias víctimas de ese terrorismo.
Un penoso malentendido
Hace varios años que dura una disputa soterrada todavía sin resolver. Los terroristas y la tropa abertzale que los respalda insisten en calificar a sus presos de “políticos” y que los contrarios olvidan las causas “políticas” del conflicto. Todos los demás –derecha, izquierda y asociaciones de víctimas– replican indignados que los etarras sólo son unos criminales y nada más. A mi entender aciertan los primeros, aunque por motivos espurios y con efectos opuestos a los buscados. Admitámoslo: la raíz y las metas de tantos crímenes y violaciones de derechos han sido políticos y, en concreto, secesionistas. Pero añadamos inmediatamente: eso no resta un ápice de gravedad a su calificación de asesinos ni a su pena carcelaria, sino, al revés, las agrava sin lugar a dudas. Desde el polo opuesto, el de sus víctimas, servirse de esa categoría de criminales políticos para designar a sus matadores y enmarcarse ellas a su vez en la de víctimas políticas descubriría su exacta naturaleza y les brindaría su argumento más poderoso.
A la base del malentendido se halla una confusión. El error lo induce el elogio que merecieron los presos políticos durante el régimen franquista, a quienes el apelativo de “políticos” disculpaba sus presuntos delitos e incluso les ennoblecía. En términos más generales, las convenciones legales y declaraciones internacionales reservan el nombre de “presos de conciencia” para quienes en su lucha no emplearon la violencia y acuñan la denominación de “presos políticos” para los encarcelados por combatir incluso con la fuerza regímenes abiertamente autoritarios. Ahora bien, los etarras son asesinos, pero no están presos por haber luchado contra una dictadura o defendido unos derechos cívicos vulnerados. Están presos por haberse enfrentado mediante el terror a un régimen democrático que dispone de cauces para sus reivindicaciones. De suerte que su ser asesinos no extirpa el carácter político de sus asesinatos, sino que este carácter los vuelve más asesinos todavía. Probablemente es su condición de asesinos la que parece chocar con la de políticos, pero si deben permanecer presos no es sólo por su trayectoria criminal, sino por haber sido unos criminales políticos. Y la mucha mayor gravedad de su delito y el merecimiento de una pena más severa se desprenden enseguida de sus marcadas diferencias respecto del crimen ordinario y los criminales comunes. Aquí van resumidas algunas:
a) Los asesinatos se cometen en nombre de muchos y con vistas a imponer a todos un proyecto político. Por eso mismo su real destinatario no es cada una de sus víctimas, sino el Gobierno al que coacciona con su crimen para que tuerza su política en la dirección que desea el asesino. En tanto que acción pública, el victimario no suele tener “nada personal” contra la víctima, al contrario que tantos crímenes comunes. Aquí el crimen terrorista golpea a muchos más que a sus víctimas y sus familiares, porque es un atentado contra un régimen democrático.
b) Por si fueran poco repulsivos, los crímenes etarras han sido respaldados, justificados o aplaudidos por bastantes. El daño causado tiene, pues, muchos más responsables indirectos que los criminales directos, si contamos también a los indiferentes o cuitados espectadores que lo han consentido en silencio durante tantos años. Ese mal nos afecta a todos, lo sepamos o no.
c) Sus víctimas han sido abatidas en nuestro lugar. La mayoría de ellas, porque tenían como encomienda representarnos en la esfera pública nacional o local, o proteger nuestra seguridad, y han caído cuando cumplían esa función de servidores del Estado y guardianes nuestros (sea cual fuere su opción partidaria). Y otros cuantos han resultado muertos simplemente por azar, el mismo azar que podía habernos “escogido” a nosotros. O bien porque muchos nos resguardamos del riesgo de ocupar el punto de mira del terrorista…, al tiempo que esos otros exponían su vida o al menos su tranquilidad. Si no fuera por todo ello, y de nuevo a diferencia de las víctimas y criminales comunes, ¿por qué habían de suscitar estas otras víctimas y estos forajidos tanta y tan larga atención por parte de la opinión y de los poderes públicos?
d) Sólo ellas, por tanto, imponen al Gobierno ciertos deberes directos de resarcimiento que no originan los asesinatos privados. Los gobiernos deben considerarlas como ciudadanos que perdieron su vida por causa y en defensa del Estado democrático o, lo que es igual, como personas a las que debe más que a nadie. Las víctimas son víctimas políticas, y eso aunque jamás hubieran querido serlo ni tuvieran la menor conciencia de su objetiva condición pública.
Algunas consecuencias
1. Existe, pues, una doble dimensión del asesinato político (terrorista): la privada y la pública. De ahí que también las víctimas y sus asociaciones, les guste o no, contengan esa doble dimensión. No cabe limitarlas a su faceta privada, lo que significa que esos muertos o heridos no pertenecen en exclusiva a su familia, sino también al Estado que era el objetivo definitivo del crimen. Tampoco deben pretender arrogarse la dirección de la política en esta materia, de la que son no obstante parte ineludible. En esta parcela de la acción gubernamental hay que reconocerles, eso sí, una autoridad moral y un protagonismo superiores a los de otros agentes públicos.
2. Por afectar a cada ciudadano, y en contraste con las víctimas de crímenes comunes, las políticas molestan hoy a demasiados. Molestan a sus agresores inmediatos o más lejanos, y a quienes se alegraron con sus sangrientos atentados o no se dolieron especialmente por ello, y a los nacionalistas porque compartían sus premisas ideológicas y a cuantos callaron por una cobardía que ahora les avergüenza. Es decir, pasada al parecer la época del miedo, estas víctimas incomodan a quienes –por distintos motivos– quieren olvidar y dar el problema por zanjado. A los agresores, que así confían en ver reducida su pena carcelaria y, a sus partidos afines, para disipar sospechas y mantener su peso político. A la mayoría de ciudadanos porque desean ante todo recuperar la tranquilidad, a otros muchos por requerir reanudar sus negocios sin sobresaltos. A los Gobiernos español y vasco, a fin de pasar una página turbia de su historia inmediata. Unos más que otros, todos ellos son de hecho adversarios de las víctimas; al menos objetivamente interesados en limitar su presencia pública y diluir sus reivindicaciones.
3. Pero las víctimas del terrorismo, por ser políticas, tienen una también una decisiva función pública que cumplir. Mirando al pasado, son un recordatorio de las diversas responsabilidades particulares contraídas con ellas en nuestra sociedad. Son por eso mismo sujetos titulares de una deuda inextinguible de la comunidad entera para con ellos, y no sólo de unos pocos malhechores. Han de enseñarnos que el relato dominante de la historia pasada no debe arrinconarlas. Ahora mismo no sólo les compete vigilar la suerte penitenciaria de los asesinos o exigir el cumplimiento suficiente de sus penas. Parece más crucial todavía impedir los beneficios públicos que los partidos abertzales obtienen hoy tras la suspensión temporal de unos crímenes que casi ninguno de sus miembros todavía ha condenado. Que sus metas no salgan favorecidas ni judicial, ni electoralmente ni de ninguna otra manera. Es decir, han de contribuir a que el cese de las hostilidades no se acompañe de contrapartidas políticas que traicionen el sacrificio de las víctimas primarias.
De cara al futuro, las víctimas del terrorismo –en tanto que víctimas políticas– nos dejan un encargo ineludible. Nos apremian a cultivar una educación pública que haga impensable el regreso de la barbarie. Eso exige una formación moral y democrática de las jóvenes generaciones que no sea sólo crítica del terrorismo, sino también de los dogmas del etnicismo nacionalista que le subyacen. Esta clase de víctimas nos recuerdan a cada momento que aún no se les ha hecho justicia y que sin ella no habrá paz digna de tal nombre. Se trata, en suma, de aprender la lección de que no debe construirse ni podría perdurar entre nosotros una paz social sobre los mismos supuestos que la envenenaron y la quebraron.