Si hay un ensayista y pensador francés al que sigo de cerca, desde casi sus inicios, desde los años noventa, ese es Georges Didi-Huberman. Seguirle es un decir porque llevaría mucho tiempo y dedicación leer todos y cada uno de sus libros. No los he contado pero muy seguramente lleva ya más de cuarenta publicados y no he leído más que un buen puñado de ellos. Algunas veces publica libros de gran extensión, otras veces son series de libros, por último están los ensayitos, bastante frecuentes, que no llegan a las cien páginas. Casi todos giran en torno al arte, teniendo muchas veces como telón de fondo el totalitarismo nazi y el genocidio perpetrado contra los judíos y otras poblaciones. Hay, evidentemente, motivos biográficos de primer orden en esta focalización puesto que una parte de su familia fue exterminada en Auschwitz.
En Écorces (2011), precisamente, ofrecerá un relato de su visita, atravesada de dificultades psicológicas y éticas, a ese campo de concentración y de exterminio. En Sortir du noir (2015), pocos años después, nos dará una lectura incisiva sobre el film El hijo de Saúl (Óscar a la mejor película extranjera en 2016), del cineasta húngaro László Nemes, en el que se nos relata la historia de un prisionero de un campo de exterminio cuyo móvil, aparentemente absurdo y condenado al fracaso, es enterrar a un niño muerto al que considera su hijo. Didi-Huberman explora, a mi modo de entender, no sólo en este librito, sino en otros muchos, la raíz invisible del acto ético y la manera como el arte puede hacerse cargo de él, mostrarlo, indicarlo, más bien, sin caer en el mensaje, la propaganda, el compromiso en su sentido banal, o el cuento hollywoodiense. No hay estética sin un hilo, por muy tenue que sea, de naturaleza ética, y ésta podría ser, en el fondo, la razón —se me antoja pensar—de que ya lo citase en alguna que otra ocasión en mi primer libro. Es precisamente en Sortir du noir en el que el francés se pregunta por dos cuestiones que van a estar en el centro de este tercer capítulo de mi serie “Los límites del exilio”: el testimonio y la huida. En efecto, el film de Nemes nos presenta a dos Sonderkommandos, (prisioneros a sueldo de los nazis cuya finalidad era colaborar en la “solución final”), que, en el fragor de la retirada alemana, preparan una insurrección contra los SS, igualmente condenada al fracaso, como el acto del protagonista. Uno de los dos le invita a prepararse ya para el combate. El otro le conmina antes a fotografiar el horror que han visto, que están viendo. Se trata de un relato ficticio, pero basado en las cuatro fotos, bien reales, que conservamos de agosto de 1944 del campo de Birkenau. Grabar, dejar huella, que no se olvide aquello…La segunda cuestión tiene que ver con la huida. El protagonista participa en este levantamiento, pero sin combatir pues su única obsesión “es huir con su “hijo””, dice Didi-Huberman. En realidad no huye —subraya el ensayista francés—sino que “se escapa de dentro” o se escapa adentro; es como aquel, así lo compara, que en plena tormenta se dirigiese al ojo del huracán.
Todo esto viene a cuenta del libro que Didi-Huberman acaba de publicar este año: Le témoin jusqu’au bout. Une lecture de Victor Klemperer (El testigo hasta el fin. Una lectura de Victor Klemperer). Si el anterior mencionado no contaba más que con 56 páginas éste es casi tres veces más extenso. Su “argumento” es, aparentemente, el de ser un comentario a los diarios (escritos entre 1933 y 1945) de este filólogo alemán y especialista de la literatura francesa del siglo XVIII, judío de origen, no practicante, que logró sobrevivir durante todo el régimen nazi, en Dresde, sin entrar en un campo de concentración o de exterminio, al estar casado con una alemana “aria”. Digo “aparentemente” porque Didi-Huberman parece comentar, muchas veces, una película, un cuadro, una obra, cuando en realidad consigue siempre encontrar una brecha, una cala, que le permita ir más allá del comentario, en dirección de una detección de las claves comprensivas del objeto estudiado.
El autor de Le témoin jusqu’au bout se detiene en primer lugar en la manera como Klemperer observa y analiza el lenguaje totalitario. No olvidemos que además de sus diarios, éste escribió LTI. La lengua del III Reich. Apuntes de un filólogo, (publicado por la editorial barcelonesa Minúscula), poco después de terminar la Segunda Guerra Mundial. Este extraordinario estudio filológico, entreverado de vivencias, lo elaboró sin pathos, pero de una manera contenidamente sensible. “Observa, estudia, graba”, dice el autor francés. Klemperer subrayaba en el totalitarismo la utilización sistemática de la hipérbole, lo que recuerda en cierto sentido a la lengua nacional-populista de hoy en día, de la repetición, hasta la náusea, de consignas. El resultado era una imaginación brutalizada y un lenguaje manchado. Didi-Huberman, por su parte, hace hincapié en que el filólogo dio testimonio no solo de lo que leía en libros y diarios, de lo que oía en la radio, en su entorno, sino también de sus propias emociones. Daba así testimonio de la ignominia y del impacto emocional que ello entrañaba. “Testimonia hasta el fin” —recordemos el título del ensayo— por encima de todo tipo de dificultades, materiales y emocionales. Quiere dar testimonio, dice el profesor alemán, “cueste lo que cueste”.
En segundo lugar, Didi-Huberman sigue con finura la experiencia vital de Klemperer y las múltiples humillaciones que padece y que van poco a poco estrechando el cerco de lo que es soportable, humanamente hablando. Como anota éste en 1942, no hay ni un solo día en que no se dicte una nueva disposición contra los judíos. Ya desde el 34 su editorial suspende todos los proyectos que tenía con el autor. El 13 de mayo de 1934 experimenta una “impresión aterradora”: no asiste ningún estudiante a su seminario, en la Universidad. Desde las “leyes” de Nuremberg de 1935 los judíos dejan de gozar de sus derechos civiles. En el 38 no pueden conducir coches. En el 40 les suprimen una parte de lo atribuido en la cartilla de racionamiento. Les prohíben a los judíos escuchar las radios extranjeras. Les añaden unos impuestos específicos. Les niegan el acceso a máquinas de escribir, al tabaco. Desde el 41 el “brazalete judío” se vuelve obligatorio. No pueden moverse sino en un reducido perímetro urbano. No pueden coger el bus. Se les confiscan todo tipo de aparatos ópticos, incluidas las cámaras de foto. En el 41 encarcelan a Klemperer durante un tiempo, le quitan las gafas y el cinturón. Luego lo recluyen, junto a su mujer, en una “casa” de judíos. Conforme la guerra avanza, no encuentra una mísera hoja de calendario para escribir. No encuentra cerillas. En la panadería de su barrio se niegan a venderle pan. La lista de humillaciones es inacabable. El miedo se instala de forma duradera, el asco y la vergüenza. La espera, también, una espera interminable. ¿Hasta cuándo así? Y lo que es peor: la indiferencia hacia todo y ante todo. El bombardeo de Almería, el 31 de mayo de 1937, por varios destructores alemanes le hace sentirse “apático”. Todo se desliza por encima de uno y lo insoportable se vuelve casi banal.
Klemperer no ceja, pese a todo. Sigue observando, sigue escribiendo, como puede. En una especie de estoicismo a prueba de fuego solo le queda perseverar, de un modo espinozista, en su magullado existir. Es un “querer indómito de testimoniar”, como dice bien Didi-Huberman. Este esfuerzo ímprobo de permanecer en Alemania, en estas condiciones, roza lo absurdo. ¿Para qué seguir padeciendo? Uno se puede preguntar, el mismo ensayista francés lo hace: ¿por qué no huyó? ¿Por qué no emigró, como tantos otros colegas suyos de la Universidad y del mundo cultural? ¿Qué le retenía en Alemania? ¿Qué sentido tenía vivir en esas condiciones? ¿Cómo es posible que no prefiriese el exilio? Para el autor de nuestro libro no hay asomo alguno de patriotismo en Klemperer. Es un cosmopolita para quien ser alemán es una evidencia y no una pertenencia exclusivista. No hay apego a su terruño. No tiene una necesidad imperiosa de escuchar alemán en las calles, un alemán, por cierto, envilecido en buena parte de sus compatriotas.
Hay también algo de “huida desde dentro” de la que hablaba en su librito sobre el film de Nemes. Es un guarecerse en una madriguera recóndita, íntima, manteniendo el hocico fuera. Para el propio filólogo alemán, es como sentirse “apátrida” en su propio país. ¿Cabría decir —propone Didi-Huberman, haciendo un juego de palabras— que el “hundirse” (s’enfouir) pudiese ser, precisamente, una manera de “escaparse” (s’enfuir)? ¿No serían sus diarios una suerte de cavidades subterráneas por las que exiliarse de su prisión vital? “Trepo por encima de mi lápiz para salir del infierno”, escribe de manera primorosa, y poética, Klemperer. La hoja de papel —y aquí Didi-Huberman parece inclinarse también sobre ella, abrazando por el hombro al erudito alemán, por encima de los tiempos— se va volviendo el espacio de libertad por el que se desliza su mente atribulada, al modo de una alfombra mágica, añade el francés. Y sentencia: “es paradójico que el deseo de testimoniar, en Klemperer, tenga que ver, regularmente, con momentos de fuga de la realidad”.
No sé si es tan paradójico, en el fondo. María Zambrano afirmó en varias ocasiones que ser exiliado era ser testigo, testigo de lo ocurrido en el pasado, testigo embarazoso porque nadie quiere acordarse de lo sucedido. Hoy en día el exiliado africano es testigo viviente de un conflicto negado por los propios europeos, hundido en el olvido mediático. Nadie quiere ya testigos. Este es nuestro drama. Klemperer quería dar un testimonio continuado, en directo, de lo presente, no de lo pasado, habiendo sido desterrado, excluido, civilmente hablando, en su propio país. Se dice que los exiliados huyen de la realidad. No, no huyen de ella, a decir verdad. A través de su memoria, de sus escritos, de sus obras, caminan pausadamente por los senderos subterráneos del trauma personal, del drama nacional que da razón, insensata, de su exilio.
¿Cabría, sostener, entonces, que el término “exilio interior” sigue siendo válido? Creo recordar que este término lo propuso, a inicios de los años 80, el hispanista norteamericano Paul Illie, en su libro Literatura y exilio interior. Confieso que cuando lo leí, hace ya bastantes años, me dejó perplejo, algo confuso y poco convencido de sus tesis, por mucho que me interesasen muchos de sus análisis. Para los que somos estudiosos del exilio republicano español, el término, a grandes líneas, no nos satisface, nos parece, de primeras, contradictorio. Nadie puede ser exiliado si no tiene que salir de su país. En el “ex” de exilio está el desgarro, la escisión, la exclusión, que es de primeras espacial, geográfica, lingüística, nacional, pero también emocional, vital, existencial. En el “ex” está el trauma, el trauma de ver peligrar su propia vida, de ver asesinados parientes y amigos, no solo en el exilio republicano español, sino en casi todos los exilios, de entrada en muchos de los actuales, como de ello dan fe los estudios, llenos de finura y humanidad, de la doctora Marie-Caroline Saglio-Yatzimirsky, en el hospital Avicenne, en Bobigny. Y nos parece contradictorio —decía— no porque deneguemos a los opositores o disidentes que se quedan en el país dictatorial una condición supuestamente excelsa, o heroica, la de ser exiliados, no porque consideremos que los sufrimientos y padecimientos a lo largo del tiempo sean mayores (¿desde qué punto de vista? ¿A qué escala?) en los que se van, sino porque dentro de los que se quedan las condiciones materiales, sociales, políticas, intelectuales, son muy variadas, situándose bastantes, que no todos, en una “resistencia silenciosa” que tiene mucho más de adaptación más o menos digna, o, a veces algo indigna, que de resistencia propiamente dicha. Seguro que en Rusia hay ahora muchos “resistentes” silenciosos… La adaptación acomodaticia, por muy digna que sea, no puede ser, bajo ningún concepto, exilio. Muchos de los intelectuales críticos durante el franquismo experimentaron en sus carnes la censura y algunos de ellos decidieron marcharse, como Juan Goytisolo. Hubo resistentes “no silenciosos”, por ejemplo, los ciento dos “abajo firmantes” de 1962 contra la represión franquista, en las cuencas mineras de Asturias. Todos tuvieron sus dimes y diretes con la policía, pero, hay que reconocerlo, nunca padecieron lo que padeció Klemperer. Bergamín fue expulsado. Esto fue seguramente de lo más grave. Otros escritores se fueron autoexiliando, como muchos novelistas sociales (Antonio Ferrés, Jesús López Pacheco), pero muchos de los firmantes se quedaron. Los que estuvieron mucho antes en la cárcel y pudieron salir tuvieron que marchar al exilio, como Marcos Ana. No hubo amenaza de muerte o de prisión en muchos de los “resistentes silenciosos”, ni siquiera en algunos de los que elevaron la voz firmando manifiestos antifranquistas. Probablemente sus conexiones familiares y laborales ayudaron en algo. Desde luego, no hubo una restricción severísima de sus derechos civiles, como es el caso de Klemperer. Abro un paréntesis: acabo de oír un testimonio de un sudanés en el que relata cómo eran perseguidos como perros en el monte Gurugú, cómo incluso se les negaba la compra de comida en las inmediaciones de Nador, aún teniendo dinero. No estamos tan lejos de la situación insoportable vivida por Klemperer. Cierro paréntesis.
Vemos, así pues, y me parece altamente significativo, que cuando se estrecha el cerco de lo humanamente soportable, cuando los derechos cívicos más elementales son erosionados al máximo, la palabra “apátrida”, las palabras “exilio” y “huida” vienen a las mientes de Didi-Huberman, como si el exilio sólo se pudiese concebir desde esta denegación de lo que nos hace humanos, incluso sin exclusión espacial, geográfica. Recordemos que para Arendt los exilios políticos del siglo XX eran novedosos con respecto a los del siglo pasado porque los derechos cívicos de los exiliados no podían recuperarlos nunca más. La posibilidad de vuelta dejaba de existir. Muchos alemanes, muchos rusos exiliados perdieron su nacionalidad, durante varias décadas. Ilie sostenía que el exilio interior dependía estrechamente de condicionantes psicológicos, los cuales —añado— son siempre difícilmente calibrables y evaluables. Este era el talón de Aquiles de sus análisis y del concepto que propuso. Muchos españoles podían sentirse ajenos al régimen franquista que los atenazaba, pero ¿hasta qué punto este alejamiento, esta “ajeneidad”, podía definir en cada caso un “exilio” interior? Cada cual buscaba siempre modos de componenda —mínimos, moderados, excesivos— con la realidad ambiente. Para un exiliado, al contrario, no había componendas. Estaba fuera. Es cierto que podía gozar de derechos ciudadanos del país de acogida, pero no de su propio país.
Los caminos del exilio son inescrutables, pero todos convergen en una severísima disminución de los derechos civiles, de aquello que nos hace humanos. Mientras los derechos humanos dependan de aquellos emanados de su propio país, la posibilidad del exilio seguirá existiendo.
Le Mans, a 2 de julio de 2022.