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El viaje a Minsk de Victoria Lomasko

Resistencia a la dictadura de Putin con un lápiz, por Isabel Navarro

Victoria Lomasko (Sérpujov, Unión Soviética, 1978) es una artista que lleva más de una década documentando lo que ve con un lápiz. Las pequeñas resistencias, las pequeñas historias, los pequeños gestos. Esa corriente invisible de ira o hastío que, a veces, cristaliza en turba o revolución y suele pillar por sorpresa a los medios de comunicación que deberían atreverse a reconocer lo obvio: que nunca estuvieron allí.

Con un lápiz o un rotulador, Lomasko practica ese extraño arte del que el periodismo parece haber abjurado: la presencia. Victoria pregunta. Escucha. Observa. No responde a jefes, a perchas ni a encargos. Se mueve por la curiosidad y se fía de su asombro.

Dibuja in situ ante los personajes a los que entrevista y ella misma sabe que si muchos de ellos se dejan retratar y le hablan con franqueza de su dolor, de su rabia o su vergüenza es porque su instrumento no es una cámara ni una grabadora. El lápiz no les resulta amenazante y a veces hasta la policía le ha abierto paso a un juzgado con la frase: “Que llega la artista”.

Dice que para ella es importante acabar sus composiciones en el lugar de la escena, “sintiendo el ritmo y la energía de los acontecimientos”. Lo suyo es “dibujo periodístico elaborado en vivo y en directo”. Otro género en un momento en que los géneros se diluyen en arenas movedizas y vasos comunicantes.

En su país no es a penas conocida, sus libros han sido escritos en ruso, pero nunca se han publicado allí y ese ninguneo ha supuesto para Lomasko hasta la guerra de Ucrania una ventaja que le ha permitido ir a su aire y eludir la censura.

Otras Rusias, su anterior trabajo, fue publicado en diez idiomas (incluidos el finlandés y el catalán) y en 2021 el diario británico The Guardian consideró que era uno de los cinco títulos indispensables para entender la Rusia contemporánea.

¿La razón? En esta colección de reportajes gráficos que desarrolló entre 2008 y 2016, la artista visitaba escuelas remotas donde los niños nunca habían oído hablar de Moscú; participaba en un festival de cine LGTBI, enseñaba a los adolescentes presos de un reformatorio a dibujar, hablaba con los supervivientes de una red de esclavitud que había tenido como epicentro un supermercado y asistía a una protesta tras otra trazando un retrato ferozmente crítico con el poder, pero también compasivo con todo aquel que tuviese una historia que contar.

Con un estilo cercano a de los “diarios de gulag”, de dibujos expresivos y abocetados, dividió aquel libro en dos mitades: ‘Invisibles’ y ‘Airados’. Y en la página 40 dibujó a una anciana apoyada en un garrote y un carro de la compra con una pregunta que hacía de ella tan invisible o airada: “¿Dónde puedo encontrar un kalashnikov para matar a Putin?”.

La última artista soviética, el libro recientemente publicado por la editorial Godall y premiado por el Pen Català con el premio Voz Libre (Voz Lliure), fue planteado como Lomasko como una continuación de Otras Rusias que ampliaba el radio de acción de su curiosidad hacia los quince países que formaban la extinta Unión Soviética. “Lo decidí así en parte –explica la autora en el prólogo– como una manera de huir de Moscú, donde la censura y la represión habían vuelto cada vez más peligroso trabajar con temas sociales. Pero también porque como persona nacida y crecida en la URSS me interesaba buscar rastros del imperio soviético para analizarlos y entender qué había unido a nuestros pueblos en el pasado, en qué se habían convertido ahora esos vínculos y si hay algún tipo de futuro postsoviético común”. Un concepto que ella usa, pero al mismo tiempo entrecomilla e insiste en matizar porque “tratarles como si fueran lo mismo es una aproximación colonialista, ya que cada país es completamente distinto y también su vínculo con la herencia comunista”. Una actitud que va del rechazo absoluto en Georgia a la sorpresa que se llevó en la capital de Kirguistán, en Osh, donde encontró todavía estatuas de Lenin y un anciano le explicó que “la mayoría de los fundamentos del Partido Comunista están tomados del Corán” (sic).

Como en Otras Rusias, Lomasko pone en primer plano iniciativas cívicas inesperadas, muchas de ellas protagonizadas por mujeres jóvenes; y presta especial atención a los cambios de roles y a la tensión constante entre secularización y religión.

Pero más allá de la crónica de viajes impresionista, que tiene el mérito de hacernos mirar hacia países de Asia Central de los que no solemos ser conscientes ni saber situar en los mapas, uno de los aspectos más interesantes de La última artista soviética es que el proyecto inicial de la autora quedó truncado por la pandemia de Covid, por lo que no pudo continuar sus viajes.

Su confinamiento en lo que ella llama “la isla de Moscú” acaba tornando el dibujo más experimental y el discurso más reflexivo. Un cambio de rumbo que hace del libro algo más vivo e imprevisible, haciendo de sus incoherencias también sus fortalezas.

La mirada de Lomasko es frontal y al mismo tiempo renuente. Y cuanto mayor es la opresión del régimen putinista (que el corrector insiste en convertir en pugilista), más nos permite escuchar su propia voz y mayor es su deseo de adentrarse en un lenguaje que beba de su propio universo simbólico y no de una realidad social y política que le resulta decepcionante.

Victoria Lomasko no quiere ser una artista política, nos dice al final del libro. Está cansada. Quiere ser y hacer otra cosa. Pero el flujo de la Historia la arrastra, al igual que a sus propios personajes en una de las ilustraciones más hermosas y surrealistas del libro. “Llamé a amigos y conocidos –escribe como pie a la ilustración de unos manifestantes que vuelan con alas de mariposa, atraídos por un fuego que está a punto de quemarles–. Todos sentían la energía de los grandes eventos emergentes, y esta energía nos atrajo como la luz a las polillas. Muchos fueron no porque quisieran salvar a Navalny, sino porque no lo podían evitar: los procesos históricos comenzaban a arrastrar a las personas con ellos”.

El 5 de marzo, apenas 20 días después del comienzo de la guerra y un mes y medio después de haber mandado a su editorial española los archivos de La última artista soviética, Victoria Lomasko cogió a su gato y una pequeña maleta y huyó a Bishkek, en Kirguistán, y desde allí voló a Bruselas.

Mientras la guerra avanza en Ucrania, la democracia se ahoga en Rusia. Los disidentes que han tenido oportunidad de salir del país, como Victoria, ya no están, y muchos de los que se han quedado practican la autocensura y el aterrado silencio del exilio interior.

Lo quiera o no, y aunque haya ejercido el papel de la denuncia sin tener realmente esa vocación, desde su salida de Rusia lo que escucha ya no es “que llega la artista” sino la disidente. Y le duele. Se siente arrastrada por el proceso histórico, pero, al fin y al cabo, no es la única: ¿quién puede elegir su fanfarria?

 

La última artista soviética, el último libro de Victoria Lomasko, la publica la editorial Godall, con traducción de Ernesto Hernández Busto.

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