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AcordeónLa estrella vespertina. Memoria contra el coronavirusVictoriano Campos Morro, tenía unas manos privilegiadas

Victoriano Campos Morro, tenía unas manos privilegiadas

(San Vicente de Alcántara, Madrid. Sillero, murió a los 94 años el 16 de marzo). Victoriano Campos Morro tenía unas manos privilegiadas de las que vivió siempre; fue sillero, y llegó a fabricarse su propio torno en casa. Vivía solo a los 94 años y se encontraba tan bien que no faltaba a su cita de Nochevieja con otros amigos para ir a disfrutarla a otras ciudades, porque le encantaba viajar. En los últimos tiempos se hizo un chaleco para él y un baúl de mimbre que regaló a su nieta, Laura Campos. Ella y su hermano Miguel Ángel hablan de él con emoción. Nació en San Vicente de Alcántara, Badajoz, y allí se casó con su mujer Celestina; tuvo con ella tres hijos, que le dieron ocho nietos. La familia se vino a Madrid, donde vivió en Atocha, pero se instaló definitivamente en Alcorcón. Vivió de niño una guerra civil, tuvo de anciano un cáncer durísimo de estómago y luego un ictus. Lo superó todo, también la muerte de su esposa hace muchos años. “Era duro, muy duro, fuerte”, recuerda su nieta Laura. El sábado 7 de marzo entró en Urgencias en el Hospital Universitario Fundación de Alcorcón por una infección bacteriana y allí se contagió de coronavirus. Su nieta lo llamaba llorando y él imploraba a las enfermeras: “Por favor, yo me quiero despedir de mis hijos, de mis nietos; si no vienen, sedadme ya”. El sábado 14, de forma excepcional, Laura y su padre se pusieron unos trajes especiales y entraron en la habitación de Victoriano. Les dijeron que serían los últimos en España en poder despedirse de un familiar. Fue el sábado al mediodía. Hablaron y hablaron. Laura recuerda lo que respondió su abuelo cuando le contó cómo estaba el país ahí fuera, y cómo estaba el mundo entero. “La que nos ha caído”, dijo. Se hizo de día, era domingo. “Nos teníamos que marchar. Los trajes duran lo que duran, pierden eficacia. Le dijimos que nos teníamos que ir. Le contamos cómo estaba España, toda la gente confinada, con falta de material, y que se necesitaban los trajes para curar a otros abuelitos”. De repente una vida de fuerza y estoicismo se derrumbó en sus últimas horas. No quería que lo dejasen, no quería morir solo. “Fue la única vez en mi vida que le escuché una queja: ‘Qué malito estoy’, dijo”. Manuel Jabois. Gracias al diario El País.

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