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ArpaVida de Arcadio. La izquierda y el terrorismo

Vida de Arcadio. La izquierda y el terrorismo

Una foto de Ramón en Caprarola lo muestra leyendo un ejemplar de Lotta Continua, el periódico del brazo político de las Brigadas Rojas. En la portada aparece el nombre de Franco Piperno, que estaba exiliado en Francia por complicidad con el terrorismo. Hacía poco que Piperno había utilizado la expresión poder geométrico para describir la acción asesina de las Brigadas Rojas contra Aldo Moro y sus cinco escoltas, del 16 de marzo de 1978. Con los años, Piperno se especializaría en estas geometrías. El décimo aniversario de la destrucción de las Torres Gemelas lo conmemoró escribiendo que la matanza había sido “un evento de belleza sublime”. El asesinato de Moro y sus importantes consecuencias políticas surgían a cada paso en los debates del campo. Tú estabas en el buen lugar, que no era el de los que de un modo más o menos retorcido – nunca explícito– justificaban el terrorismo. Aunque es verdad que distinguías entre víctimas. Cuando tu madre, que en la casa era siempre la primera en enterarse, te daba la noticia de un nuevo asesinato, solías preguntarle: “¿Civil o militar?”.

La pregunta estaba en el ambiente, diría un periodista. En todo lo que leías el terrorismo concitaba demasiadas explicaciones. Sobre todo en lo más prestigioso. Hay muchos números de la revista Triunfo en tu cuarto. Algunos cuidadosamente encuadernados, que te llevaste de modo algo salvaje de Reporter para cobrarte parte de lo que te debían. Los hallazgos son cruentos. Cuando el periodista Manuel Campo Vidal quiso explicar los motivos por los que una banda terrorista catalana adosó una bomba en el pecho del industrial José María Bultó hizo comparecer en su crónica a un supuesto industrial catalán que lo explicó con gran clarividencia: “Bultó era el símbolo de un estilo decadente de cierta burguesía, un estilo que podía pasar por una vertiente de vida alegre y champán francés”.

La burguesía decadente era un topos de catón marxista. Su función era subrayar que yendo cuesta abajo en la rodada qué importaba el empujón definitivo hasta el más allá. El llamado humorismo también se ocupaba del asunto. Una viñeta del célebre carpetovetónico Forges resumía ese particular criterio español del género: el humor casi siempre sobre las víctimas, jamás sobre los verdugos. O sea, el reverso de Charlie Hebdo, que tú conociste con el nombre de HaraKiri, aquella revista tan satírica en la que una de sus propagandas animaba al lector a birlarla –“Si no puedes comprarla, róbala”–, inspirando seguramente tu actividad cleptómana en kioscos y librerías.

Le decía una de las viejecitas de Forges a otra: “Misterio 327: Continúa el desmontaje de los grupos terroristas: varios detenidos en la Bolsa madrileña”. Y le contestaba la otra: “Ahí te quería yo ver, escopeta… con los enteros recortados”. Mientras tanto, al otro lado de la viñeta, aparecía un burgués con un auricular de teléfono a cada lado de la cabeza. Su esposa hablaba por otro y decía: “En este momento no se puede poner: está amenazándose anónimamente. Pelotazo Jumilla, sí”. Pero fuera de las viñetas había también mucho oh, là, là:

El terrorismo –ha dicho Nicolás Sartorius en una de las intervenciones más aplaudidas del IX Congreso del Pce– es un defecto estructural del monopolismo capitalista y un medio de este para retener en sí mismo el poder que las masas están alcanzando por la vía de la democratización política y económica.

El “defecto estructural” era de aquel aristócrata Sartorius, tu Berlinguer manqué, y la prosa que lo evocaba en Triunfo la de Eduardo Haro Tecglen. Este último también tenía sus propias ideas sobre el asunto:

No es lícito considerar a los terroristas simplemente como unos forajidos o como unos locos. Son frutos de una sociedad. […] Un ser que arriesga su vida o que se elimina a sí mismo, como hacen los palestinos o como podrían haber hecho los del grupo Baader, nunca es un ser simplemente despreciable. Es alguien cuyo comportamiento hay que analizar para saber en qué ha fallado la civilización de la que ha brotado.

Fernando Savater escribió con treinta y cuatro años un artículo sobre el txistu y el terrorismo en el que distinguía entre terroristas y delincuentes. Y en el que además hacía profecías: “Ya verán ustedes cómo el aceite de colza hace más víctimas que Eta en toda su historia”.

Aunque lo peor de la profecía era su moral, también falló técnicamente. Eta llegó a matar a 853 personas y el aceite de colza, a 330.

Y, por supuesto, Manuel Vázquez Montalbán. A propósito de los asesinatos de Bultó y Joaquín Viola –este último exalcalde de Barcelona–, escribió una crónica titulada ‘Si el terrorismo no existiera habría que inventarlo’. La crónica es de tal bajeza moral y estilística que sacar de ese pozo un párrafo supone un esfuerzo fuera de mi alcance. Solo la cito porque tu maestro y uno de los dos periodistas que avalaron tu ingreso en el Psuc resumía con ella, casi sin salirse del título, la mirada de la izquierda sobre el terrorismo. Lo primero y fundamental es que los ojos no se detengan sobre el cadáver. Sorprende, porque la escena es siempre aparatosa. Tomemos la del baño donde el infortunado Viola quiso deshacerse de la bomba grapada a su pecho. Cuando estalla, lo difícil es elegir dónde no mirar. Sesos, miembros, vísceras, sangre, líquidos y sólidos de lo que fue un hombre, están esparcidos en el suelo y resbalan lentamente por las paredes. Parece imposible no echar cuenta, pero hay quien lo consigue. Una de las degeneraciones técnicas del periodismo ayuda lo suyo: a las pocas horas de que la bomba haya estallado, el hecho le parece ya demasiado sobado y se dispone al examen de las consecuencias. A la evaporación definitiva del guiso de vísceras contribuye una molesta cuestión ideológica. Por más que la izquierda establecida condene el acto terrorista, sus autores se reclaman ideológicamente de la izquierda y participan de sus objetivos y de su fraseología.

La excepción al método es que el terrorista mate en nombre de la extrema derecha, como así fue en los asesinatos de Atocha, de Arturo Ruiz o de Yolanda González. En tal caso el periodismo describe los detalles y muestra un limitado interés por las consecuencias. Y también por las causas. Ninguna crónica sobre el asesinato de un izquierdista habría tenido la capacidad de reproducir simétricamente los argumentos que daba Campo Vidal, a través de persona interpuesta, para explicar la elección de Bultó como víctima: o sea, lo que le gustaban al explotador explotado el champán y las mujeres. Así pues, solo hay una manera honrada de describir la acción terrorista: que la extrema derecha sea la autora del crimen.

Como he sacado fuerzas de flaqueza, voy a reproducir algo de la crónica de tu maestro Montalbán. Su intención principal, por no decir la única, era sembrar dudas sobre la atribución de la autoría a los cuatro terroristas que finalmente serían condenados: “Uno de ellos protege su identidad con un pasamontañas, pero en un momento determinado se lo quita. ¿Por qué? Debía tener calor. Sin duda, en el piso del matrimonio Viola funcionaba la calefacción a todo taco”.

Espero que vieras, muchachito –que también pasaste algo de frío–, la obscenidad coloquial del “a todo taco”. Ahora ya están muertos los dos, pero mientras vivieron, joder, cómo gastaban en calefacción. Despejado el camino de cualquier sentimiento inoportuno ya se puede ir a lo esencial. El terrorismo beneficia a la derecha. A juicio de la izquierda, tal beneficio es más peligroso que los cadáveres consumados. El periodismo de la Transición concentró sus energías en la reacción que podían tener el Ejército y la extrema derecha ante los asesinatos de Eta. Su empeño tuvo éxito. Entre 1976 y 1982 el terrorismo vasco mató a 496 personas. El Ejército, a ninguna. Y la extrema derecha, a 62. Todo ello, sin duda, por la imprescindible concentración de energías.

El paso siguiente, como documenta el artículo de tu maestro, era incluso más fácil de dar. Se justificaba en el cui prodest, una perniciosa falacia que la obsesiva búsqueda de culpables de los periódicos utiliza con impunidad. Si ya estaba claro que el terrorismo beneficiaba a la extrema derecha, cómo no tomar impulso y declarar que la extrema derecha era la autora. Entre los gritos más populares que coreabais estaba aquel “Vosotros, fascistas, sois los terroristas”. Su sentido era difuso, aunque siempre pretendía relativizar el mal de los terroristas verdaderos y endosarlo a los terroristas metafóricos del Gobierno. El grito tenía una especial intención persuasiva: el terrorismo es una estrategia fascista o, dicho al modo aristocrático, un defecto estructural del monopolismo capitalista. Tu maestro expresaba la intención en el artículo con su habitual desparpajo. Consideraba que en Cataluña toda forma de terrorismo era importada, y que los asesinatos de Bultó y Viola habían sido diseñados en algún laboratorio clandestino de los enemigos de la democracia y el catalanismo. Tu maestro no especificaba, a diferencia de lo que solía, si entre los diseñadores estaba Henry Kissinger. Al blindaje moral de la izquierda sumaba el de la comunidad catalana. No podía haber un terrorismo catalán. Como Pujol, según escribiría en los días de Banca Catalana, no podía ser un ladrón. Pero tanto los asesinos como el ladrón acabarían confesando.

Si esas dos estrategias no funcionaban, si quedaba demostrado que militantes inequívocamente izquierdistas y nacionalistas habían volado el pecho o la cabeza de cualquiera, les quedaba un último y desesperado recurso, que era el de llamar fascistas a los terroristas. Aparentemente era la reacción más violenta y descalificadora que podía tener un hombre de izquierdas. Después de fascistas no hay nada que añadir. Pero solo se trataba de un intento de segregación profiláctica: apartar a los terroristas del sagrado cáliz de la izquierda. Empeño inútil: el terrorismo de Eta y de sus epígonos catalanes siempre mató en nombre de la nación y de la sociedad sin clases.

Escribo con la ironía desdeñosa de Vázquez Montalbán, tu maestro, y no debería. Le tuviste afecto y respeto y aprendiste de él. Marxismo, apenas: no era su fuerte. Pero sí preparar una escritura periodística como si fuera una ensalada César: Gramsci, Conchita Piquer, Torcuato Fernández-Miranda, T. S. Eliot, Albariño de Fefiñanes, todo al gusto y convenientemente ahumado por un Robusto. Él fue el pionero en España de la escritura pop. Destacaban en ella las novedades de un subido cromatismo y una igualación cultural posmoderna, aunque bien es verdad que esta última ya estaba en Cambalache, que es de los años treinta. El patchwork le salía casi siempre natural, lo que le distinguía de Umbral, en cuya escritura el pop solo era afeite. En noviembre de 1978 le hiciste una larga entrevista. Fue en el Velódromo, uno de tus bares, especialmente agradable por las mañanas. Se disculpó por el retraso: el funicular de Vallvidrera había tenido algún problema. La conversación tuvo un momento de interés:
—En otro artículo reciente te preguntabas si contra Franco estábamos mejor.

—Lo que circulaba, como eslogan de la derecha, era que con Franco vivíamos mejor. Entonces, la actitud moral, sentimental y estética de la izquierda era si quizá contra Franco vivíamos mejor. Yo me lo preguntaba en el artículo y concluía que contra Franco no habíamos estado mejor, porque contra Franco había problemas de organización mínimos, derivados de la ausencia de libertades, o sea, que en el fondo la filosofía que respaldaba el artículo era muy convencional.

El artículo no era reciente, sino del mes de mayo. Se titulaba, en efecto, ‘¿Contra Franco vivíamos mejor?’. Y fue un artículo célebre, porque, aunque tergiversando la intención del autor, dio origen a una frase sobre la Transición que aún hoy se sigue estupideando a modo de lugar común. En el artículo había una palabra clave: desencanto. La historia asociada a esta palabra describe con qué absurdos materiales va tejiéndose la trama de los días, y con cuánta desconfianza debe observarse el pasado. El desencanto fue el título de la película de Jaime Chávarri sobre la familia del poeta Leopoldo Panero, que se estrenó en septiembre de 1976. El absurdo arrancaba de allí mismo. Chávarri no sabía cómo titularla hasta que un día le llegó la palabra desencanto, probablemente con el aire de un recuerdo. Aquella canción de Chicho Sánchez Ferlosio:

Ay, qué desencanto
si me borrara el viento
lo que yo canto.

Le gustaba tanto la palabra que la introdujo en el diálogo con la esposa de Panero, Felicidad Blanc. Y tuvo que empeorar el asunto el que ella diera acuse de recibo y lo desengañara: “¿Desencanto? Yo no he vivido nunca encantada”. Pero Chávarri no se arredró y mantuvo una palabra que nada decía de la película y cuya mención había sido rechazada por la protagonista. La película fue calando hasta convertirse en un imprescindible documento de época. Y con ella la palabra. Cuando se estrenó, los españoles llevaban apenas un año encantados con la muerte de Franco. El que registró la primera reacción adversa fue seguramente Haro Tecglen, emboscado en su seudónimo Pozuelo. En febrero de 1978 titulaba una de sus columnas ‘El desencanto’:

“Si yo hubiese votado de otra forma el 15 de junio…”. Meditabundo, el español culpabilizado piensa que su voto no ha sido bien interpretado. No le han hecho caso. De otra forma, las cosas no serían como son… Le ha llegado la hora del desencanto. Pero ¿de quién puede estar desencantado? Inevitablemente, de sí mismo.

Sin embargo, la canonización de la palabra respecto a la política no se produciría hasta el citado artículo de Vázquez Montalbán. Ha llegado el desencanto: contra Franco vivíamos mejor. Este fue el meme que circuló, con un éxito perdurable. Pero todo era falso. La palabra clave no tenía que ver con la política, sino con la caprichosa ocurrencia de un director de cine. Y la única razón era que el diccionario de su cabeza se había abierto por esa página. Vázquez Montalbán nunca afirmó “contra Franco vivíamos mejor”: se lo preguntaba y, además, se respondía negativa y tajantemente. Es ridículo que las élites se pusieran a hablar lánguidamente de desencanto, aprovechando el título de una película que nada tenía que ver con su languidez, cuando acababan de pasar cuarenta años prendidos al descriptible encanto de una bota militar y llevaban poco más de dos con el dictador muerto. Pero así es, a veces, después de la felicidad de las cosas. Tampoco era la primera vez en España. Después de cincuenta y siete años de monarquía, y cuando la República no había cumplido seis meses, Ortega y Gasset creyó que ya era hora del aldabonazo:

Una cantidad inmensa de españoles que colaboraron en el advenimiento de la República con su acción, con su voto o con lo que es más eficaz que todo esto, con su esperanza, se dicen ahora entre desasosegados y descontentos: “¡No es esto, no es esto!”

Desasosegados, descontentos, desencantados. Lo invariable era la frivolidad. Nunca estuviste desencantado. Aunque por razones contrarias a las de la señora Blanc. Vivías en un encanto permanente. El único problema era el habitual de los varones, siempre con menos mujeres de las que quisieran. Parte de la explicación del encanto es que, aun leve y decadente, tuviste la experiencia del franquismo y padeciste las dificultades para crecer. Poco de lo que te interesaba estaba a mano. Ni los libros o periódicos que querías leer ni la música que querías oír ni el cine que querías ver. Una de las arrasadoras emociones de la infancia fue que tu primera novia trajera de Francia el single ’Je t’aime moi non plus’, en la versión de Serge Gainsbourg y Jane Birkin, que escuchasteis una y otra vez tendidos en aquel piso que daba sobre los trenes. Con las lecturas o el cine era mucho peor aún. Todo era –cuando podía ser– lento, difícil, burocrático. Algunas películas de Bergman eran inexpugnables; pero el estado de las copias que llegaban a la filmoteca –¡aquella Pasión espectral!– complicaba hasta la agonía las hermenéuticas adolescentes con las que el cerebro se entrena y se ensancha. Lo que piensan los jóvenes no importa, pero es imprescindible que piensen, que traten con iguales y adultos que les hagan devanarse los sesos como prescribe, con tanta belleza metafórica, la expresión castellana.

Otra posibilidad amenazadora, aunque remota, de no crecer era que te mataran o te lisiaran. Si te metías en política, el franquismo era peligroso, y ni siquiera su decrepitud impidió estrambotes sangrientos, como el fusilamiento de cinco terroristas el 27 de septiembre de 1975. Unos meses antes estuviste por primera vez en una manifestación. Más bien un salto, como se decía. El lugar y la hora te los había dado Pedro, un compañero del instituto. No he podido dar con el motivo concreto de la convocatoria. Javier te acompañaba. A las siete de la tarde estabais los dos en lo alto de Las Ramblas. No sucedía nada. Así que empezasteis a caminar arriba y abajo, aunque sin perder de vista el lugar concreto de la cita. De pronto unos cuantos se arremolinaron y lanzaron octavillas al aire. Otros varios aparecieron por todos lados. Y otros, y otros. Y vosotros. Rápidamente se juntó un centenar. El grito más nítido era “¡Dictadura asesina!”. No llegasteis a la iglesia de Belén. Se oyeron dos o tres disparos. Provenían del propio grupo y habían sido disparos al aire. Bastaron para provocar la desbandada. Corristeis sin saber, os refugiasteis en el bar Moka y todo volvió enseguida a la calma, salvo vuestro desbocado corazón. Ni tú ni Javier visteis disparar a nadie, ni supisteis de dónde habían salido los tiros.

A Pedro lo detuvieron en la manifestación y pasó unos días en comisaría. No le pegaron. No fue a la cárcel ni afrontó luego juicio alguno. Creo que su padre, un empresario de éxito oscilante, bien relacionado con el Régimen, ayudó a que saliera intacto. La manifestación la había convocado un grupúsculo radical e ínfimo, el llamado Partido Comunista Internacional (Pci), y en ella se habían infiltrado policías de paisano, que fueron los que dispararon y los que lo detuvieron. A la salida de los calabozos se produjo un hecho insólito, que el paso de los años no ha acabado de explicar. La Policía le anunció –a él y a su padre– que a partir de aquel momento iban a ponerle un tutor. El elegido era un estudiante de Derecho, algo mayor que él, que quería ser policía. Su misión consistía en estar cerca de Pedro, en la universidad e incluso en su vida social, para protegerlo de las malas compañías. Y así lo hizo durante algún tiempo. De vez en cuando se presentaba en la propia casa e informaba a los padres de los avances de su protegido en su objetivo de sanar. Lo que el tutor perseguía, claro está, era que Pedro se convirtiera en confidente de la Policía. De modo que el padre tomó una decisión drástica y lo mandó seis meses a vivir a Valls, un pueblo de Tarragona, de donde provenía la familia. Allí Pedro sanó del borroso comunismo que practicaba y también del riesgo de convertirse en un chivato. Tal vez por esta falta de colaboración el gobernador civil, Rodolfo Martín Villa, le impuso una multa por manifestación ilegal. Y no fue simbólica. Hasta tal punto que cuando se promulgó la ley de amnistía, el padre reclamó que le devolvieran el dinero. Se lo devolvieron, con sus intereses. Pienso a menudo en esos intereses devengados hasta el último céntimo cada vez que algún idiota se refiere a la estafa de la Transición.

Años después, una noche, cuando llevabas mucho tiempo sin verle, encontraste a Pedro en un bar. Era tarde y daba el aliento y el vaivén de haber bebido. Quiso levantar parte de la piel de vuestra infancia y te contó cómo ya en el instituto militaba en el Psuc, y algo dijo también sobre un profesor de gimnasia, que era un peligroso chivato de la Policía. Lo escuchaste con interés, aunque con escepticismo. Habían pasado cinco años desde la muerte de Franco, pero el franquismo había adquirido ya el carácter de una ficción vanguardista: dislocada, ininteligible, y en la que se-parar el sueño de la vigilia, la realidad del deseo y lo que pasó de lo que imaginaste era una tarea ardua. Las dictaduras tienen una crónica difícil, incluso una crónica íntima muy difícil: uno no vive atendiendo a lo que pasa, sino a la sospecha de lo que pasa.

En 1979, en un campo de trabajo de Italia, Ramón leía Lotta Continua. Perseveró. En el año 2003, cuando tenía cuarenta y ocho años, se presentó como candidato de una llamada Lucha Internacionalista por Barcelona. Iba en el número ochenta y uno, por detrás de Ramón Fonts Vilà y por delante de Francisca Fernández Guerra. María Esther del Alcázar i Fabregat era la número uno. El partido, de carácter trotskista, había sido fundado en 1999 como una escisión del Partido Revolucionario de los Trabajadores. Y obtuvo 802 votos. Hacía tiempo que había visto estos datos en Google. Ahora que quería comprobarlos, el buscador me trae otra información más reciente sobre Ramón y es que está muerto. Ramón nació el 9 de octubre de 1955 y murió el 29 de marzo de 2020, dice escuetamente la página de los Servicios Funerarios de Barcelona. No hubo ceremonia. Quizá por causa de la epidemia que entonces asolaba la ciudad. La noticia me dejó unos días sin escribir. En las novelas no se muere nadie, y aún menos aquel sobre el que escribes, al que como máximo el escritor puede matar. La novela es un género confortable. Todo lo que he escrito sobre Ramón fue con la conciencia de que estaba vivo y de que acaso lo leería. Lo que pueda escribir ahora sobre él o sobre hechos con los que él estuviese relacionado será escrito sabiendo que ya no lo leerá. Esto tiene una parte relajante. Escribir sobre los vivos es una fuente de problemas. Habrá más problemas si se acuestan al otro lado de la cama que si hace cuarenta años que no los has visto; pero no deja de haberlos en ningún caso. Igual que nadie reconoce su voz grabada, y además le parece más fea de lo que creía, nadie se reconoce en lo que otro deja por escrito. Es una triste evidencia que Ramón ya no protestará por verse. La posibilidad de esa protesta, que siempre está presente mientras se escribe, puede perjudicar a la verdad. Pero a veces también la beneficia. El escritor que se debate en la duda de incluir o no cualquier pasaje incómodo, bien sea por su incertidumbre o por su dureza, puede acabar con ese momento de exasperación íntima y decirse: “¡Que diga lo que quiera!”. O incluso: “¡Que se joda!”. Con el muerto no se puede ser tan resolutivo, y a veces el que escribe calla, paradójicamente, porque el muerto no hablará. En sus últimos años, y comprometido en la escritura de un libro de memorias, el editor Josep Maria Castellet me explicaba en una de nuestras amables comidas en aquel restaurante Sí, senyor su principal dificultad:
—Todos han muerto. Barral, Gil de Biedma, Sacristán…, soy el último de mi generación y ahora escribo sobre ellos. Y lo que yo diga no tendrá la réplica de ninguno. Y mucho de lo que yo no diga sobre ellos no se sabrá. Esto me paraliza.

De modo que hay que escribir imaginando que viven. A ver si es posible que la imaginación, siempre tan petulante, sirva finalmente para algo.
Hay muchas otras formas de parálisis. Cuando el exmarido de Carla Bruni, un Raphaël Enthoven, escribió una novela donde narraba entre otras interesantes delicias cómo se enamoró de Carla, que era entonces la novia de su padre, el padre dijo algo a Le Figaro que cuesta tragar:

¿Por qué infligirme, a mí y a mis allegados, este tratamiento a base de indiscreciones y denigraciones? ¿Hay derecho a arrancar, sin su consentimiento y según lo que a él le parezca, las máscaras que cada uno de nosotros, en el curso de la vida, hemos podido necesitar? Un hombre, como decía el mismo Albert Camus al que a mi hijo tanto le gusta citar, se impide hacer según qué cosas.

El padre de Enthoven parece preguntarse: ¿a quién corresponden los derechos de autor de una vida? Una respuesta la dio Hélène Devynck, exesposa del escritor Emmanuel Carrère, cuando le prohibió, después de divorciarse, que la incluyera en sus libros sin su acuerdo. No fue una prohibición retórica: el contrato se firmó ante notario y madame Devynck acusó a Carrère de haberlo violado con su novela Yoga. No conozco los detalles de ese contrato, pero basta una pregunta: ¿cómo podría escribir Carrère sobre lo que fue su vida en los diez años que pasó junto a madame Devynck sin incluir a madame Devynck? El amor tiene riesgos y uno de ellos es el de vincularse con un escritor empeñado en el relato de su vida. Vincularse es, en sí mismo, arriesgado: y si uno es hijo o cónyuge de un policía, un enfermo, un político o un gánster, mucho más arriesgado. En caso de amor, cualquier cónyuge puede exigirle al otro lo que, en el mundo de ayer, le exigía el respetable empresario a la versátil corista: “Retírate”. Si no lo hace, es que asume el riesgo. Mucho más indefensos están los padres respecto a los hijos y viceversa: solo hay que pensar en el caudaloso género de la Carta al padre y la natural impunidad con la que han ido escribiéndose a lo largo de los años. La convivencia con un escritor también puede traer ganancias. La abrumadora mayoría de las personas que han nacido y muerto han pasado sigilosamente por el mundo, sin dejar huella más allá de su primer círculo íntimo. Puede que no sea esto lo que alguna de esas personas hubiera preferido. Un escritor da noticia más amplia que el Registro Civil de que alguien existió. Todo desaparecerá, es cierto. Hasta la desaparición. Pero mientras tanto puede que haya alguien al que sobrevivir en un libro le alegre sus primeras décadas de muerto. Si Hélène Devynck o Enthoven padre tienen derechos de autor sobre su vida, también los tienen Carrère o Enthoven hijo. Como tantas otras veces, la verdad es la brújula moral más satisfactoria. Un escritor tiene un inalienable derecho a contarla. Aunque difícilmente recibirá algo más que una réplica privada por no respetarla.

Sobre este asunto difícil hay un texto ejemplar de Rita Gombrowicz, en el prólogo a la edición de Kronos, el último dietario de su marido Witold. El prólogo es lo más valioso del pequeño volumen. Rita se pregunta en él:

¿Debía hacer público el texto íntegro ya o era mejor esperar a mi muerte para publicar los fragmentos referentes a mi vida íntima de los últimos años en Vence? ¿Debía fijar una fecha? ¿Omitir los fragmentos demasiado privados, señalando la omisión en el texto? Tenía mis dudas, pero adoptar esta solución me recordaba la siniestra época de la censura. Si optaba por una de las medidas mencionadas –aunque tenía derecho a hacerlo–, la vida de Gombrowicz quedaría incompleta. Sin embargo, el texto de Kronos significaba ponerme al desnudo hasta un extremo que yo no quería hacer público. No quería convertirme en objeto de estudio. Me sentía mal ante esa reducción de nuestra vida a unos hechos o estados de ánimo. ¿Dónde estaban nuestros juegos y nuestras aventuras? ¿Dónde estaba su mirada de poeta? Yo sabía que existían muchos testimonios que podían dar una luz adecuada sobre ello. También podía escribir mi propia verdad. Comprendí que simplemente me había encontrado en el foco de su estudio sobre sí mismo. Era, como tantos otros antes de mí, parte de la historia de la literatura, ¡daños colaterales de la vida de un escritor! Las pequeñas malicias, como rasguños de un gato salvaje, me obligaron a superar mis susceptibilidades, a evolucionar, a madurar. Comprendí que, independientemente de si yo estaba viva o muerta, sus palabras seguirían ahí, como esculpidas en piedra. Y que era mejor explicar todo cuanto pudiera mientras todavía estuviera aquí. Consulté a algunos amigos, intenté tomar distancia. Pensé en sus lectores. Tras una lucha librada conmigo misma, llegué a la conclusión de que debía publicar el texto íntegro.

Más que la decisión que tomara Rita importa cómo la tomó. Sabiendo que allí no estaban ni los juegos ni las aventuras ni la mirada del poeta, comprendiendo que el escritor solo encendió el foco para alumbrarse a sí mismo. Pero ni la decepción ni la tristeza le hicieron perder la lucidez. Al cabo de unos días localicé a la hija de Ramón. Di con ella a través de una búsqueda rápida por las redes y le dejé un mensaje en el despacho de arquitectos donde trabajaba. Tardó tres días en contestar y ya temía que hiciera como su padre. Me explicó con cordialidad y detalle que su padre había muerto en el piso de la calle Casanova donde vivía. Los bomberos habían tenido que romper la puerta, al cabo de tres días de que Ramón no respondiera a las llamadas de la familia. Estaba en la cama, cuidadosamente tapado. El forense dijo que había muerto de un ataque al corazón mientras dormía y que el rictus de su cara no indicaba sufrimiento. La hija añadió algo que te interesaría. Después de muchos años trabajando de funcionario en la Agencia Tributaria tenía el plan de volver a escribir, como en su juventud. Ya barajaba ideas y algunos primeros papeles.

Tenía el email de Amalia desde hacía tiempo. Era probable que siguiera viviendo en San Diego. Le escribí lacónicamente, apenas dos líneas con la noticia de la muerte de vuestro amigo. Ella se extendió algo más, y tuvo la originalidad estilística de dirigirse a ti:

Si la hija de Ramón pregunta, debe saber que nos conocimos en los trenes de Sarriá, en invierno. Estabais sentados, hablando. Yo había caminado por el bosque con mi abrigo blanco de piel de cordero girada, porque hacía mucho frío en Bellaterra. Por aquel abrigo me llamasteis la Osa y yo después lo llevaba de pura felicidad. Había recogido una flor seca. Vi que había un asiento libre en vuestro cubículo y me senté. Al cabo de un rato, con una educación encantadora, me preguntaste: “Disculpa, esta flor que llevas…”. Tardé un poco en contestarte: “Es un cardo. ¡Un cardo borriquero! Pero está seco”. Aún debe de oírse aquella carcajada espontánea del absurdo. La alquimia triunfadora del humor.

Ramón empezó vivo este capítulo, leyendo Lotta Continua y lo acabará muerto en su cama, arropado. Una noche, sería de las últimas, fuisteis juntos a un montaje de La clase muerta, de Kantor, en un teatro de Las Ramblas. Al salir empezó a patear aquellas sillas de madera que entonces se alquilaban en el paseo. No daba ninguna explicación ni pronunciaba palabra, solo pateaba. Como tenía uno de sus momentos negros, de inmediato lo dejaste ir Ramblas abajo. Esta performance tuvo para ti, que creías tan religiosamente en las metáforas, un valor de presagio: las sillas pateadas eran la vida que iba a tener.

Una de las formas de contener la desesperación colectiva es el valor idéntico que se atribuye a las vidas. Las vidas son colores, no escalas; esto es lo que dicen. Falsamente: las vidas son escalas y colores y unas escalas valen más que otras. Y no solo –como admitiría el altruismo disciplinario– porque haya vidas que dan mucho más que otras a la vida común, sino porque hay vidas que se dan mucho más a sí mismas, en el placer o el cumplimiento moral, o quizá sea mejor decir en el placer del cumplimiento moral. El modo humanamente correcto de encarar la fundamental discrepancia de las vidas no es mintiendo acerca de ellas, sino impugnando el mérito de los que las viven pletóricamente. Quizá Ramón tuviera una vida fracasada, en todos los sentidos que cuentan. En el ambiente de la literatura psicologizante, el fracaso, el incumplimiento de las quimeras de la juventud, ha dado para mucho. Pero nada de lo que se ha escrito tiene el mayor sentido si se prescinde de la responsabilidad personal, la mayor ficción del hombre, cuyo origen es biológico, pero que goza comprensiblemente del acuerdo de la religión: para exculpar a dios de sus atrocidades, los clérigos señalaron la responsabilidad del hombre. En los libros como este hablar del fracaso de los otros ofende a los otros. ¿Qué pensará la hija del que fue tu amigo cuando lea que su padre fue un fracasado? Pero la cuestión responsabiliza tanto a su padre como si yo hubiera escrito que su vida fue un engarce inacabable de perlas.

A Ramón le interesaba mucho el cine. Y el noir, en especial. Salió en algunos cortos. Como era guapo, del tipo sensible, gustaba a la cámara, y así se vio algunas veces dedicándose al oficio. Él hizo la breve película sobre El Corro que guardaste como el incunable que era. Disponía de o le dejaron una cámara y un sábado por la tarde os reunió a los antiguos habitantes de la casa. Tú ya no vivías allí desde hacía tiempo. Ni siquiera vivía allí Maite, que había sido la última en irse. Deduzco que la filmación se haría poco antes de devolver al administrador las llaves. La película tiene mala calidad, pero todo lo que importa es visible. Destacan los planos de la habitación violeta, la más bonita de la casa, que daba a una terraza sobre la calle. Como siempre explicabas, en aquella habitación, por más que la sacudiera el tiempo, nunca dejaría de escucharse ‘Abril’, el bello y sutil homenaje de la Bonet a la revolución portuguesa. Allí te veo, sentado, con un codo sobre la rodilla y el pulgar en los labios, algo tenso, escrutando el futuro, ahora que de los tres de Caprarola ha caído el primero.

Este texto corresponde al libro del mismo título publicado por Península.

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