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Mientras tantoVida y mundo

Vida y mundo


Vegetación de la Isla de Ons, Galicia

Alameda de Cervera, 11 de agosto de 2023

La vida es agotadora. Yo ya he vivido mucho y recuerdo perfectamente los interruptores de pera y las badilas. Decidle a los niños de hoy, a los adolescentes, a los jóvenes, estas palabras incomprensibles para ellos. El mundo, sin embargo, pese a los desórdenes actuales en la Naturaleza del planeta, es un ideal, un fin. La vida fatiga, es una condena desde el momento de nacer, azarosa, no solicitada, de incierto término, abocada a muy certeros límites. Ceñida a la pregunta, sumamente inquieta y dubitativa, que se hace mi amigo el poeta portugués Eduardo Pitta, que acaba de morir, en uno de los últimos versos de su activa labor: «A vida é uma ferida?/ O coração lateja?/ O sangue é uma parede cega?/ E se tudo, de repente?”.  El mundo, empero, es sempiterno, muy perfecto en sus leyes, muy variado en sus posibilidades: bosques, árboles, colinas oscuras, corrientes de agua rumorosa, escultóricos pedregales (piedras pintadas de Agustín Ibarrola en la dehesa de Muñogalindo, Ávila), viento húmedo de la noche, campanadas ubicuas… Aunque el mundo, claro, no solamente consiste en sus formas físicas, sino en las múltiples deducciones mentales que lo pueblan, el instinto animal, la fertilidad, aunque parezca que no, del reino mineral. El pensamiento, su transformación en la escritura, su sublimación en la literatura, el arte, la música. El mejor modo de observar el mundo es un modo tranquilo, pues son morosos, en general, los sucesos del mundo. Se ha de rechazar tomarlo por un jaleo, donde todo acaezca sin trascendencia y con el mísero objeto de extraer de sus circunstancias sólo un tosco placer. Se ha de rechazar, también, la vaga, inválida cursilería de decir: La sonrisa es la dueña de la vida. O: Cuanto más viejos, más sabios. Y aunque parezca paradójico, lo idóneo es asistir a la salida del sol, que da lugar a acontecimientos muy calmados, oyendo algún «Nocturno» de Chopin. El mundo debe conformar nuestro mejor «yo», al cabo nuestro «yo» verdadero, meditando serenamente al observar el mundo, solazándonos estéticamente al verificar su arte, llenándonos, en lo posible, de la mayor cantidad de paz que su fijo transcurso emana. Este buen yo real contrasta con el rácano ego empíreo. Uno de los dones del mundo es el amor, centrado en el deseo sexual, origen de la vida al fin y al cabo; pero el amor se gasta, la fogosidad se mitiga, se troca, como mucho, por un soso cariño consuetudinario (por consoladora que pueda resultar esta opción) si no deviene una completa quiebra sentimental; siendo este amor muy inferior al asentado trato amistoso, que es resultado de la idónea aplicación de las relaciones sociales; si son selectas estas relaciones resultan imperecederas. Quizá -y mi opinión es muy posible que sea peregrina- una pareja debería abrazarse, acariciarse, besarse, desnudarse, sonreírse, halagarse, pero sin llegar a mezclar los pegajosos humores de abajo. «Revelamos nuestro verdadero ser, así como nuestro crecimiento en la vida espiritual, por el modo en que desempeñamos los trabajos cotidianos y, ante todo, por la forma de relacionarnos», escribe Patrick Hart. Buena parte de la santidad de la andariega Teresa de Ávila, como despectivamente se la calificaba, su santidad considerada como íntegra personalidad en equilibro armónico, queda sustentada en sus  versátiles relaciones humanas, especialmente en sus numerosas y humanísimas cartas, enseña de esas relaciones en las que su título de doctora sobradamente, por su inmensa curiosidad, se justifica. Y muchas veces, cerca de nuestras aspiraciones etéreas debería hallarse el firme acto de pisar tierra. Todos estos gratos donativos hay que asimilarlos en soledad. La soledad es el regalo más provechoso para poder armonizar nuestra existencia, reflexionando, creando, aprovechando las bazas del mundo con el mayor deleite. La soledad no está pensada para rechazar al mundo, sino, al contrario, para comprenderlo, es más, para abrazarlo. Y toda esta inclinación no tiene por qué llevarnos necesariamente a Dios. Es posible que Dios exista, pero, en todo caso, es un misterio. O, en cualquier caso, sólo la gran metáfora. Es conveniente que la oración sea sustituida por la meditación, excluyendo el lenguaje. El rito gestual por un silencio ritualizado. En realidad orar, como enuncia el reconocido gran escritor, y monje cisterciense, Thomas Merton, consiste en respirar. ¿Por qué siempre decir reino de Dios y no república divina? Religión es no más que adorar literatura. Dios se halla camuflado tras la retórica de la Biblia. Y ese estado misteriosamente contemplativo, hecho de trabajo, lectura y estudio del mundo a solas, con fervor frente a él, es la suprema metánoia, la superior espiritualidad que se revela en lo mejor que nos da esta imperfecta vida.

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