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Vidas condenadas a eterna errancia. La emigración, el sueño y un santuario en Túnez para los que nunca volverán

“Un beso, solamente un beso,
separa la boca de África
de los labios de Europa”

Limam Boisha

Desde la orilla africana es difícil disuadir del sueño europeo. También es difícil hacerlo desde este lado del Mediterráneo cuando has tenido la oportunidad o la suerte de poder migrar de forma legal. ¿Cómo se convence a una persona, que no tiene nada que perder, de que no merece la vida arriesgar su vida en el mar? Cruzar las fronteras es para muchos una cuestión de vida o muerte. Lo pude comprobar en Canarias. Fui como periodista para contar historias de migrantes. Nada más llegar a Las Palmas de Gran Canarias me encontré con Yassin, Rahal y Abdallah. Llevaban seis meses atrapados en la isla y querían regresar a Marruecos. Arriesgaron su vida en el mar, pero no vinieron para eternizarse en centros de acogida. “Tengo un hijo de casi dos años al que alimentar. No puedo permitirme estar de brazos cruzados. Si no puedo seguir mi viaje y buscar trabajo prefiero volver. Me merecía la pena jugármela para darle de comer a mi hijo”, me comentó Yassin, frustrado.

Con estos testimonios y esos rostros todavía frescos en mi memoria fui a Ceuta. Las historias se repiten. Las personas huyen de la pobreza y de las consecuencias devastadoras que ha dictado la pandemia. En menos de 24 horas al menos 8.000 personas, de las que 2.000 era menores de edad, llegaron al enclave español en el norte de África a nado. Sí, a nado, aprovechando que el mar estaba en calma y apenas había viento. La policía marroquí no les puso el menor impedimento y las condiciones meteorológicas les permitieron cruzar la frontera en apenas 15 minutos, bordeando los espigones de Benzú y el Tarajal.

Lo que pasó tardas en descifrarlo, incluso cuando lo ves con tus propios ojos, o repasas las fotografías y las grabaciones en vídeo. De Ceuta volví conmocionada. Me costaba conciliar el sueño. Tantos niños perdidos deambulando por las calles. Para mí fue muy duro verlo. Y contarlo. También lo fue para periodistas veteranos y con experiencia, acostumbrados a asomarse al dolor de los demás.

Mientras me recuperaba de todo lo vivido me llamó un buen amigo y me propuso viajar a Túnez. Se estaba construyendo un memorial que en el sur del país para acoger los cuerpos sin vida de personas que fracasaron en su intento de migrar a Europa. “Yo no puedo ir. Tienes que ir y contarlo”, me dijo por teléfono.

Llevaba días con la sensación de que hablamos mucho de las consecuencias de las migraciones y su impacto en las sociedades de europeas y nos olvidamos del origen. Y es preciso bucear en las historias en países de tránsito y en el punto de partida, donde se fragua el viaje, la esperanza, los sueños. Embarqué en el avión con mucha incertidumbre y algo nerviosa. Pero volver a pisar suelo africano y sentir sus aires cálidos era como regresar a casa. Todo eso me calmó.

Me quedé en la casa de Suad y Mongi, dos médicos voluntarios de la Medialuna Roja tunecina. Siempre tienen demasiado que hacer: buscar ayudas para los que son rescatados del mar, una solución para sus vidas, o un último reposo para quienes han muerto ahogados. Me dibujaron el panorama de la migración que ellos viven en primera persona, un drama que las autoridades prefieren ignorar.

Sin embargo, en seguida descubrí que había muchas personas en Zarzis implicadas en dar respuesta a una crisis migratoria que les supera. Zarzis es una pequeña localidad fronteriza en el sur de Túnez, a unos 70 kilómetros de Libia. Un lugar no solo de paso para todas las personas que huyen de Libia, sino también de salida para los jóvenes tunecinos que no tienen ninguna perspectiva de futuro en su propio país.

En el mejor de casos, los planes no saldrán bien. Pero al menos habrá un rescate y una devolución. El problema es cuando los planes naufragan y la vida se trunca para siempre. Los datos son crueles, quiebra de sueños y aspiraciones. La Organización Mundial de las Migraciones estima que en los últimos siete años más de 20.000 personas habrían muerto ahogadas en el Mediterráneo Central. Organizaciones de Derechos Humanos denuncian que la cifra podría ser mucho más elevada. ¿Quién los cuenta?

Los cuerpos expulsados por el mar esparcen olor a muerte. Es un olor que no se borra fácilmente. Por eso urge proporcionar a los cadáveres una sepultura decente, y hacerlo antes de que las náuseas se adueñen de las playas. El pescador Chamsddine Marzug identifica desde hace muchos años ese olor. Me recogió en su pequeño coche rojo y me llevó a conocer “el cementerio de los desconocidos”. Se trata de un hombre del mar que convive con la muerte. Construyó un cementerio de arena con sus propias manos.

Marzug pasa la noche en el mar y el día regando las plantas secas sobre cada tumba. “Me preocupa mucho nuestra indiferencia ante la muerte. No conozco a nadie de los que entierro, pero me parecía necesario darles una sepultura digna”, cuenta en medio del desierto. Son pequeños bultos de arena que distinguen cada tumba, apenas adornadas por plantas resecadas por el sol y el paso del tiempo. A simple vista parece que no hay nada, pero suman 400 vidas enterradas, 400 sueños frustrados y, ya no cabe nadie más.

Por eso, años después, en Zarzis, el olor a muerte volvió a reinar en los vertederos de basura. La imagen de cadáveres hacinados entre la basura despertó la indignación de la hija del artista argelino Rachid Koraichi, que decidió dar una respuesta a una peste provocada por la deshumanización y la indiferencia. Koraichi convirtió su rabia en ambición: decidió construir un paraíso en la tierra para dar un descanso respetuoso a todos los cuerpos devueltos por el mar, y le dio un nombre a la altura de esa obligación moral: El jardín de África.

Asistí a la inauguración del memorial. El homenaje de Koraichi a la memoria de los que nadie recuerda, convencido de que el arte no solo sirve para denunciar una injusticia, sino que también para dar soluciones. Para que nadie pueda ser ni sentirse incluido el jardín de Koraichi carece de símbolos religiosos. Cualquier persona de cualquier país, sea cual sea su origen o su credo, puede recibir aquí un entierro digno. Además, en cada tumba está escrita la fecha del naufragio y a cada cuerpo se le hace una prueba de ADN, que se atesora.

Me decía Rachid que es un lugar para la comunidad de los seres humanos. Por eso ha plantado granados, porque su fruto representa la unidad. Cada detalle está cuidado al máxio. Los azulejos de cerámica componen una alfombra rodeada de jazmines, buganvillas, naranjos amargos, galanes de noche. En la entrada, un olivo de más de un siglo antigüedad hace las veces de cancerbero amable. Rachid Koraichi transformó el olor de muerte en aroma de paz.

Recuerdo de aquellos días en Túnez la respuesta de la población local. Me fascinó la respuesta de mis compatriotas africanos. Koraichi se enorgullece al recordar que dos familias libias lograron encontrar los cuerpos de sus hijos en ese jardín. Se trataba de dos jóvenes que murieron en un naufragio. Gracias a las pruebas de ADN sus padres ya saben donde pueden venir a rezar por ellos. No han querido llevarse los cuerpos porque consideren que no hay mejor lugar que El jardín de África para que sus hijos descansen para siempre.
En este cementerio de tumbas sin nombres conocí también a Vicki Chedila, una joven de 26 años que huyó de Nigeria embarazada. Su único objetivo era llegar a Europa para garantizar un futuro para su bebé. Sentada en el patio del memorial, seguía los juegos de su pequeña Jana de dos años. La sonrisa de su niña arroja un puñado luz. Pero el cementerio le han hecho pensar. Vicki me confesó que se ha frustrado su sueño de viajar a Europa tras ver tumbas de bebés en el cementerio. Va todos los días a visitar el memorial y trabaja para mantenerlo limpio. Este lugar y la necesidad de proteger a su hija la han persuadido para descartar el sueño de Europa. Ahora trabaja duro para mantener a su hija y está ahorrando para volver a Nigeria y abrir su propia peluquería. Echa mucho de menos a su madre.

Es muy difícil comprender la dimensión del drama migratorio. Para mí fue clave conocer el testimonio de otra madre. En Zarzis me hablaron de una asociación de madres de jóvenes desaparecidos en la travesía del Mediterráneo. Me habló de ellas uno de los pescadores. Iba a entrevistar a varias de ellas, pero fue entrar en la casa de Fátima y todo cambió. Una madre cegada por la pena, la incertidumbre y el insomnio desde aquella noche 14 de febrero de 2011 en la que su pequeño le dio un beso en la frente y le prometió que volvería pronto. Atef embarcó en una patera aquella noche y jamás volvió. Algunos de sus acompañantes llegaron a Italia, otros muchos fueron tragados por el mar y sus cuerpos arrojados a las tibias arenas tunecinas. Pero una decena de ellos sigue en paradero desconocido.

Fátima no puede aceptar que su hijo haya podido morir. Ha escuchado todo tipo de versiones. Algunos le han dicho que fue rescatado y trasladado a un hospital, otros que lo han visto por los montes de Lampedusa, en Italia. La falta de certezas mantiene a esta madre en un duelo perenne, con la mirada perdida en el umbral de la puerta de su humilde vivienda, a la espera de que su hijo cumpla la su promesa que le hizo.

Pasé una mañana entera en su casa. Tuve que disculparme porque con mi visita había vuelto a remover todo su dolor. Aunque Fátima me aseguró que el dolor se movía solo y sin necesidad de que nadie lo avivara, no fui capaz de entrevistar a más madres. Son madres coraje, con una fortaleza sobrehumana. Pero desde ese momento solo las veo como lo que son: víctimas de las políticas de frontera de la Unión Europea.

 

Como Fátima hay al menos otras 40.000 madres con hijos desaparecido en el Mediterráneo. Según cálculos del proyecto Missing Migrants, que gestiona la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), más de 40.000 personas habrían muerto o desaparecido desde 2014.

 

Los datos son demoledores. En Túnez, al hablar con muchos jóvenes africanos, le di muchas vueltas a un proverbio saharaui dice: “no importa lo que se tarde volver, importa lo que se consigue traer”. Esa mirada estoica ante las dificultades de la vida la comparten muchos pueblos, muchas gentes. Es la supervivencia. Pero también me lleva a un conflicto entre la emoción y la razón. Es muy doloroso hacerle entender al corazón lo que la razón entiende como lo razonable, como lo deseable: marcharse prometiendo volver.

En la costa africana llegué a entender en parte la locura que supone arrojarse al mar sin saber nadar. No tener miedo a morir. La respuesta es sencilla. En realidad, todos tememos morir. Todas los que he entrevistado coinciden en lo mismo: “preferiría ir en avión y con un visado en el pasaporte, pero aquí es imposible”. Este es el quid de la cuestión. Los consulados europeos repartidos por África son búnkeres inaccesibles para la población local. Los pocos que logran acceder para solicitar un visado por lo general se encuentran con la negativa de plano, sin fundamento. Ni siquiera pueden iniciar los trámites. Y los pocos que lo consiguen en rarísimas ocasiones obtienen resoluciones favorables. Y así año tras año, esta juventud africana, henchida de sueños y atraída por las bondades de la vida al otro lado del Mediterráneo, se lanza al abismo de lo desconocido para, como recuerda el proverbio saharaui, sin importar lo que se tarde algún día volver con algo que dar a los demás.

Llegar a otro país y pedir asilo supone no poder volver nunca, salvo que las circunstancias cambien de forma radical en su país de origen. La protección internacional tiene como objetivo dar cobijo a personas que, teniendo un temor fundado de sufrir persecución o algún mal en su país, no les queda más remedio que buscarlo en otra parte. No es solamente el dolor de tener que huir y abandonar tu infancia sino el saber que seguramente te vas para no volver jamás.

También están quienes llegan huyendo de catástrofes naturales provocadas por el cambio climático o la pobreza extrema. Para ellos la ley no prevé ninguna protección. Son los sin papeles. Recorren miles de kilómetros de tierras y mares hostiles. Los pocos que logran llegar a lo que creen que será la meta de su sueño se dan de bruces con una burocracia implacable. Descubren que, en realidad solo es la casilla de inicio de una macabra yincana cuya única regla es superar años y años de clandestinidad y hambre para, en el mejor de los casos, lograr un permiso de trabajo que rara vez será suficiente para poder volver.

Hacer el camino a la inversa me permitió ver el mundo desde la orilla empobrecida del Mediterráneo, me ha permitido ver que el impacto emocional de un viaje migratorio es incalculable. Hemos llegado a deshumanizar tanto a las personas que emigran, convertidas en cifras, que somos incapaces de ponernos en su lugar. Para mí ponerme en su lugar es también preguntarme cuán difícil será una vez que llegan a Europa volver a su país natal, si es que finalmente logran volver.

Volver a casa es mi impulso vital en Europa. Vivo cada día con la mirada puesta en el calendario de cuando volveré a encontrarme con los míos en los Campos de Refugiados saharauis en Tinduf (Argelia). Lo que más extraño son los despertares del desierto. El sol acaricia la cara y expulsa a cualquiera de las mantas. Te despierta tras una noche soñando bajo un cielo plegado de estrellas. El traqueteo de los vasos del té sobre la bandeja de metal es señal de que toca desprenderse del sueño. Por la mañana el olor a incienso guía hacia las miradas más buscadas en los últimos meses.

Me emociona cada detalle, escucho atenta cada conversación y abrazo cada sonrisa. La felicidad placentera de sentir que recupero todo el tiempo ausente; años, meses, semanas y días que estaba lejos de aquí y en otras cosas. La noche se difumina cuando los rayos del sol comienzan a dibujar la silueta de las casas de adobe, las jaimas se vuelven asfixiantes y la realidad de vidas atrapadas en el desierto se vuelve insoportable. Vuelvo a justificar el porqué me fui.

Este amor tan idílico a uno de los lugares más inhóspitos del mundo surge de un vacío. Sí, de un vacío emocional difícilmente saciable, que deja de ser rencoroso visitando este trozo de arena bañada de emociones encontradas. Sentimientos que chocan. Un amor y odio por esta tierra prestada, que se resumen en el amor por los valores ancestrales de las personas que la habitan y el odio eterno por la crueldad de las circunstancias. Nadie habría elegido vivir en un lugar así.

Sin dificultad, consigo sentirme arraigada al desierto y me sorprendo embaucada entre tantas emociones y sentimientos que produce el reencuentro. Pienso en lo que decía Amin Maalouf, el gran escritor libanés afincado en Francia, de que antes de ser inmigrante se es emigrante. Emigrante por todo lo que se deja atrás: el afecto, el olor, el tacto y los colores de toda una vida, desde los entrañables recuerdos de la infancia o la discreción del silencio de la adolescencia.

Estando con mi madre le conté historias de algunas de las personas que han cruzado desiertos y mares para perseguir la ilusión de una vida mejor. Vidas condenadas a eterna errancia. He conocido a muchas personas que no tendrán el privilegio de poder volver. Vidas soñadoras que persiguen al espejismo de la vuelta, muchos años después, para cumplir lo prometido. Vidas que se fueron sabiendo que no importa lo que tarden sino lo que traen consigo. Vidas cargadas de la nostalgia bidimensional: la añoranza de quienes quedan atrás y la morriña de quienes no volverán. Tener la posibilidad de volver, no debería ser un privilegio, debería ser un derecho.

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