Home Brújula Vigilante, ¿qué me cuentas esta noche? Sobre Djuna Barnes y su bosque

Vigilante, ¿qué me cuentas esta noche? Sobre Djuna Barnes y su bosque

Djuna Barnes

Sale detrás de ella en horas de la noche; Nora va buscando lo que teme encontrar. Hace tiempo ya no la sigue, como lo hiciera al principio, cuando la acompañaba, o iba detrás, sin saber si se escondía o si se mostraba, temerosa, sin querer estorbar, mientras la veía, de mesa en mesa, de copa en copa, de persona en persona, en la turbulencia de la noche. Sin saber si acercarse o dejarla ir, guardaba la esperanza de que Robin, viéndola alejada de esa turbulencia, buscara en ella algo de paz.

Como en aquél sueño donde, después de que Robin permaneciera ausente toda la noche, la vio venir (como si volviera), y la llamaba: “¡Ven, ven!”, sin estar segura de haberla oído, sin saber si sería atendida, sin saber, siquiera, si estaba allí, si había vuelto, sin saber si vivía, si soñaba. Hasta que, despierta, la vio llegar…

La llamó, pero no recibió respuesta. Inmóvil, sus ojos se encontraron y Nora vio, abrazada a Robin, otro bulto. El rostro de otra mujer, que surgía de la sombra como una estatua, que la abrazaba, oprimía con su cuerpo el de Robin, como una catástrofe, una sensación devastadora que la hizo caer de rodillas, como si no quisiera ver, como si supiera pero lo pudiera borrar con solo cerrar los ojos y salvarse así de aquella escena aterradora, que temía más que nada, pese a saberla cierta desde hacía mucho; sin que nada surtiera efecto, como si la enfermiza felicidad que la invadió fuera solo la otra cara de la realidad terrible de aquél abrazo de quien, como las putas, le decía sí a todos, menos a los que quería; y solo pudo suspirar, decir ¡Ahhh..! al mismo tiempo que su cuerpo se derrumbaba, golpeando el suelo en un postrer aliento que, sin embargo, tampoco la libró del sufrimiento que se había iniciado años antes, cuando se encontraron en la arena del circo, donde los payasos y los animales hacían las delicias de los espectadores, y Nora miró a la muchacha, sentada a su lado, momentos antes de que prendiera un cigarrillo y saliera al vestíbulo, donde se presentó: “Me llamó Nora Flood”, le dijo, sin saber (o quizás sospechando) que se iniciaba entonces un recorrido por la noche tan hermético que la obligó, tiempos después, a pedir ayuda: “¡Doctor, vengo a pedirle que me hable de la noche!”.

No sabía que del otro lado de esa puerta oscura había que tener cuidado, pues el árbol de la noche es el más duro y el más árido de escalar (según el doctor), mientras Nora le preguntaba si ya nunca podría comprenderla y siempre estaría tan atormentada, como estaba, cada vez que Robin salía por la noche, del apartamento de la Rue du Cherche-Midi, que ella le había comprado, desde donde se veía una fuente y la estatua de una mujer, de granito. Apartamento donde ahora se quedaba sola, toda la noche y parte del día, atisbando, soñando que llegaba, oyendo, sin tocar nada, sin mover nada de su sitio para que, cuando llegara, no perdiera el rumbo, esperando, durmiendo, despierta, en duermevela, mientras avanzaba la noche y la ausencia de Robin se convertía en una privación física insoportable, hasta que salía también, buscando cafés, pero no aquellos donde pudiera encontrar a Robin, aunque quienes la conocían pensaban, al verla: Va buscando a la que teme encontrar: Robin; hasta que regresaba a casa, la noche interminable, oyendo los sonidos de la calle, los murmullos del jardín, el más leve zumbido que prometiera su regreso, y diciendo: “¡Ohhh, Dios; ohhh Dios…!”, repetido tantas veces hasta derrumbarse de dolor, mientras esperaba oír nuevamente la cancioncita tarareada, que no conocía, pero que Robin traía de sus escapadas nocturnas, con tonos extraños y letras incomprensibles, aprendidas de quién sabe quién, y que ella trataba de seguir, hasta que Robin se callaba, para volverlas a tararear cuando se alistaba para salir otra vez, trocando el tono de reminiscencia por el de expectativa, y ella la abrazaba, mirándola en la cara, tan estrechas y tan tensas que el espacio entre ambas, tan escaso, parecía un abismo entre la una y la otra, inconsolable, imaginando que solo en la muerte, o en la resurrección, podría retenerla, mientras Robin, desde la puerta, le decía: “¡No me esperes!”, hasta que no volvió y Nora le dijo al doctor: “No puedo resistirlo, estoy asustada”, sin saber que los muertos son responsables solo de una parte del mal de la noche, pero que el sueño y el amor lo son de la otra, que la noche es la alacena en la que la amada guarda su corazón, ave nocturna que picotea su espíritu, que somos concebidos en cárcel estrecha, que nacemos a la libertad pero nuestra vida no es sino el camino al lugar de la ejecución.

Aunque alguna vez, al verla dormida, deseó su muerte, sabe que ahora ni siquiera eso remediaría nada, y cuando el doctor le preguntó: “¿Es que no puedes parar?”. Le contestó: “Si no le escribo, ¿qué puedo hacer? No voy a estar siempre aquí, sentada, esperando”, y aunque no pudiera hacer otra cosa salvo salir para volver a buscarla, aunque supiera que solo la podría volver a encontrar en el sueño o en la muerte y que, en ambos casos, Robin ya se habría olvidado de ella; o al alba, cuando regresaba asustada, cuando el ciudadano de la noche hace equilibrios sobre un hilo muy delgado y le entraba el pavor de que volviera y le dijera: “¡No me dejes! y fuera buena conmigo, hablara con ese lenguaje secreto que solo nosotras compartíamos, y te besaría, te acariciaría las manos y los pies”, y pensaría: “¡Muérete ahora! y ya no volverían a tocarte con esas manos sucias y serías mía para siempre. Pero, ¡no!, las cosas no eran así, y si la ves, dile que siempre la tengo en mis brazos, que siempre la tendré, hasta la muerte, que no lo olvide”.

Porque ella puede hacer cualquier cosa porque olvida, y yo no puedo ir a ninguna parte, porque recuerdo, me dijo, a la orilla de ese Bosque de la noche, publicado hace 70 años por una de las más notables escritoras norteamericanas del siglo pasado, Djuna Barnes.

El bosque de la noche, de Djuna Barnes. Seix Barral

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