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Violencia inclusiva

 

Nos conocemos, a los demás y a nosotros mismos, en la medida en que estamos asediados, encerrados, presionados y apretados. Más o menos como en El ángel exterminador o en nuestras secretas escenas diarias. Al decir de un viejo refrán, a los amigos se les conoce en las dificultades. El caso es que también uno mismo se conoce en las inconfesables dificultades. Por tanto, todo lo que no sea forzarnos, buscando intuitivamente nuestras líneas de resistencia y un modo peculiar de violencia, es aplazar indefinidamente un trauma sin el cual no somos nada. Nada más que un entidad flexible, un nubarrón en el cielo claro de la economía que rige las almas. Aptos solamente para el mercado mundial y sus lúdicos estados de excepción, más o menos climatizados.

 

Afortunadamente, en el fondo siempre estamos rodeados (prejuicios, lengua, consignas informativas, cultura natal), aunque nuestro entorno climatizado y global simule justamente lo contrario. Basta una broma un poco provocativa para que se precipite una presión, una escena. Entonces se pone a prueba otra vez la condición de nuestro encierro, que muestra quién es quién. Así pues, la provocación, convocando un mundo elemental, es necesaria para desenmascarar la aburridísima hipocresía urbana de esta coacción contemporánea. Cada época tiene su maldición, y la nuestra tiene algo que ver con una extensión abusiva, casi una metástasis, de la palabra democracia.

 

En tal aspecto, incluso en el bufón de la corte se esconde un dramaturgo importante, una posibilidad irónica sin la cual no puede ni rozarse lo real ni producirse ningún parto. Es necesario, una y otra vez, resucitar el indígena que llevamos dentro para romper los protocolos policiales del día. Para que, en suma, el fin programado del mundo (sea en forma de información, de turismo, de cultura o entretenimiento) no se convierta en un menú total, sin escapatoria.

 

Y para esa función de microterrorismo lo de menos es tal vez el estilo. Cada uno debe extraerlo de sus propios fracasos. Pero tal vez una buena alianza de comedia y tragedia, de amor y odio, sea lo más aconsejable para defenderse de un mundo que es pesimista en todo lo crucial y difícil, al mismo tiempo que es optimista en lo fácil y consagrado. No salirse de esta dialéctica cruel  es perpetuar el imperio de la estupidez, sonriente y a la vez profundamente tóxico. Sin romper con esa religión del consenso consentimos en la expropiación de una inevitable violencia de existir sin la cual no somos otra cosa que los muertos vivientes que alimentan el oscurantismo de una supuesta transparencia global.

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