Al volver de estar junto a Larra vi y entré en una parte del cementerio de San Justo de Madrid: parecía un garaje, un sótano, un lugar donde ocultar coches bien aparcados y aparcadísimos: hice dos fotografías, di una vuelta entre las cajas y huecos de piedra: recordé el inicio del capítulo sobre los cementerios islámicos del libro De la Ceca a La Meca de Goytisolo: lo transcribo aquí
(después las dos imágenes, al final una pregunta y una estrella)
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La idea de una coexistencia diaria con la muerte suscita un sentimiento de angustia y rechazo en la moderna sociedad occidental. Nuestros ritos mortuorios se reducen a un simple simulacro: incapaz de colmar la brecha abierta entre la certeza objetiva de su mortalidad y el anhelo íntimo de alguna forma de supervivencia, nuestra conciencia atribulada no puede recurrir como antaño a las creencias y ceremonias asimiladoras de las colectividades supuestamente atrasadas. En vez de una aceptación religiosa o cultural de la muerte como parte integrante de nuestra existencia, aquélla acaece de modo clandestino, a espaldas del difunto y su entorno social. En metrópolis como Nueva York o París, uno puede vivir por espacio de años sin percatarse de su intrusión molesta. Una eficaz estrategia ocultativa la ha escamoteado de nuestra vida y evacuado de nuestra lengua. Pero aún: el ser humano ha sido privado de su derecho a vivirla como el desenlace natural de una mutación biológica. El precio pagado por los individuos al encubrimiento vergonzante de la muerte se revela en su desamparo interior y táctica de avestruz tocante a la brutal realidad de su condición: como en otros terrenos, el retorno de lo expulsado contamina insidiosamente la sustancia de nuestras vidas.
¿Nos acordaremos de este planeta?
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