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ArpaVisitando la playa

Visitando la playa

 

From the table of my memory

I’ll wipe all trivial fond records

Hamlet

 

 

Al amanecer del primer viernes de abril, el autobús se detuvo frente a la entrada de la playa. Del bus bajaron tres muchachos. Tenían el rostro cubierto de grasa y apretaban los ojos, desacostumbrados a la luz. Junto al ladrido de los perros y el repiqueteo de gallinas, inundó sus sentidos una brisa fresca donde se mezclaban la fragancia del mar y las flores silvestres.

–Oye, esto es precioso –murmuró uno de ellos, acomodando su boina de lana negra, aspirando el aire fresquísimo del alba.

–Huele de putamadre –dijo el otro, que entretenía sus dedos entre la rala barba roja de su barbilla y acomodaba las trenzas secas de la cabellera castaña que le cubría los hombros.

–Bienvenidos a la tierra de mi madre –dijo el tercero, aspirando profundo y señalando el camino: una trocha que bajaba serpenteando desde la carretera, entre piedras enormes anaranjadas y una sábana de tierra rojiza, la única ruta de acceso que existía, desde tiempos remotos, hacia aquella playa.

 

A la entrada de la playa, sobre el borde de la carretera que viene desde la capital, se levanta una casa de adobe modesto con techo de calaminas y firme terraza de troncos de olivo. Tres perros flacos duermen a la puerta, sobre un par de pellejos de vaca resecos sobre el cual escarban su pulgas. Los tres ladran hasta quedar afónicos cuando se detiene el bus de la mañana. Después se van a merodear por los arroyos, a comer higos podridos, a espantar zorros. Entre una rendija de la puerta de la casa, un viejo rostro se asoma. Reconoce a los que se apean del bus y cierra la puerta procurando no hacer ruido.

       –Es el joven Piero y dos amigos –le dice a su mujer, Liliana, que está ocupada en el fogón, tostando maíz.

       –Más tarde llévales mariscos. Te voy a dar queso para que les ofrezcas. Tal vez nos compren. ¿Qué vendrán a hacer en esta época en la playa?

        El hombre guarda silencio. Por la tarde les llevaría comida. Tal vez sacaría mariscos para ellos. No le gusta ver extraños después del verano. Si bien él sabe exactamente a qué viene Piero: viene a recordar.

 

Piero fue por primera vez a la playa de muy niño. Apenas se sostenía de pie sobre las piedras y lo que más temía era el ronco sonido del mar cuando las olas rompían furiosas contra las rocas. Su recuerdo más vivo era el de sus primos zambulléndose de cabeza en el océano, lanzándose desde las altas rocas del Pozo de los Hombres.  El pozo es profundo y lo único que lo separa del mar abierto es un gran peñón de piedra negra que evita la entrada frontal de las olas, que ingresan por ambos lados, en formidables chorros de agua. Cuando el mar está calmado se puede ver a través del agua helada y transparente las piedras blancas del fondo, a veces cubiertas de erizos y estrellas de mar.

A Piero le gustaba sumergirse en el pozo con los ojos abiertos, hasta tocar las piedras del fondo con las manos. Buceaba cruzando el pozo y se encaramaba sobre las rocas hasta la cima del peñón negro para sentarse a ver cómo reventaban las olas.

Los tres muchachos se habían detenido en uno de los recodos de la trocha, sobre una roca desde la que se podía ver la fina línea del océano. Habían estado caminado unos diez minutos cuesta abajo. No daban más.

Piero se había resbalado en una cuesta tratando de cortar camino. Sacó un cigarrillo que se pintó del color rojo de la tierra en sus manos.

–Un descansito chocheras, un descansito.

Conforme descendían, el paisaje se abría más y aparecía la alfombra azul del mar y la muralla de rocas negras donde reventaban las olas. En el horizonte vieron lanchas de pescadores avanzando lentamente hacia el norte; y al seguir bajando escucharon el chapoteo de los lobos marinos que se confundía con el chillido de las gaviotas sobrevolando la orilla. Casi treinta minutos después, llegaron al pueblo de la playa: una veintena de casas de paredes de piedras unidas con lodo, techadas con estructuras de troncos de huarango, recubiertas con paja totora. Las casas estaban distribuídas alrededor de un terreno en forma de un cuadrilátero irregular de tierra arcillosa semi afirmada, la plaza central, que servía de campo de fútbol, pista de baile o estacionamiento para los autos y camiones en los que llegaban los veraneantes.

Estaban fuera de temporada y las casas estaban vacías. El pueblo tenía el aspecto de ruinas abandonadas por los primitivos que Piero había visto en algunas regiones de la montaña. Lo único que allí se movía era el polvo y las hilachas de paja que sobresalían entre los restos de totora de los techos. Piero miró las construcciones inmóviles mientras encendía un cigarrillo. Empezó a recordar las mañanas en que caminaba descalzo por los senderos de tierra caliente entre las casas y las tardes en que se sentaba con sus primos sobre un colchón viejo tendido sobre un poyo frente a la plaza, a contarse historias hasta que los agarrara el sueño.

Y si bien el pueblo solo era un paisaje de piedras y polvo, en él había lugares que le traían recuerdos con violenta intensidad. Uno de ellos era un muro pequeño, de piedras irregulares: la pared posterior de la casa de Jessica.

 

***

 

 

El verano que la conoció, él no había cumplido aún los 15 y Jessica solo tenía 12. Piero se echaba sobre un viejo colchón frente a la plaza polvorienta, a pasar las horas leyendo. Ella, sus cuatro hermanas y Roger –su padre– caminaban cada tarde hacia las pozas de La Lobería, de pesca. Y cada tarde, antes de irse, Jessica venía a preguntarle con su mirada de ojos brillosos en su ropa de baño entera negra y húmeda:

–Pierito ¿qué es lo que estás leyendo?

Parecía muy interesada en las historias de sus libros. Escuchaba atentamente tanto las historias de Piero sobre la guerra de Canudos; como los desvelos de aparecidos y desaparecidos entre los fértiles desórdenes temporales de Comala; o los enredos de aquel pequeño libro-laberinto de capítulos conectados con charlas intelectuales y fondo de jazz en París.

Algunos veranos después, cuando Jessica acababa de cumplir los quince, tras pasar la tarde juntos metidos en el mar, escarbando con los pies en la arena para sacar machas, sintiendo que Jessica se le acercaba mucho y lo invitaba a percatarse de que era una mujer de pechos enormes apenas disimulados en una tanga de manchas blancas y negras como de leopardo, Piero perdió todo control y enfrente de los pescadores y de sus primos, la besó.

–Te tengo que enseñar a besar, Pierito –dijo ella, mientras agarraba su lengua entre su lengua y apretaba contrá él las puntas heladas de sus senos.

Tras volver a la playa, ya casi de noche, en una camioneta con la tolva llena de primos y costalillos de machas, Piero se sumergió con Jessica en el agua helada del Pozo de los Hombres. Aprovechando que las miradas estaban más atentas a los primos que se lanzaban desde lo alto de los peñones, Jessica acomodó la tanga bajo el agua, para que Piero pudiera besarle los pechos. Piero quiso bajar entre sus piernas a seguir besándola. Sintió que ella lo expulsaba con las rodillas.

–No es que hubiera gente Pierito, solo que dentro del agua me dan cosquillas –le explicó luego, cuando marchaban por el sendero hacia el pueblo de la playa, en fila india, con sus primos y las hermanas de Jessica detrás de ellos, riéndose.

Una noche después, contra aquél muro posterior de su casa, hicieron un amor incómodo y silencioso mientras sus primos y las cuatro hermanas de Jessica jugaban cartas del otro lado de la pared, alrededor de una mesa iluminada por un pálido lamparín de queroseno. Piero recuerda que las estrellas desfilaban esa noche, como de fiesta; y que sus suspiros estuvieron contagiados por un intenso aroma de caldo de cangrejos.

***

 

Piero llevó a su amigos Rafo y Pelón hasta el Pozo de los Hombres, pero no pudo convencerlos de que se zambulleran. Metieron la punta de los meñiques y opinaron que aquello más parecía una heladera que una poza. Además, si bien Piero se encargó de arrancar la mayor parte de los erizos negros aferrados a las piedras, no pudo asegurarles de que fuera seguro caminar descalzos sobre esas superficies cubiertas de espinas. Piero nadó de uno a otro lado, se encaramó sobre la punta del piedrón negro y miró al otro lado de la poza. A cierta distancia, más allá de unas puntas cubiertas de guano de pájaro, vio una breve bahía donde las aguas lucían eternamente calmas: La Lobería.

Recordó entonces esa primera caminata al lado de Jessica, detrás de sus hermanas, de sus primos, camino a la Lobería. Con los cordeles de pesca, las carnadas, las bujías que servían de plomada y las redes vacías. Volvió a pasar frente a ese codo del camino donde él la empujó contra una de las piedras y la besó chocando los dientes. Le pareció estar otra vez sentado al lado de ella, sobre una piedra gigante y achatada frente al mar, ajustando los anzuelos, enganchando la carnada, simulando estar interesado en la pesca, incómodo porque ella se le pegaba al cuerpo y debajo de la breve trusa se le dejaba ver la forma de su sexo ansioso.

 

***

Pelón armó un troncho mientras Piero nadaba en el pozo y Rafo perseguía un par de azulillos con una improvisada cangrejera. En el bus desde Lima, Piero le había comentado que con un gancho así se podía ensartar a los cangrejos. Sin embargo los animalitos esquivaban la herramienta y desaparecían entre los intersticios de las piedras.

Pelón se echó a fumar con el torso desnudo sobre un peñasco de superficie plana, contemplando las caprichosas formas de las piedras.

–¿Es aquí donde ponen a enfríar las chelas? –preguntó.

Piero salía del pozo. Rafo, aburrido, dejó de perseguir a los cangrejos.

–Hay que meter las botellas debajo de los pedrones del fondo, dejarlas allí una media hora, luego bajar a recogerlas, heladitas –dijo Piero.

–No me sorprende, si el agua está recontra helada.

–Lo que me parece alucinante es el paisaje –comentó Pelón–, esa roca parece el perfil de un pata narigón. Y esa tortuga sobre esa peña está bravaza… ¿Les armo un huirito?

Caminaron de regreso al pueblo por un estrecho sendero cubierto de conchas secas de lapas y corazas disecadas de cangrejos. Antes de empezar a subir la cuesta, vieron que, desde las casas, un anciano que cargaba a la espalda unos costales que parecían más pesados que su cuerpo, y entre las manos sostenía un paquete de papel amarrado con pita, los miraba. Parecía estar esperándolos.

–Es Ezequiel –les dijo Piero–. Es el guardián de la playa. Algunos se burlan de él y lo llaman “el alcalde”.

–¡Joven Piero! –gritó Ezequiel, levantando una mano y abriendo toda la boca para sonreír.

Rafo y Pelón notaron que al hombre le faltaban todos los dientes.

Ezequiel conservaba las manos callosas y secas que a Piero le impresionaban de niño cuando lo veía saltar sobre el mar, de roca en roca, casi desnudo, con una red amarrada a la cintura, sumergiéndose antes que lleguen las olas para arrancar caracoles, lapas, barquillos y erizos. A veces lo acompañaba a cazar cangrejos. Ezequiel sabía cómo ensartar dos o tres al mismo tiempo con la cangrejera. A la hora de almuerzo sus tías preparaban los mariscos picantes y la sopa de cangrejos, y Ezequiel se sentaba en una esquina de la casa con su plato, observando en silencio a toda la familia: las tres o cuatro tías, los ocho o quince primos –dependiendo del mes de la temporada de verano– sentados alrededor de la mesa, devorando la comida que él le había arrancado al mar.

–Te traje barquillos y lapas para que comas con tus amigos–, dijo Ezequiel.

Los miró a Rafo y a Pelón, de arriba a abajo, sin cerrar la boca. Estrechó sus manos con fuerza, mucha más de la que ellos esperaban del viejo.

–Mi esposa te manda galletas y queso, dijo.

Piero agradeció. Se metieron los tres a la casa, con los costalillos de mariscos y el paquete con las galletas y el queso. Les dijo a sus amigos que había que darle algo de dinero. Dentro de su limitado presupuesto de viaje, intentó dar una suma generosa.

–Si lo sabía, no cargaba tantas latas de atún–, dijo Pelón.

–Pensé que íbamos que tener que latear hasta la carretera, dijo Rafo.

–Igual tenemos que comprar el jonca de chelas.

–Pero no tiene que ser hoy, vamos mañana. Yo estoy trapo –les dijo Piero.

Ezequiel recibió el dinero inclinándose con exageración, como si se tratase de demasiada plata para tan poco trabajo.

–Si mañana no está bravo el mar yo les traigo más. Tal vez pescado. ¿Hasta cuándo se quedan?

–Hasta el domingo. ¿Alguien del pueblo viene estos días? preguntó Piero.

Ezequiel dudó un momento. Se pasó la lengua por los labios resecos, apretó las manos callosas.

–Roger estuvo aquí el domingo, pescando –dijo, y se detuvo en seco. Miró al suelo –Con sus hijas– prosiguió–, y el nietecito.

–¿Vino Jessica?

–No. Solo el hijo. Y las niñas. La Jessica está en Arequipa, trabajando, creo.

Y entonces Ezequiel se detuvo. Solo miró a Piero, sin atreverse a agregar más.

–Creo que con esta comida tenemos de sobra, Ezequiel. Paso el domingo temprano, antes de irnos, para llevar queso a Lima. ¿Está bien?

Ezequiel asintió.  Se despidió con un apretón de manos y sonrió con la boca abierta y sin dientes. Empezó el regreso hacia su casa. Mientras marchaba con sus costalillos vacíos, cuesta arriba, se preguntó si tendría que contarle eso a su esposa. “A ella no le parecerá correcto que le haya dicho a Piero lo de Roger” –pensó–, “y no le gustará, mucho menos, que le haya dicho a Piero dónde estaba Jessica”.

Pero era el joven Piero quien había preguntado por Jessica. Y al hacerlo, Ezequiel se dio cuenta de que al muchacho le había temblado la voz.

–Todavía se acuerda de ella –pensó–. El muy hijo de puta.

 

***

 

 

En el verano de la playa, a Piero le gustaba dormir afuera de su casa, mirando las estrellas, sobre los colchones tendidos sobre los poyos de piedra al frente de la plaza. Desde allí escuchaba mejor el distante sonido de las olas.

–Levántate, flojo.

Jessica estaba mojándole los labios con la tibieza de su lengua. Piero abrió sus ojos legañosos para verla, agarrado de la frazada, abrigándose hasta la barbilla.

–Ayúdanos a traer agua del puquio –dijo ella, mientras metía sus manos calientes debajo de la frazada y buscaba el camino hasta debajo de su trusa.

–Sílbame un beso, primero –pidió Piero.

Y ella pegó sus labios, los abrió, acomodó su lengua y silbó dentro de su boca. Lo besó atrapándole la lengua. Sacó la mano debajo de la frazada y la metió entre el cabello de Piero, que amanecía siempre desordenado y lleno de polvo. Esa mañana apenas si se escuchaba el sonido del mar.

–El mar está mansito –dijo Jessica–. Mi papá dice que nos va a sacar un pulpo.

–¿Cómo éste? –preguntó Piero–. Y metió ambas manos debajo de su chompa, para acariciar la redondura de sus pechos y la fuerza de sus puntas.

–Pero a este pulpo lo vamos a cortar en pedacitos.

Las cuatro hermanas los esperaban camino al puquial, con poronguitos de plástico. Había que caminar un trecho largo, al lado de corrales de animales y un arroyo lleno de sapos. Mientras llenaban de agua los porongos, retumbó la tierra. Varios autos estaban bajando por el camino hacia el pueblo de la playa. Escucharon el golpeteo de piedras, metales y arena. Piero miró hacia el camino, hacia la polvareda que se levantaba. Jessica lo ayudó a llenar el último porongo, buscando sus ojos. Piero no pudo disimular su agitación.

 

 

***

 

Pelón encontró un tronco perfecto para amarrar su hamaca paraguaya.

–Después de una buena comida, un tronchito y una jateada en hamaca es mejor que el sexo–dijo

–Nunca he probado –dijo Piero.

–¿La hamaca o el tronchito?

Pelón le aseguró que la hierba apenas si le iba a hacer cosquillas, que el porro lo había preparado suave, para que no le choque.

–Lo máximo que vas a sentir, son ganas de cagarte de risa.

Así que Piero aspiró y el humo dulce le fue llenando el cuerpo.

–Oye ¿para qué sirve este tronco? –preguntó Rafo, que sentado en una piedra, los miraba. Estuvo perfecto para la hamaca. Hay otro allá, pero un poquito lejos.

–Entre éste y el otro tienden cordeles de ropa. Por esa puertita trasera –Piero señaló un pasaje entre las piedras, de la altura de una persona– se entra al comedor de la casa de mi familia.

Piero aspiró el troncho y se lo pasó a Pelón, que estaba recostado en la hamaca, a su lado, mirando las estrellas. Por el rabillo del ojo creyó ver a Rafo, entre las piedras de una casa abandonada, tratando de cazar lagartijas. Le dio ataque de risa.

–Putamadre Piero, –Pelón lo miró– ya estás chino.

 

 

***

Piero estaba descargando el agua en un porongo grande en la cocina de la casa de Jessica, cuando entró su primo avisándole que su mamá y su hermana acababan de llegar en el auto, desde Lima. Un cuy, escondido bajo el fogón, asomó el cuerpo como si fuera a correr. Piero perdió el equilibrio por evitarlo y un buen chorro de agua fue a parar al piso.

–Estás nervioso porque llegó tu mami –dijo Jessica riendo.

–No es cierto, monga –dijo Piero–. Lo que deberíamos hacer es darle vuelta a estos cuyes.

–Les tocas un pelo antes de la fiesta y Roger te asesina.

Jessica se despidió con un cálido beso con silbido. Sus hermanas lo miraron irse hacia su casa, en silencio.

Tan manso estaba el mar aquella mañana, que todo el pueblo de la playa había bajado a las pozas. En uno de los rincones del Pozo de los Hombres, Jessica y sus hermanas rodeaban a Roger, quien metido en el agua hasta las rodillas, rebuscaba debajo de las piedras. El agua empezó a tomar un color oscuro. Roger se zambulló con ambas manos al frente y, sacándolo del agua, enseñó a todas un pulpo derramando tinta. Le volteó la cabeza y lo lanzó hacia la orilla, donde el animal murió revolcándose sobre el calor de las piedras.

–Saquemos otro, que éste solito no alcanza para tantas mujeres hambrientas –gritó Roger emocionado.

La más pequeña de sus hijas se le abalanzó a abrazarlo.

Piero estaba sentado al otro lado del pozo, ayudando a su madre a sacar erizos y al lado de su hermana menor, quien en un bikini muy pequeño, echada de espaldas, con lentes ahumados, tomaba el sol. Miró a Jessica, que caminaba al lado de su padre, con una red amarrada a la cintura. Ella le guiñó el ojo y le dio la espalda.

Sus primos, armados con las cangrejeras, se encaramaban de barriga sobre las rocas, husmeando entre el aracanto y las algas, en las rendijas que se formaban entre piedra y piedra. Su madre acababa de sacar tres enormes erizos rojos del fondo del pozo, y los estaba cascando con una piedra. Piero y su hermana se sentaron uno al lado del otro, mientras su madre limpiaba entre sus dedos la carnecita y se las daba en la boca.

Mientras Piero saboreaba el agua salada de la lengüeta anaranjada, creyó que Jessica lo estaba observando. Miró sobre el hombro de su madre hacia el otro lado de la poza. Jessica caminaba dándole la espalda, detrás de su padre, que seguía la pista de otro pulpo entre las peñas.

De repente Roger metió las manos al agua y sacó otro pulpo, que con la cabeza volteada y agitando los tentáculos, voló sobre las cabezas de sus hijas, y aterrizó pesado y fofo sobre las piedras de la orilla. Las hijas estallaron en gritos de alegría mientras abrazaban a su padre que reía regocijado. Desde otras pozas, los veraneantes gritaban, felicitándolo.

–¿Quiénes son? –preguntó la hermana de Piero, mirando extrañada al grupo de muchachas.

Su madre también había volteado al escuchar los gritos. Distinguió a Roger y a las cinco muchachas que gritaban.

–Ese es Roger, creo que es un camionero del pueblo. Esas deben ser sus hijas.

Piero miraba la escena, preocupado y mudo.

 

***

 

 

La pequeña expedición hasta el único restaurante de la carretera (Doña Flor y sus 40 traileros ) resultó un fracaso. Piero les había ofrecido a sus amigos una caja de cerveza y un buen cebiche, pero solo quedaba cerveza negra y a Doña Flor se le había acabado el pescado y los mariscos. Comieron una filete de carne dura y regresaron a la playa turnándose para cargar la caja de cerveza negra.

–Es raro. Acá la chela nunca se acaba. Solo en la fiesta de las cruces.

–¿Esa es la que nos dijiste que es la cagada? –preguntó Pelón.

–Es que regresan todos los del pueblo que se fueron a Lima. Contratan una orquesta y se chupa y se baila hasta la mañana. Los músicos bajan hasta las pozas al amanecer y se sigue chupando entre las piedras, hasta que se termine la chela.

–¿Tú siempre vienes? –preguntó Rafo.

–Trato –dijo Piero. Y recordó aquella mañana de fiesta, ese único verano con Jessica.

 

***

La playa está desierta hasta los primeros días de enero, cuando llegan las primeras familias, con camas, colchones y trastos, en camiones de carga. Luego de techar sus casas, se clava la cruz. Al final de la temporada se desclava la cruz y se guarda en casa de los padrinos, hasta el siguiente verano.  La tarde de la fiesta hay una corta procesión hasta la cruz. Las familias regresan a sus casas para cenar, y al anochecer se acomodan sobre los poyos de piedra alrededor de la plaza. Pronto empiezan a llegar camiones desde otras playas, llenos de gente. En uno de esos camiones llega la orquesta. Cuando la orquesta empieza a tocar, empieza oficialmente la fiesta.

Al terminar la cena, Piero sale de su casa por la puerta trasera, se encuentra con Jessica entre los cordeles de ropa.

–Desde que llegó tu mamá no me has ido a visitar.

–Eso fue solo ayer… de todos modos nos íbamos a ver en la fiesta hoy ¿o no?

–Te vine a buscar esta mañana pero no estabas. Roger cocinó picante de cuy.

–Dormí en la casa, hacía mucho frío afuera.

–¿Tu mamá te dijo que te podías resfríar?

–¿Te dio pena comerte a tus mascotas?

–¿Quieres saber a que sabe el cuy? Prueba esto.

Estaban besándose entre un vestido púrpura de lienzo y unas largas mallas de baño de las abuelas. Piero sentía el frío de la ropa mojada tocándole el rostro y la mano tibia de Jessica acariciándolo debajo de la ropa. A lo lejos se escuchaba a la orquesta en la plaza, que comenzaba a ensayar:

– “Agradecemos a Luchito García, que nos ha traído esta noche desde la rica ciudad de Nazca… Luchito, por favor, acércanos las chelitas que estamos con la garganta un poquito reseca… Nosotros somos los Chancalalatas de Nazca… ¡Síguela que síguela que síiiiguela!”

Piero abrió los ojos y vio a su hermana que los miraba entre la ropa mojada, parada bajo el portal de la puerta trasera de su casa. Sintió la mano de Jessica sacándole el sexo de la trusa, haciéndole una paja.

Se movió bruscamente.  Jessica abrió los ojos y volteó, a tiempo para ver a la hermana de Piero, entrando apurada en la casa.

 

***

Piero buceó en el Pozo de los Hombres con los ojos abiertos. Agarró dos botellas de malta negra atrapadas bajo una piedra blanca, y empezó a nadar hacia la superficie.

–Estas son las últimas –gritó al sacar la cabeza del agua.

Aún no había conseguido convencerlos de que se metieran al agua helada. Rafo y Pelón estaban echados sobre una piedra plana, tomando sol.

–Ay carajo, qué buena vida.

–Qué flojera pensar que mañana a esta hora vamos a estar de vuelta en Lima.

–¿Quién tiene el destapador?

–Acá. No estaba tan mala la malta. Tal vez deberíamos parar un toque en el restaurante, antes de irnos, para tomar un desayunito nutritivo –dijo Pelón.

–¿A qué hora nos vamos?

–Hay que salir a las seis de la mañana, es la hora en que empiezan a pasar los buses. Después no pasan hasta la tarde –dijo Piero.

–¿Podemos caminar hasta el restaurante?

–No creo que sea buena idea, bróder. No con los maletines –dijo Rafo.

–Ya te quiero ver cuando llegues allá arriba. Vas a quererte sentar en el primer bus que pase –dijo Piero.

–Puta, voy a extrañar este lugar –dijo Rafo.

–Es difícil no extrañar esta playa –dijo Piero.

–¡Salud! Basta de penas. Todavía me queda hierba para un tronchito más. ¿Alguien quiere?

 

***

 

Parado frente al ventanal de la oficina de la revista en Miraflores, Piero podía ver la cruda neblina que cubría la pálida línea de la costa. Los edificios lúgubres, como cajas verticales horribles, al borde de tristes acantilados. Ni siquiera la alfombra y las paredes de colores terrosos –azules y rojos–, que meses antes le habían parecido el ideal de la decoración moderna, le gustaban aquella tarde. Las diseñadoras gráficas, rubias y de largos dedos blancos, que apestaban el ambiente con la tonelada de colillas de cigarros que atestaban sus ceniceros metálicos, le parecían más desagradables que nunca.

¿Le habían parecido desagradables antes? ¿El mismo no se había parado muchas mañanas frente a ese ventanal, mirando el mar, y se había sentido un hombre realizado? ¿No le había gustado que ese mediodía una de las diseñadoras, la más hippie y bonita de las tres, lo invitase a almorzar con toda la oficina, por primera vez?¿No se había sentido dichoso desde su primer día de trabajo, al contemplar la línea caprichosa de las olas limeñas reventando contra el muelle, y a los pocos tablistas que en el frío de ese invierno se atrevían a correrlas? ¿Tanto había cambiado en su ánimo aquella llamada inesperada? –se preguntó Piero.

 

       –Hola Pierito –dijo en el teléfono la misma voz alegre de siempre.

       Detrás de esa voz se escuchaban risas burlonas, comentarios crueles.

       –Hola Jessica –su timbre de voz más seco–. Disculpa que no te haya podido llamar estas semanas. He estado muy ocupado, entre la universidad y mi nuevo trabajo.

       –No te preocupes Pierito –esta vez con la voz entrecortada–, qué pena que ya me tenga que regresar al pueblo sin que hayamos podido vernos.

       –Disculpa Jessica, han sido unas semanas muy difíciles, de verdad quise verte.

       –No tienes que disculparte, nunca te avisé que venía a Lima.

       –Tal vez vaya al pueblo antes de fin de año. Igual nos veremos en la playa, en el verano ¿No?

       –Solo quería verte para decirte cuánto te extraño.

       –Me vas a disculpar Jessica, mi jefe está a mi lado. No puedo hablar mucho –dijo Piero, mirando nervioso la oficina vacía.

       –Cuídate Pierito –dijo Jessica. Y colgó.

       Antes de colgar, Piero oyó otra vez las risas y las burlas detrás de aquella voz. Tal vez eran sus hermanas, tal vez amigas que él conocía del pueblo. Se imaginó toda la escena y sintió un dolor terrible

 

Volteó hacia la pantalla de su computadora. Ahí estaba la página cultural que estaba escribiendo para la revista de aquella semana, una crítica de cine que parafraseaba las líneas de un cuento: “Le contaré la historia de mi herida con una condición…”. Y Piero se sintió peor.

 

***

 

 

Piero regresó a la playa un año después, solo para la fiesta. En los meses previos, sus primos lo habían llamado para contarle que Jessica estaba saliendo con un policía del pueblo. Luego se enteró que ese policía la había embarazado. Supo que en el pueblo habían descubierto que el hombre aquél estaba casado. Sus primos le contaron que Roger lo había buscado para arreglar cuentas pero que “el muy cobarde” se había escapado.

Cuando llegó a la playa el siguiente verano, Piero evitó pasar por la plaza. Esperó en la puerta trasera de su casa, sentado sobre el poyo que daba a los tendederos de ropa, leyendo una novela que le había recomendado el director de la revista. Sabía que muy pronto alguien lo vería y se encargarían de avisarle a Jessica. Al poco rato apareció, muy gorda, entre los cordeles de ropa. Agradeció que fuera ella la que rompiera el hielo.

–¿Qué lees Pierito? –dijo sonriendo.

Piero le enseñó el título del libro pero le inventó un argumento. Era la historia de un amor imposible.

Se miraron un rato largo, resumieron en breves palabras sus vidas separadas. Era un embarazo sin complicaciones. Roger y sus hermanas la estaban ayudando mucho. Los dos estaban empezando a recordar, con mejor ánimo, momentos de aquél verano juntos, cuando una mujer –que él no conocía–, pasó al lado de ellos, caminando entre la ropa y murmurando:

–Donde hubo fuego, cenizas quedan.

Piero se sintió incómodo. Pronto fue muy evidente que se les habían agotado los recuerdos juntos, y Jessica se despidió. Se dieron un beso en la mejilla y él se quedó parado, viéndola cómo desparecía, gordísima, entre los senderos de tierra caliente, camino a su casa. Al día siguiente se enteró que Jessica no se estaba sintiendo bien y Roger se la había llevado al pueblo con sus hermanas.

Aquella fiesta, vino a la playa casi toda su familia de Lima. Las tías camalearon dos carneros y uno de sus tíos sacrificó un cerdo. Sus primos le presentaron a una prima lejana, estudiante en Lima, que venía por primera vez a la playa. Piero le enseñó a bailar cumbia tropical andina. Bailaron toda la noche. Al amanecer, bajaron con todo el pueblo hacia el Pozo de los Hombres, por un senderito cubierto de restos de machas y cangrejos, saltando sobre las piedras. La orquesta iba adelante de todos. Piero ya le estaba prometiendo a su alumna de cumbia que la iba a ir a visitar de regreso en Lima, cuando tropezó con un hombre que avanzaba entre la gente en sentido contrario, tambaleándose, completamente borracho. El hombre cayó al piso. No quiso que nadie lo ayude a levantarse. Peleó con sus propias piernas. Por fin se levantó y volteó a mirarlos. Era Ezequiel, con una mirada brillosa y llena de lágrimas.

–Ella aún te quiere –balbuceó–. Y siguió su camino, dejando a Piero en silencio, mientras sus primos y su nueva prima lo empujaban por el sendero, para que no se quedara rezagado.

Un músico empezó a tocar la trompeta. El sonido se mezcló con el furioso ruido del mar.

–¡Síguela que síguela que síiiiguela! –gritó alguien entre las piedras. Y todos, se rieron, complacidos.

 

 

***

Los tres amigos llegaron a la carretera casi sin aire. Los recibió la misma brisa fresca de su primera mañana, el olor a flores silvestres con un breve toque de sal.

Los perros casi ni se movieron cuando Piero fue a tocar la puerta de Ezequiel. Abrió su mujer.

–Joven Piero, cómo está. No se le ve hace tiempo por estos lados.

–Mucho trabajo, Liliana. Mucho trabajo.

–Ezequiel se fue al mar temprano. Pensó que le iba a dar tiempo para que desayunen algo.

–Todos tenemos que trabajar el lunes, mejor tomar el bus de la mañana, así llegamos a Lima a descansar.

–Acá tiene un queso para usted y uno para su mami. El de su mami se lo doy de yapa. Dígale que muchas gracias por el aceite de oliva que me trajo en el verano.

Los perros empezaron a ladrar, casi al mismo tiempo que a lo lejos, en una curva, aparecía el primer bus de la mañana. Piero se despidió muy rápido de la mujer y les gritó a sus amigos que detuvieran al autobús, que le hicieran señales con las manos. Este se detuvo, a un lado del camino. Los tres amigos se subieron al autobús y encontraron las caras grasosas y soñolientas de los pasajeros, atrapadas en el hedor de tanta gente durmiendo junta en un espacio oscuro y cerrado. Para Piero, ése era el olor que siempre le recordaba sus viajes en bus a la playa. Por la ventana vio que Liliana le hacía adiós, con los perros saltando y las gallinas corriendo de un lado para otro.

Algunos de los pasajeros, con los rostros pegados a la ventana, miraban el camino de tierra y se preguntaban a dónde llevaría.

Los amigos encontraron asientos juntos, en la íncomoda última fila, sobre el motor. Mientras acomodaban sus maletines encima de los asientos, Piero vio que los perros dejaban de ladrar y empezaban a caminar hacia el arroyo. Miró a sus amigos que ya cerraban los ojos e intentaban dormir y se preguntó si el viaje había significado tanto para ellos como para él. Si a pesar que se llevaban el olor de la tierra de su playa, habrían llegado a entenderlo del todo cuando los invitó a viajar con él, ese fin de semana. Cuando les dijo:

–Van a conocer mi paraíso, van a conocer mi playa.

Porque la playa no era solo el lugar sino también sus memorias. Y la mejor prueba era que aquellos días Piero los vivía mejor cuando los recordaba y los escribía. Cuando ponía el punto final y releía, que algún fin de semana, hace algunos años, decidió ir con dos amigos, a visitar la playa.

 


 

Ulises Gonzales (Lima, 1972) terminó sus estudios de maestría en literatura inglesa en Lehman College, City University of Nueva York, donde dicta una cátedra. En 2010 publicó su novela País de hartos con la editorial Estruendomudo. Escribe el blog literario The New York Street.

 


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