Ocurre que no soy un especialista en literatura gay ni LGTB+. De hecho, a la manera de Cortázar, me considero un forever primerizo en la misteriosa faena de leer y escribir, cada intento es un nuevo intento, fallido o no, es lo de menos; además soy más o menos autodicacta —digo esto sin demérito alguno de mis mentores, que los he tenido, unos pocos pero muy buenos. Eso sí, el día que busque a la Maga, presento mi renuncia. Yo leo y escribo cuando me da la gana, sin pretensión alguna de manifestarme, de plasmar los justos reclamos y reivindicaciones de la época. ¿Tengo que agregar que, para mí, la literatura tiene que ver con cien mil otras cosas antes que con cumplir una agenda reivindicatoria en días muy distintos al pasado? Por ejemplo en la incivilizada Inglaterra, donde bajo la Offences Against the Person Act de 1861 y su enmienda de 1865 elevando a delito de sodomía cualquier relación sexual entre hombres. No se diga del otro lado del canal, en España, que mantuvo vigente hasta 1978 la Ley sobre Peligrosidad y Rehabilitación Social.
Muy jovencito leí con más curiosidad que asombro a las glorias locales de la literatura gay, quienes por cierto eran publicadas sin que nadie les tocara un pelo, y la verdad me resultaban un poco aburridas: mucho amor underground en escondites de azotea, en algunos bares donde el pudor era mayor al de mis tías de Celaya. En otras palabras: poca y tristona literatura.
Una impresión mucho mayor me causaron mis lecturas, también tempranas, de por ejemplo Mi padre y yo, de J.R. Ackerly, historia que transcurre entre 1896 y el todavía rancio clima posterior a la Gran Guerra, cuando la homosexualidad lo mismo del padre que del hijo, eran consideradas un delito del orden público castigado salvajemente en el civilizado Reino Unido. A eso podemos sumarle la parte autobiográfica de una obra maestra: Enemies of Promise, de Cyril Connolly, un bisexual reluctante y vitalicio, quizás su pesar. No voy a seguir con Christopher Isherwood, pilgrim británico del Berlín de entreguerras, ni de su Heartful Companion en la Islandia y la China de entreguerras, quizá el mejor poeta, heredero si se vale la expresión, de T.S Eliot: W.H. Auden, en cualquier caso el mejor poeta de la segunda mitad del siglo XX.
Entre esas lecturas juveniles homo-eróticas también desfilaron Antes de que anochezca, de Reinaldo Arenas, cuya introducción subtitulada “El fin” me sigue pareciendo un ejemplo de la más pura valentía y coraje ante el desamparo total de un tipo que se muere de SIDA, solo, aislado, en una desolada covacha newyorkina: son un duro, hermoso y humano testimonio las cien anécdotas, desde el descubrimiento de la diferencia en la infancia, hasta las explícitas escenas de sexo rudo al interior de las barracas de las prisiones correctivas de Fidel. Así las cosas, yo me quedo con las breves y desgarradoras y valientes ocho páginas tituladas “El fin”, ubicadas, ya lo dije, al inicio de las memoras de Reynaldo. También dije que no soy especialista, mis carencias son tan grandes como mis deficiencias. Pero he leído.
Tampoco faltaron los poemas corajudos, sin declaración de causa ni petición de reivindicación de los poetas españoles, a saber el andrajo Leopoldo María Panero, quien no limosneaba el derecho a la diferencia, acaso la experiencia dura de su propia homosexualidad. Repasemos un fragmento de “Metamorfosis o la sustancia del poema” Pescador”, poema escrito con toda certeza al interior de uno de los hospitales psiquiátricos donde Leopoldo llegó a encontrar su particular y muy personal noción y experiencia de un hogar:
Mi rostro está convertido en azucena
y en mis pies crece un árbol
y llueve en mi ano
—farai un vers de dreyt nien—.
Más tarde, no mucho después, continuaron las lecturas de esos españoles recién salidos de la Movida, su proceso de maduración poética, intelectual y política, llegados al punto de no verse obligados a reivindicar derechos sino a tomar la palabra por la fuerza misma de la palabra. Así por ejemplo Luis Antonio de Villena, esteta, dandi y suerte de Lou Reed del lado salvaje, “Esa querida atmósfera de tango hacia las tres” [fragmento]:
En la barra despierta los camareros te ofrecen
la penúltima copa. Suena detrás la música de siempre […]
Sientes, frente al espejo,
el orgullo de tan duro de estar solo. Y los chicos
te cuentan en qué sitio se puede comer de madrugada,
o en qué tugurio, más o menos chic, se evita ver
el sol cuando despunta el alba […]
Descender hace más profundo este estepario orgullo
de estar solo… Te despide ya un maitre entre zalemas,
y se apresura el portero a despejar la ruta… […]
Ahí está la noche, limpia, seca, estrellada, pura. La puerta se abre muy solemne:
¡Hasta mañana, señor! La soledad está servida.
Podría seguir con uno de los poetas que considero mayores en lengua española, Jaime Gil de Biedma, que además de escribir excepcionalmente, se las tenía que jugar, como muchos otros, bajo la salvaje y estúpida dictadura de Franco. Pero suspendo mi corsi e recorsi, no me sigo con Pedro Lemebel, cronista impar de la vida y las andanzas del mundo gay durante el infierno pinochetista, para por fin llegar a quien realmente me interesa abordar, por así decirlo, en este momento.
Me refiero a Jaime Bayly, al peruano —hoy un tanto en el olvido de las idiotas militancias latinoamericanas gay, machas y marciales, todas ellas extra-demandantes y extra-protegidas, las mismas que lo mantienen relegado a lo suyo, su muy serio programa televisivo transmitido desde Miami; el mismo Jaime Bayly, cada vez más hinchado por la depresión, junto con su hermanita la ansiedad y la falta de sueño —the Ugly Little Twins, las llama Nick Cave— intento de peruano porque sabe que no se siente bien bajo esa piel, ni bajo ninguna otra coraza identitaria y de quien Roberto Bolaño señaló apenas en 1999, apenas un año antes de iniciado el maltrecho y novedoso milenio:
Hay que ser muy valiente para escribir sobre la homosexualidad en Perú. Hay que ser muy valiente para escribir desde la homosexualidad en Perú. Sobre todo si uno lo hace sin pedir perdón a nadie, ni a la derecha ni a la izquierda […] Hay quienes reprochan a Bayly su descuido por la forma. En ocasiones, raras, yo he sido uno de ellos. Pero en realidad creo que Bayly no descuida tanto el aspecto formal como a simple vista puede parecer. Yo creo que Bayly intenta buscar, sobre todo a partir de su tercera novela, una forma que se adecúe a su potencia narrativa, a su flujo verbal inagotable. Porque aquí hay que aclarar algo: la fuerza de Bayly como narrador, la fuerza como dialoguista, la capacidad de Bayly para salir de cualquier atolladero, es extraordinaria. Cualquier escritor se da por satisfecho con eso […] A Bayly hay que exigirle lo que él ya nos da: el oído más portentoso de la nueva narrativa en español, una mirada a menudo conmovedora que mira a los otros con humor e ironía y también con ternura, una ternura de superviviente evocadora de un tiempo que ya pasó y que probablemente sólo existió en los sueños del narrador, un Perú agónico o un Perú que ya sólo es rescoldo de lo que fue […] La prosa de Bayly, que no dudaría en calificar de luminosa (luminosa y valiente, pero no con esa luminosidad del desierto o del bosque, sino con la luminosidad de los atardeceres urbanos, y no con el valor temerario ni con el valor fúnebre sino con el valor de quien tiene que enfrentarse consigo mismo y no perder la alegría), no es un fenómeno aislado en las letras de habla española.
Vaya que Bolaño supo descifrar una obra, la de Bayly a partir casi de una única novela, o al menos a la que hace referencia continua en aquel texto de 1999, Yo amo a mi mami y lo hace tan estupenda y lucidamente que les haría perder a ustedes tratando de glosar otros títulos que incluso me parecen mejores: La noche es virgen (Premio Herralde 1997), Los amigos que perdí (2000) y un libro que no es libro ni anti-libro, mi preferido de lejos: Aquí no hay poesía (2001). Como toda la obra de Bayly, esta no-poesía también es autobiográfica, rayana en el testimonio ministerial —quizá de ahí le viene el humor y la ironía que le adjudica Bolaño en forma más que justificada. Y como ya cometí pecado de citar largamente, no me resisto a dar fe de mi especial gusto por algunos no-poemas de Aquí no hay poesía.
yo no quiero ser presidente:
anoche comí con un amigo
guapo y encantador
que quiere ser presidente
como muchos otros caballeros
menos guapos por cierto
que también quieren ser presidentes
del mismo vapuleado país
en el que nos tocó nacer
hace casi muchos años
cuando estaba en la universidad
y no había besado a un hombre
ni aspirado cocaína
yo también soñaba con ser presidente
pero ahora me da una flojera infinita
imaginarme siquiera
en tan alta y espesa magistratura
al servicio de mis compatriotas
yo no quiero ser presidente
no quiero ser ministro
no quiero ser congresista
no quiero servir al pueblo
yo sólo deseo fervientemente
servir a mi familia
y a mí mismo
no quiero ser presidente
por un sinnúmero de razones
como por ejemplo
me gusta pecar en secreto
dormir hasta tarde
ir al cine solo
no hablar con nadie un día entero
viajar cada vez menos
no tomar decisiones graves
ni usar calzoncillos
y supongo que un presidente
democrático al menos
debe usar siempre
calzoncillos blancos
e idealmente nacionales
qué pereza ser presidente
despertarse temprano
inaugurar carreteras
romper botellas de champagne
viajar aquí y allá
dar discursos memorables
amar a los pobres
recorrer la patria sin descanso
departir con los ministros
ser muy optimista
tener fe en el futuro
decir cosas sensatas
qué pereza dios mío
ser cinco años seguidos
el ciudadano modelo
el hombre ejemplar
la luz al final del túnel
cuando es tanto más rico
no ser ejemplo de nada
y caminar por la sombra
si yo fuera presidente
tomaría decisiones valientes
como por ejemplo
no ponerme calzoncillos
andar en jeans
dormir la siesta
viajar lo menos posible
ganar un millón al año
manejar mi propio carro
dormir en mi casa
hacer fiestas en palacio
nombrar ministras guapísimas
embajadores todos gays
(se lo merecen/lo harían regio)
despedir a los militares
(sarta de pillarajos)
jamás asistir a un tedéum
(e incluso hostigar al cardenal)
y terminar mis discursos
con dos frases en inglés
i’m your man
and stay cool
yo no quiero ser presidente
por todo eso y algo más:
porque ser el preferido de la mayoría
es una vulgaridad
Además del tono, el ritmo, el humor, la falta de solemnidad, cosa rara entre los poetas de la mal llamada Latinoamérica, sea uno heterosexual, homosexual, bisexual, LGTB+, no binario, sí binario o marciano, conozco a varios amigos y amigas que tomarían por excelentes las razones de Jaime Bayly para rechazar convertirse en un mandamás.
Bayly fue, durante más de una década, el más popular, divertido y encantador presentador de un programa en Lima, Perú: El francotirador. Entrevistó a todo mundo, incluidos su madre y al infortunado granuja, Alan García en una conversación de antología.
Bayly evoca esos años de demencia en la pantalla limeña en su poema “besos”—el título se explica por sí mismo:
se me critica con ferocidad
en mi país de origen
porque aparezco en la tele
dando besos cariñosos
nacidos de lo más hondo del corazón
a hombres y mujeres
(y hombres disfrazados de mujeres)
que gozan de considerable fama
en la farándula local
todo comenzó una noche alocada
cuando inauguré el festival de besos
en vivo y en directo
de cara al público
(mi más leal acreedor)
apretujándome con un travestí
echándole piropos
jugando a que fuimos amantes
y besando su boca pintadísima
(que se sospecha fue mía
en mis años mozos)
tras la lluvia de críticas mojigatas
y a pesar de los consejos
me dejé besar en televisión
por un comediante genial
con fama de borrachín
que me dijo de pronto:
cierra los ojos
te voy a hacer la imposición de manos
orden que obedecí
a sabiendas de que dicho humorista
uniría sus labios cantineros
con los míos remilgados
en un beso que al ver grabado
encontré digno y sincero
porque ambos
sacudidos por la emoción
cerramos los ojos
me importó tres pepinos
el qué dirán
(y el qué me contagiarán)
cuando aplaudí con entusiasmo
a un cantante rechoncho
ídolo del pueblo
que frente a las cámaras
saltó como un mamífero hambriento
sobre mí (su esmirriada presa)
y me estampó un beso oblicuo
en mis azoradas mejillas
fue una emoción inenarrable
que pocos supieron comprender
besar en la boca dicharachera
a un animador de televisión
de piel morena y arrugada
que a sus setenta y dos años
supo corresponder al beso
con la picardía y ardor histrión ico
de un muchachito de barrio
que disfruta escandalizando
a las beatas de balcón
besé por último a dos argentinas
una rubia y otra morena
que pasaron de visita por el plato
y abusaron crudelísimas de mi candor
haciéndome creer que me darían un regalo
pidiéndome que cerrase los ojos
y comiéndome la boca
con una dedicación y tenacidad
que ahora agradezco conmovido
en nombre de mi país
la globalización
y el amor
seguiré besando en televisión
a hombres y mujeres
porque amo a la humanidad
(y a ciertas mascotas)
más que a mí mismo
Ya mencioné que Jaime Bayly sigue ocupado en la televisión, todos los días, ahora desde Miami. El tiempo ha transcurrido, sus arrojos en pos de besos y fajones locos ante las cámaras han quedado atrás. Pero antes, como ahora, Bayly se distingue de los solemnes, ridículos, aburridos, soporíferos programas “culturales” de la televisión mexicana. Afortunadamente ya se retiraron, pero hace unos años hubo un par de babosos literarios, cómicos como metidos con calzador de zapatos, Laurel y Hardy, uno gordo, relamido y voz impostada, y otro de look precariamente hípster, incluidas las gafas. Imagínense, o mejor no lo hagan: comenzaban su famélico espectáculo cantando a capella creo que a Frank Sinatra. No una pesadilla, sino un acto de vergüenza por parte de dos exhibicionistas —por definición, dos narcisistas de cuidado.
Esto ya se puso extenso, pido disculpas. Muy atrás quedó la única aseveración hecha por Roberto Bolaño cuando dice, o escribe: no es un fenómeno aislado en las letras de habla española.
A la hora actual, vaya que sí lo es, un fenómeno no sólo aislado sino extinto, resucitado con la fisionomía de un bestia distinta, practicado y mercadeado como un producto más, un cepillo de dientes, un desodorante, qué sé yo. Especialmente en un momento en que escribir novelas o cuentos o grafitis, lo que sea, acerca de la homosexualidad en particular, se ha vuelto un deporte sin riesgos, un acto carente de valentía y de humor, no se diga de la ternura a la que se refiere el propio Bolaño cuando habla de Jaime Bayly.
Se sabe que le tengo pavor a las mesas de novedades en las librerías. Y lo que veo, o ví en una reciente e imprudente, fue lo que hay: un alud de escritos redactados por machos gay, que cuentan historias donde se escenifican escenas de alto riesgo sexual, tramas de Corín Tellado en clave hombres sentimentales y a la vez patanescos, cuerpos atléticos y cerebros microscópicos. Historias para, supongo, no lo sé, aterrorizar a las abuelas y familiares, coincidir con sus pares machos gay en las reivindicaciones de su esforzada gesta en plenos tiempos de paz. Que no se quejen: con las mujeres y el feminicidio, ahí si que estamos hablando de otra cosa, de alto riesgo real, no dizque literario: al día de hoy, entre 2019 y 2022 se superan los 17,500 casos y ha habido un incremento de feminicidio en apenas 4 años de 171 por ciento.
Quien lo dijera, Jaime Bayly, tan recatado, asustadizo y despistado, en su literatura y hasta en su imagen, mientras que en las solapas de los bodrios redactados por los machos gay, aparecen imágenes de tipos modelando con el ceño propio de los canallas, adelantando en el texto de la solapa el resto de la historia: que son muy entrones, que son parte de un movimiento y de una o varias causas, no individuos comprometidos con escribir algo original.
Viva Bayly.