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Vivir con Linda

 

En mi racismo perpetuo llamé sólo a los anuncios donde mujeres alquilaban alguna de sus habitaciones. Tras visitar media docena de hogares que apestaban a droguería, tamicé las imágenes archivadas en mi mente quedándome únicamente con las viviendas en donde conmigo seríamos dos. Que eso de tres, a estas edades, suena a mucho más que multitud. Y entre Linda, una escocesa de perverso botellero repleto de alcoholes varios, y Lulu, una francesa de insoportable personalidad –que además descubrí a los treinta segundos, cuando me enseñaba su baño con fotomontajes pegados sobre las baldosas de Kurt Cobain Y Marilyn Monroe–, me acabé quedando con la británica que además, no era favorable a la independencia de Escocia; si acaso, defendía a capa y espada su producto interior bruto, dejando asomar no menos de veinte botellas de whisky escocés y maltas. Aunque faltaba mi idolatrado Yamazaki, me las prometí felices.

 

Tras firmar en un papel testimonial y entregar la módica cantidad de 280 dólares –el acuerdo era por un mes y luego ya veríamos– me detuve en el pasillo de mi nueva casa, donde se bifurcaban los pasillos hacia la habitación de Linda, la mía, y el cuarto de baño. La cocina, aclaro, está junto a la entrada. Y en esas, mientras procuraba no equivocarme de habitáculo –sobre todo teniendo en cuenta que ambos nos habíamos dado un mes de prueba– acepté que la cuarentena, en la que ya entro de manera oficial, me mostraba el fracaso de una vida: vivo en el tercer mundo, comparto piso con una alcohólica, compro ropa de segunda mano, y vendo mi cuerpo –menos mal que el órgano vital clave para la ejecución sexual del hombre es el pene y no el hígado– por dinero, algo que por muchas generaciones que pasen será difícil de justificar incluso a mis nietos, por muy modernos que me salgan.

 

Coloqué sobre la cama mi única maleta, harta de tantos vaivenes, repartiendo de manera fría por cada cajón del armario apolillado las siete camisetas negras y blancas, el par de camisas descoloridas, los calzoncillos erótico-festivos porque de tanto uso se transparentan, y cuatro pantalones entre los cortos y los supuestamente elegantes. Y siempre que cierro la maleta para depositarla debajo de la cama me pregunto cuál será mi próximo destino y si no será un agente del orden, en vez de mí, el que se encargará de meter mis pertenencias en una maleta que si hablara escribiría unas memorias de novecientas páginas.

 

Uno debe cambiar el chip cuando comparte piso. Debe hacerse pasar por una especie de estudiante camuflado de oenegero con aires progres. Por lo que pasearme desnudo por casa, que realmente era mi único sueño, tuvo que posponerse hasta que pillé a Linda en bragas en el salón. Como poseo tablas, me hice el moderno, pasando de largo como si en vez de dos tetas hubiera visto dos ceniceros repletos de colillas.

 

¿Sabes dónde hay un cenicero vacío?

 

Aspersor, aquí se fuma en la terraza. Para no llenar la casa de humo.

 

Luego abres la terraza y una obra violentísima, de esas que levantan treinta plantas del suelo y asumes que no va a quedar del todo bien, introduce en el salón millones de esas partículas pesadas que se te posan en los pulmones como antesala del tumor. Pero bueno, me dije, hagamos caso a esta escocesa en bragas que o le gusta provocar a los abstemios o es una alcohólica de tres pares de narices. ¡Porque menudo bar que muestra en el salón! Para romper el hielo, y tras haberle dado sólo tres caladas al Marlboro de la cajetilla roja, me senté frente a ella, que en sí era frente a su top-less integral, que en una casa queda mucho menos sensual que en una playa y no digamos que en un plató de televisión.

 

Espero que no te asuste verme los pechos. Pero yo en casa quiero estar cómoda.

 

No te preocupes. A mí no me asusta nada. Lo que espero que no te moleste es mi régimen de visitas.

 

¿Régimen de visitas?

 

Sí, a veces esas señoras no se atreven ni en sus casas, por si el marido las acecha, ni en hoteles, por si coinciden con ellos y sus amantes.

 

–¿A qué te refieres?

 

Aposté todo a la sinceridad. Porque si una escocesa que se pasea delante de gente que acaba de conocer en tetas y que además administra una bodega de whiskeys que ya quisiera para sí un príncipe heredero, es capaz de comportarse de manera intolerante con un prostituto que sólo quiere advertir de posibles visitas femeninas, lo mejor sería volver a sacar la maleta de debajo de la cama y marchar.

 

¿Cobras por follar?

 

Sí.

 

¿En serio?

 

Completamente.

 

Yo subo porno casero a la red. ¿Te importaría que te grabara?

 

Hombre, a mí creo que no, pero a los maridos de mis clientas puede que esas imágenes no le ayuden a mantener la concentración en la paja.

 

A los tres segundos tenía a Linda subida sobre mis ingles, confraternizando con su nuevo compañero de piso que sin haberlo realmente barruntado había decidido que cedería su habitáculo para que Linda rodara una de esas películas de cine porno casero que a mí tan poco me atraen, justamente por demasiado reales.

 

Luego Linda volvió a su posición natural, tumbada sobre el sofá de en frente, cuando me decidí a abrir su frigorífico encontrándome con otra vía de agua: setecientas botes con salsas de origen industrial así como sesenta latas de cerveza. Un apio mordisqueado y semicongelado indicaba el porqué de la ligera obesidad de una Linda a la que el cerebro se le estaba empezando a adelantar. De hecho, antes de dar el ‘sí quiero’ al cine porno casero, donde temía tener que hacerlo con un antifaz, certifiqué que tres cámaras llevaban tiempo escondidas en mi habitación. Y si no le llego a decir que me dedico a la prostitución, ¿me habría informado de aquella tropelía?

 

Que sí, Aspersor, que sí. Que las coloqué la semana pasada pensando en grabar algo de porno diferente.

 

¿Diferente?

 

Esas cámaras llevaban dos años en mi habitación. Pero la web porno me ha dicho que o cambio de personajes o no me compra más mercancía.

 

O sea, que te pagan.

 

Por supuesto.

 

Pues si quieres grabarme yo quiero mi parte.

 

A la tercera lata de Cambodia, una cerveza suficiente para ese tipo de momentos, me enteré que el mayor ingreso que generaba Linda, era, justamente, sus grabaciones de porno casero.

 

Las clases de inglés me ayudan a no depender sólo del porno además de que me limpian mentalmente.

 

¿Dónde das las clases?

 

En un colegio, a niños de seis a doce años.

 

No sólo me vi en las portadas de las principales webs pornográficas, con los pajilleros del mundo dándole a la pausa de las imágenes para llegar al clímax en ese exclusivo momento en donde la penetrada me da un billete de cincuenta dólares y un cordial abrazo, sino que asumí que mi compañera de piso acabaría siendo buscada por la Interpol tras fugarse con uno de sus alumnos cogidos de la mano, imágenes que luego abren telediarios y cierran apetitos.

 

Linda, creo que te convendría más el dar clases de inglés a adultos.

 

Aspersor, los adultos ya no disponen de tiempo para aprender.

 

Pues yo contigo estoy aprendiendo un montón.

 

La primera noche en mi nueva case fue tranquila. Me duché y me acosté, durmiéndome como un niño. En paz. En la gloria. La ventana entreabierta dejaba penetrar a través de la mosquitera un frescor sorprendente para las latitudes desde donde actúo. No recuerdo si soñé aunque lo que sí que hice al levantarme fue imaginar a Linda espiando mi sueño, tocándose mientras me secaba; que debe estar esperando al borde de un ataque de nervios a que se presente mi primera clienta. Fue tal la preocupación por saber que medio planeta podía estar mirándome cuando me levantaba que esperé a que aquello tomara una forma más presentable. Luego me paseé sin más meta que aparentar. Hasta me planteé el ir desnudo a partir de ahora pero con camiseta patrocinada. Por lo de ingresar algo más.

 

 

Joaquín Campos, 21/02/14, Phnom Penh. 

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