Tres son las nouvelles que incluye Vertedero (Dieci6, 2021), del escritor madrileño Raúl Quirós Molina. “La Plaça del Sol”, “Sexos en llamas” y “Vertedero”. Las tres sostienen un mismo aire de familiaridad (particularmente temática, aunque también en lo que se refiere al espacio físico y emocional de los personajes) que permite que, como conjunto, tengan sentido. Las estructuras de la primera y de la tercera parte son bastante similares, aunque en plan boomeran(g). Pues puede leerse una como efecto -o consecuencia- de la otra. Ambas suceden en dos ciudades: Barcelona y Madrid (teniendo más peso la primera en el primer texto y la segunda en el tercer texto) y en ambos textos se exploran las relaciones sentimentales heterosexuales, la promiscuidad y el deseo normativo (que privilegia la pareja monógama y la exclusividad sexual).
En ambos casos la narración va in crescendo hasta que, un determinado incidente (diferente en cada uno los textos), provoca la implosión -en el primer caso- y la explosión -en el segundo- y así, el texto colisiona consigo mismo. Así, la primera historia va de los silencios del amor y la tercera de sus estruendos. Por no destripar demasiado las tramas, decir que en el primer caso la resolución proviene de la consecución del deseo alucinatorio del sujeto, que -hiperrealidad mediante- delira un efecto positivo para sus pretensiones. En el segundo caso, sin embargo, este mismo deseo de ser amado por la pareja explota en la dirección contraria, desde el ámbito de la ley, con una denuncia que, se pueden imaginar por dónde van los tiros, modificará definitivamente el devenir de la historia.
“Sexos en llamas”, el texto que se sitúa en el medio en Vertederos (Dieci6, 2021) tiene un interesante diseño estructural y sirve para contrapuntear los otros dos textos. Son apenas 39 páginas. Se trata de un relato contado en 8 secuencias en las que se establece un diálogo con diferentes grupos musicales y algunas de sus canciones. Cada uno de los textos viene enmarcado con un grupo, que sirve de clave de lectura (Kings of Leon, Foster the people, Asaf Avidan, The Smiths, Cat Power, Love of lesbian, Nena Daconte, La buena vida), pero además, hay múltiples referencias a otros músicos y cantantes que aparecen de modo anecdótico y que cumplen una función paisajística (Shakira, Franz Ferdinand, Gypsy Kings, The National, Taylor Swift, Kate Bush, The Killers, Muse, Meredith Monk, Pete Doherty, Francisco Nixon, Los Planetas, Nacho Vegas, Sidonie, Oasis). El texto comparte con los otros relatos el hecho de que tenemos en el centro, de nuevo, una relación sentimental; aquí es la voz de la chica la que mueve los hilos de la narración. A diferencia de aquellos dos, sin embargo, este funciona de manera circular: una neblina prologa y finiquita la historia que se nos cuenta: un canto triste y gris sobre la futilidad del amor.
Pero es más que eso.
”Sexos en llamas” es una triste balada sobre la precariedad del amor contemporáneo, sobre la dificultad de los compromisos. Sobre la pérdida de los asideros vitales, vinculados aquí a la cultura (a la identidad cultural, más bien, como aquello que conforma el modo en el que nos presentamos al mundo y que, finalmente, nos sostiene, acuna y nutre). Y esta cultura aquí, entendida como tribu, tiene que ver con los lugares de lo hípster y los modos de la indolencia de lo moderno. Es una reflexión sobre la anomia contemporánea, ese jugar a hacer como que todo nos resbala, como que casi todo nos da igual. Ello se cifra aquí en una huida del amor hacia los territorios del deseo (más livianos, más descomprometidos). La protagonista nos cuenta su historia más o menos sentimental con “un follamigo-amante-colega especial con derecho a roce”. Una historia que ella querría más sentimental (pero ni se atreve a formularla en estos términos, ni tampoco él se lo propone). El problema, nos dice ella misma que es que “no hablamos de los que nos pasa, solo recordamos”.
Así “Sexos en llamas” barrunta, hipotetiza, sueña, desea lo que no se puede obtener (o no se alcanza a desear con la suficiente intensidad): una relación heterosexual, monógama, como las que se proponen en los otros dos textos (pero que se resuelven, empero, en ambos casos de manera problemática: por la vía de la obsesión y el control). En este sentido, “Sexos en llamas” es diafonía de la primera y la segunda nouvelle de este libro.
Me interesa recalcar cómo, en último término, “Sexos en llamas” es un canto a la necesidad de ser vistos, de que nos vean (aquellos que nos importan, pero a los que no necesariamente importamos) y, al tiempo, una denuncia sobre cómo ya nadie mira de verdad a los otros. Ambición que comparte con los otros dos textos, pero que aquí se hace explícita. En segundo lugar, queda el tema de la música y los códigos estéticos, que funcionan de manera problemática en el primer y en el tercer texto (pues cada uno de los miembros de la pareja maneja códigos distintos y, hasta cierto punto, contrapuestos), pero que aquí comparten. Con todo y con eso, se demuestra que ese territorio común, que ese disfraz familiar que ambos personajes comparten, en “Sexo en llamas”, no es suficiente para sostener un amor fuerte. La narradora lo explica muy bien así, al decir que “la música nos daba eso, un marco para vivir y respirar en un mundo contaminado, pero las canciones no pueden salvarnos eternamente”. En otras palabras, que ni la cultura es capaz ya de salvarnos del abismo de la soledad, siquiera cuando es compartida entre dos personas que se desean, atraen y buscan ardorosamente en el desamparo de la noche.