La poesía está cerca de la felicidad. Hay poemas y poetas a los que siempre regreso. Sobre todo cuando llueve. Para que me recuerden que llueve en todas partes y bastante a menudo. Karmelo C. Iribarren, Luis Alberto de Cuenca, Anne Sexton, Margaret Atwood, José Manuel Caballero Bonald, Thomas Tranströmer, Cristina Peri Rossi. No hay ningún orden ni patrón, lo sé. Todos ellos están ahí, apilados en la mesita de noche, esperando a que llueva.
Pablo Neruda escribió los versos más tristes esta noche. Yo escribí los más cursis y no solo durante una noche sino durante unos cuantos años de mi vida. Para que sonara menos azucarado trataba de hacerlo en inglés. Ya sabéis lo que dicen: “Ay, el amor, no me extraña que lo llamen ‘Love’ en otras civilizaciones”. Porque no es lo mismo decir
Amor mío sin ti me cuesta respirar
que
Never mind I’ll find someone like you.
En el colegio no me gustaba la poesía. Las oscuras golondrinas del poema me quedaban lejos y no me decían nada. Tampoco aquel poema de los mil cañones por banda de José de Espronceda. Los piratas también me quedaban lejos. Un día, sin embargo, cuando llegó Internet, di con un poema que no rimaba y que me quedaba un poco más cerca. Se llamaba ‘Miedo’. Entonces empecé a pensar que a veces bastaban muy pocas palabras para decir todo lo que cabía en un libro de mil páginas. O en muchos años de vida.
La poesía tiene eso que se se llama vida. Es vida.
Pensaba en la vida y en la poesía –y en el miedo también– hace unos días mientras leía los relatos de Mariana Enriquez de Las cosas que perdimos en el fuego. En ellos no hay frases para subrayar. Hay algo que se mueve, que se escapa. Sin querer categorizar demasiado, hay dos tipos de literatura: la que se preocupa del cómo –o más del cómo– y la que se preocupa más de qué. Enriquez pertenece al segundo grupo. Lo que cuenta da miedo y asusta. Como en aquel viejo relato de Shirley Jackson llamado ‘La lotería’. Con Enriquez hay que apartar el libro de vez en cuando. Dejar reposar los relatos. Meterse bajo las mantas y esperar a que ninguno de sus personajes se haya colado en casa.
Sus relatos tienen eso que se llama vida.
La buena literatura, las buenas películas, los buenos poemas, las buenas canciones aspiran –en mi opinión– a captar un poco de todo lo que no cabe en un sistema o en un marco teórico. Lo dijo mucho mejor que yo Manuel Vilas en una inteligente entrevista que le hicieron en ‘El Español’ (cortesía de Jaime G. Mora):
“A mí no me interesa la metaliteratura, las teorías… todo eso me aburre muchísimo. Hay escritores que se tienen que armar con un montón de teoría para poder explicar sus libros. Es angustioso. A mí no me fascina la literatura, me importa un pimiento, de hecho. Me impresiona la vida. La literatura sólo me sirve para cantarla a ella, que es la reina de todo: la vida”.
La reina de todo: la vida. Bonito, ¿eh?
Vivir es peligroso. Mi abuelo solía chincharme de niña con una broma que a mí no me hacía ni pizca de gracia: La vida es peligrosa, Laura, nadie sale de ella con vida. Creo que la frase se la habría copiado a alguien. A Woody Allen, quién sabe. Claro que yo entonces no sabía quién era Woody Allen y que lo de “no salir con vida de la vida” se me quedaba grande, lejos, como los poemas de los piratas de Espronceda. Con el tiempo, mi abuelo cambio la frase porque me temo que se la gastaron. La sustituyó por otra que da un poco más de miedo: “Vivir es lo más peligroso que tiene la vida”.