Home Sociedad del espectáculo Arte Vivir junto al precipicio: David Bomberg en Ronda

Vivir junto al precipicio: David Bomberg en Ronda

La fama de Ronda está estrechamente ligada a la figura de Rainer Maria Rilke. El poeta checo estuvo en la ciudad andaluza dos meses, de diciembre a febrero de 1912. Llegó de casualidad. El plan era pasar una temporada en Toledo, que conocía por El Greco, pero por algún motivo, el frío o un alojamiento inapropiado, se sintió incómodo y optó por marchar al sur. Sus destinos, Sevilla y Córdoba, no le agradaron. Hombre de religiosidad profunda, al estilo protestante, encontró irrespirable la omnipresencia eclesiástica. La “cultura del dolor” sobre la que ironizaba en sus lienzos Julio Romero de Torres, censor sutil de la atmósfera represiva de la Andalucía de la época, congeniaba mal con sus ideales. Ronda, en cambio, le entusiasmó. Sus vagabundeos daban al fin fruto. Entre las recias montañas de una sierra surgida a orillas del Mediterráneo, en una hermosa ciudad encaramada sobre un peñasco gigantesco cortado a tajo y atravesado por un vertiginoso desfiladero a cuyos pies discurre un río torrencial, Rilke halló la inspiración que necesitaba para nombrar aquello que, según creía entonces y la guerra confirmaría poco después, empezaba a olvidarse en Europa a causa del desenvolvimiento técnico y material de la civilización.

El poeta residió en el hotel Reina Victoria, un elegante edificio inglés rodeado de bellos jardines desde los que se divisa un paisaje fabuloso. Banalizado recientemente por una cadena catalana que lo ha sometido a una lastimosa operación de cirugía turística que lo hace parecer tan inauténtico como el barrio gótico de Barcelona, conserva, a pesar del hilo musical, el spa, las grandes pantallas de plasma y el refinado mal gusto del mobiliario vanguardista, retazos de su antiguo encanto señorial. Desde luego, un hombre como Rilke, amigo de Cézanne y Rodin, ya no se encontraría a gusto en un sitio como este. Por suerte, las cosas eran distintas hace un siglo y el poeta pudo escuchar en Ronda y en aquel silencioso hotel de tejados verde menta, enormes chimeneas y suelos crujientes de madera, el espíritu profético que le venía rondando desde que visitara dos años atrás el castillo de su amiga la princesa Marie von Thurn und Taxis-Honhenlohe. De hecho –así lo atestiguan las cartas que escribió entonces–, sus resistencias interiores fueron cediendo a la presión del impulso creador hasta que, misteriosamente, como acontece siempre con la poesía, se abrió un resquicio por donde brotaron las Elegías de Duino, su mayor obra.

El efecto mágico de Ronda –que Borges, poeta ciego, describió como “cóncavo silencio de patios, ocio del jazmín y tenue rumor de agua”– se repitió veintidós años más tarde en otra figura del arte contemporáneo: David Bomberg. El pintor inglés llevaba dos décadas tratando sin éxito de recomponer las convicciones perdidas en las trincheras de la Gran Guerra. Exiliado voluntariamente de la patria, tuvo la sensación en la mística Toledo de que al fin iba a dar con lo que estaba buscando, pero sólo cuando llegó a Ronda, en 1934, supo que lo había hallado. ¿Acaso vivir no es vivir al borde de un precipicio? La fascinación que le produjo la ciudad, de la que había oído hablar por primera vez en el Ulises de Joyce, fue tan grande que se instaló en ella y aunque el barrunto de la Guerra Civil deshizo a los pocos meses sus planes, regresó en 1954 para pasar los tres últimos años de su vida. Ajena a la calidad histórica de su inquilino, la casa de la que Bomberg salió moribundo camino de Inglaterra sigue tal cual frente al Reina Victoria, al otro lado de la Hoya del Tajo, sobre un otero marcado por una fila de espléndidos pinos. El edificio no posee las comodidades del hotel, pero la panorámica de que disfruta es, si cabe, más espectacular. Desde el jardín se domina la colosal mole donde reposa la ciudad, el despeñadero que la atraviesa como una cuchillada y el puente que, igual que un ángel con las alas abiertas, reúne ambas partes. Al atardecer, cuando los últimos rayos del sol enrojecen el farallón haciendo centellear las veletas de las torres y los tejados de las casas, cuesta creer que este lugar no sea un sueño. Un discípulo del pintor, Miles Richmond, sufrió tal impacto cuando lo conoció que decidió también quedarse, descubriendo a continuación, como si fuera ya algo inevitable, la poesía de Rilke y sus formas angélicas, seres compatibles con los principios de la filosofía del obispo Berkeley que su maestro y él profesaban. Y no, no fueron los únicos que ante el paisaje rondeño han puesto en duda la realidad de la sustancia extensa; otros muchos desde entonces, fascinados por esta mezcla de fortaleza y vulnerabilidad, de elevación y caída que constituye su misterio lo han convertido en tema de su pintura. Pintar es explorar, dice Bomberg, y lo que hay en Ronda a la vista resulta inagotable. Tal vez por eso hizo de su paisaje y su luz, su particular montaña de Sainte Victoire.

Ronda desde la casa de Bomberg
Ronda desde la casa de Bomberg

Hijo de un judío polaco, Bomberg había nacido en Birmingham en 1890 y vivido en Londres desde 1895. Discípulo de Walter Richard Sickert y de la Slade School of Art, donde coincidió con algunos de los artistas más sobresalientes de su generación, experimentó a los veinte años el impacto de Cézanne, cuya obra conoció en la exposición organizada por Roger Fry bajo el título Manet y los postimpresionistas. Las turbulencias de la edad lo arrastraron sin embargo por los caminos del cubismo, el futurismo y el vorticismo, corrientes que amalgamó originalmente atrayendo la atención de la vanguardia británica, en particular su gran estrella, Wyndham Lewis, tipo genial al que la historia puso encima el cartel de maldito debido a su admiración juvenil por Hitler. Los elogios que Roger Fry, sucesor de Ruskin, dedicó en 1914 a las pinturas que expuso en la galería Chenil de Chelsea constituyen tal vez el apogeo de su carrera. Había encontrado su propio lenguaje visual y, para confirmarlo, la Slade lo expulsó reprochándole la radicalidad de sus planteamientos. Entonces estalló la guerra y aunque el hombre de carne y hueso consiguió sobrevivir a la catástrofe, el pintor regresó de ella tan conmocionado que a partir de entonces sería, socialmente hablando, poco menos que un fantasma.

«Visión de Ezequiel» (1912), de David Bomberg

Bomberg se alistó en 1915 en los Ingenieros Reales. A inicios del año siguiente pasó al Real Cuerpo de Fusileros del Rey. En marzo, tras casarse con la que sería su primera esposa, fue enviado al frente occidental. A diferencia de otros colegas vanguardistas que disculpaban la guerra en la creencia de que Europa necesitaba someterse a un proceso de purificación que la liberara del lastre de una tradición decadente, la experiencia le pareció bárbara, inhumana, devastadora e inexplicable. Un hermano cayó en las trincheras y, como él, dos de sus mejores amigos, Isaac Rosenberg, cuyo Break of Day in the Trenches pasa por ser el mejor poema inglés de la guerra, y T. E. Hulme, crítico de la revista The New Age y probablemente su principal valedor teórico. Conmocionado por los efectos de la matanza mecanizada, algo sin parangón en la historia, la ciega confianza en el progreso que hasta ese momento había profesado se disipó como la humareda de un cañonazo. Sentía que había sido utilizado por los estadistas que gobernaban el país y que los valores que había defendido con las armas y los pinceles eran ilusorios, una simple pantalla para disimular los intereses de una oligarquía preocupada exclusivamente por sus inversiones. ¿Cómo confiar en una civilización capaz de desatar tal masacre? Tras algunos titubeos, fruto de los cuales fue Zapadores trabajando, la última obra en que emplea, ya muy matizado, el lenguaje vorticista, rompe con la vanguardia y abandona Inglaterra. Lo mismo hicieron otros jóvenes de su generación, soldados de trinchera que aborrecen la vida inglesa y que en algunos casos acaban como él en la anacrónica España, Gerald Brenan o Robert Graves, por ejemplo.

«Zapadores trabajando» (1917), de David Bomberg
«En la ventana» (1919), de David Bomberg

Instalado en Palestina, donde vive entre 1923 y 1927 apoyado por los sionistas, torna a la tradición realista. Su reconciliación con el paisajismo inglés y la pintura figurativa se traduce en una serie de cuadros convencionales en un estilo que recuerda a Sargent. El reencuentro con el mundo de las apariencias no le satisface sin embargo plenamente. Prueba de ello es su reacción ante una imagen de Toledo del Greco que le muestran dos viajeras inglesas. La luz y el color le asombran tanto que decide viajar a España. Roger Fry sabía de qué hablaba cuando dijo que los pintores británicos se han visto siempre desfavorecidos por la luz de las islas, una luz que suele aparecer difuminada en una neblina fría y llega a las cosas sin brillo. En Toledo, Bomberg, cuyo sentido místico se había agudizado durante la estancia en Tierra Santa, halla lo mismo que Rilke: un paisaje visible “al mismo tiempo a los vivos, a los muertos y a los ángeles”. La vista de la ciudad que pinta en 1928 anuncia el cambio de estilo. En vez de la percepción convencional del paisaje como espacio tridimensional donde las cosas poseen la solidez de la sustancia extensa, representa, usemos sus palabras, “el espíritu en la masa” o “la masa que se expande”. La satisfacción por lo logrado le impulsa a volver a Inglaterra, pero los entendidos, convertidos al credo iconoclasta y, por tanto, enemigos del lienzo como superficie ilusionista, no aprecian sus progresos. Decepcionado, torna en 1934 a España, donde descubre primero Cuenca y luego Ronda. El emplazamiento de esta, sus calles tortuosas, las casas colgadas junto el abismo, la riqueza extenuante de una luz que recalca las cosas, constituyen un acicate para su proyecto de explorar la realidad visible eludiendo, de acuerdo con Berkeley, “la ilusión de la distancia”. “Hay que ascender desde las solitarias regiones del yo a la confraternidad con la totalidad de la creación”, dijo en cierta ocasión a un amigo. Convencido de que la mirada del pintor debe fundirse con el paisaje, Bomberg redescubre a Cézanne, a quien no había olvidado, pero de quien ahora, imbuido por ese inmaterialismo de corte berkelyano que profesa, siente mucho más cerca, tan cerca de hecho como para proclamarse su único discípulo verdadero.

«Toledo» (1928), D. Bomberg
«El puente de Ronda» (1935), D. Bomberg
«El tajo de Ronda» (1935), D. Bomberg
«El puente de Ronda» (1935), D. Bomberg
«Ronda» (1935), D. Bomberg
«Atardecer en la ciudad de Londres» (1944), D. Bomberg

La Guerra Civil alejó a Bomberg de España y la guerra mundial lo devolvió a la patria. Sus experimentos con el color y la luz encontrarán en aquellos años un tema lamentablemente idóneo en los bombardeos de la aviación alemana. Atardecer en la ciudad de Londres, juzgada por algunos como la pintura más conmovedora hecha en Gran Bretaña durante el conflicto, es la prueba de hasta qué punto el artista era dueño de sus recursos. El camino que sigue corre sin embargo en una dirección opuesta a la corriente general y, aunque encuentra seguidores (Miles Richmond, Cliff Holden, Dorothy Mead, Leslie Merr o Denis Creffield) con los que forma el Borough Group, los cenáculos no quieren saber nada de él. Convencido de que la primera vanguardia no rompió con la tradición, sino que trató de superarla ahondando en sus raíces, acusa a los miembros de la segunda generación, dadaístas, abstractos, etcétera, de desligarse del pasado artístico para incurrir simplemente en la charlatanería haciendo que las cosas parezcan más de lo que son. “La pintura abstracta promete mucho, pero con ella hay que hacer lo que Diógenes con Alejandro, pedirle que se aparte para que no nos quite el sol”. Tales ideas lo convierten en un artista clandestino, sin interés para el establishment y un público ansioso de novedades. Nadie habla de él y si alguien lo hace es para acusarle de traición y retorno a la llamada, despectivamente, “nueva figuración”. Galeristas, marchantes, comisarios y críticos, el mercado del arte, en definitiva, profesa la creencia de que volver a las apariencias constituye una herejía y procede en consecuencia. La exclusión llega al extremo de tener que vivir de su segunda esposa, la también pintora Lilian Holt, y de una hermana. En el año 54, abrumado por su situación financiera, decide volver a Ronda. Allí vive sus tres últimos años en compañía de Lilian, alojado en una casa desangelada a una hora a pie de la ciudad y media en burro, su medio de transporte habitual. Aunque presumiblemente el aislamiento y la lejanía fueran indiferentes para alguien que sostenía que la distancia es una falacia, “la falacia romántica”, nadie en Ronda, que se sepa, le compró jamás un cuadro. Claro que, por lo visto, tampoco él hizo demasiado por integrarse en la ciudad. La lengua fue sin duda el mayor obstáculo. Viejos lugareños cuentan divertidos la irritación que causaba a un tal Puya cada vez que lo llamaba, sin mala intención, pero con inglesa perseverancia, señor Polla.

«Verano en Ronda» (1954), D. Bomberg
«Santuario de la Paz de Ronda» (1954), D. Bomberg
«El puente» (1955), D. Bomberg

Bomberg ha empezado a ser reconocido recientemente. Aunque la Tate hizo una gran retrospectiva en 1988, hasta este siglo no se ha entendido la importancia de su contribución. Resulta llamativo que durante cincuenta años el temor a pasar por alto la genialidad de los jóvenes llevara a aceptar toda clase de ingeniosidades banales y que artistas maduros volcados en su propio camino fueran despreciados hasta la exclusión simplemente porque cultivaban sus ideas hasta sus últimas consecuencias. Por suerte, y a excepción de los inversionistas que colocaron su dinero en renta estética, ya nadie ignora lo que pasó con el arte tras la guerra mundial. Bomberg, como otros colegas que no se prestaron a la banalización, trabajó solo, ajeno a la cháchara grandilocuente que se puso de moda en Estados Unidos y luego en Europa a partir de los cuarenta. El éxito del expresionismo abstracto, con su tesis de que el arte tiene que revelar la esencia de las cosas a través de la forma pura y que el interés por las apariencias constituye un signo de decadencia, lo descolgó de la actualidad. Seguro de que ese no era el camino por el que debía transitar la pintura, siguió contra viento y marea su propia intuición. El tiempo le ha devuelto el prestigio que merecía. El interés por su obra, como por la de otros artistas que, obrando a contrapelo, prefirieron cultivar el misterio a desembarazarse de él, crece hoy palpablemente mientras que la producción abstracta y sus derivaciones filiales o críticas se han vuelto tan anodinas y previsibles como la de la peor academia de bellas artes. Recorrer un museo de arte contemporáneo suscita siempre más o menos la misma pregunta: ¿Cómo pudimos tomar en serio todo esto? Hoy, al menos, sabemos que lo que hay en ellos no es todo lo que hay.

 

Este texto pertenece a una serie sobre el mundo del arte en la que hasta ahora han aparecido:

Retratos de mujer desnuda: Pierre Bonnard y el éxtasis

El hombre en la encrucijada. Diego Rivera y el compromiso del artista

Jacob Lawrence, un arte más allá del color y del sufrimiento de los negros

Epifanías del dolor: Käthe Kollwitz, la pintora que alertó de la llegada de Hitler

La “casa sin salida” del pintor Felis Nussbaum y los perseguidos

Nosotros no somos los últimos. Zoran Music, un pintor en Dachau

Salir de la versión móvil