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Vivir, pensar, huir

 

Pensamos porque vivir es muy difícil, eso es todo. ¿Muerte de la filosofía, muerte del arte, muerte de la religión? ¡Ja! Ya nos gustaría. La exterioridad, una violenta contingencia del mundo, no va a dejar de presionar esta vida mortal, por mucho que el patético orgullo de la llamada “sociedad del conocimiento” pretenda haber llegado a no se sabe qué nivel de control sobre lo real. No van a ceder en el mundo ni una irresponsable alegría, ni el coraje –a veces hasta la muerte– de muy distintas banderas. Ni el dolor, el amor, el odio, el miedo, la humillación. Si todo dependiese del poder social, de este oscurantismo masivo aliado con la transparencia, hace tiempo que habríamos clonado el mundo. Pero el orden tecno-económico, también en este “primer mundo” cada día más pequeño, sólo es dueño del espectáculo social. Desde él, hasta el informe meteorológico ha de ser sensacionalista.

 

Por debajo, sin embargo, el hombre sigue sufriendo de manera indecible. Bajo cuerda continúa el volcán de siempre, el pantano de siempre. De ahí que sigan inquietándonos videntes como Zambrano, Malick o Sokurov; como Simone Weil, Agamben o Berger. ¿Criticar y analizar las ciencias, los poderes políticos, las ideologías? Por supuesto, pero ante todo la sustantividad propia de la filosofía se basa en la insustancialidad de vivir, como bien sabía Unamuno. Y esto a pesar de que el capitalismo, blindado culturalmente por la izquierda, haya prohibido desde hace tiempo tener alma, es decir, una relación íntima con lo que aún podríamos llamar Tierra.

 

Este motor externo y no-filosófico de la filosofía, el abismo común de la especie, es lo que explica que sean con frecuencia sean intrusos los que revolucionan el pensamiento. Pocos libros de filosofía contemporánea podemos leer comparables a Cartas a un joven poeta o Ensayo sobre el día logrado (Handke). No obstante, grande” sigue siendo un adjetivo equívoco. A Leibniz y Nietzsche, dos intrusos enormes, los vemos “grandes” con siglos de retraso. En vida pasaron toda clase de humillaciones, igual que Pessoa, Sylvia Plath o Rousseau.

 

Todo lo grande entra subrepticiamente en nuestras vidas, con pasos de paloma. Su primer aspecto, el de lo clásico, es la clandestinidad: ¿Quién conoce hoy El tiempo que resta, o La familia Savages? Lo grande está condenado –le ocurrió al propio Jesucristo– a conocer en vida bastantes privaciones, tanto si después va a acabar en la hoguera o en los altares.

 

Así es la historia, premia después –“Muerto el perro, se acabó la sarna”– lo que ha torturado antes. Y esto no cambiará nunca. Por lo tanto, es muy posible que lo auténticamente grande en la filosofía y la literatura actuales, así como en el cine y la ciencia, no podamos siquiera verlo. Para empezar, ninguna sociedad puede volver sobre sí misma y ver sus propios límites, esto es, los prejuicios que le permiten estar en el mundo, las exclusiones que le permiten vivir.

 

Probablemente esto sería así aunque la debilidad mental de la “condición postmoderna” no nos hubiera expropiado de casi todas las tecnologías perceptivas. ¿Y si el problema actual de la filosofía y del arte fuese que nos hemos vuelto demasiado domésticos? Demasiado civilizados y obsesionados con la seguridad, en suma, para soportar la “tormenta abstracta” del afuera que bate en los textos de Lispector, de Agamben o Sebald. En ese caso, la impotencia que pueda haber en la filosofía contemporánea sería sólo un síntoma secundario de un debilitamiento más profundo que afecta al tejido común. Y nos faltarían ojos, oídos y corazones para buscar y entender lo que queda de pensamiento.

 

Es muy posible además que, a pesar de la antigua “popularidad” de la filosofía y de los esfuerzos un poco histriónicos de Slavoj Žižek, libros como Ser y tiempo o Mil mesetas exijan un largo esfuerzo intelectual que al profesor medio le resulte inalcanzable… y que el hombre corriente se puede y se debe ahorrar. Puede y debe, pues al hombre común ya le basta –para tener que pensarlo todo- con que su vida sea mortal. En cualquier cabeza, aunque sólo corone el cuerpo de una sonriente bachiller que jamás pasará a la historia, ya está toda la filosofía. Cuando aparezca, ésta sólo le dará forma arquitectónica a lo que la sabiduría de los pueblos musita en voz baja. De ahí que los clásicos, de Sócrates a Kierkegaard, hayan adorado la sabiduría popular, de paso que despreciaban el poder soberbio de las instituciones. 

 

La posibilidad de la filosofía y del arte, decíamos, tiene un estrecho vínculo con la dificultad más o menos inconfesable de vivir. Es de suponer que, entre otros miles, el recientemente fallecido Philip Seymour sabía algo de esto. Por encima, la ferocidad de la parcelación actual, redoblando los cercos sobre la vida común, hace que ahora –igual que siempre, pero más- sean necesarias la literatura, la filosofía, el arte o la religión para sobrevivir. Se trata de tecnologías analógicas –análogas del abismo real– necesarias para sobreponerse a la vida, de por sí difícil, y a la crueldad añadida de esta magia negra llamada economía.

 

Como decía Rilke, un poema es importante si no ha sido “elegido”, si no podría no haber sido hecho. Es el mismo caso de la filosofía: el “Post-scriptum sobre las sociedades de control” no podría no haber sido escrito, con sangre, desde la vida misma de Deleuze. Sólo el elitismo mediocre de lo que llamamos cultura permite olvidar esta verdad elemental que emparenta toda obra original con la necesidad, incluso con la adicción.

 

Cuándo hablamos de la “complejidad” del mundo contemporáneo, ¿a qué nos referimos? Se trata simplemente de un mito informativo. Y la información es todo lo contrario del pensamiento. Bajo la mitología de la pluralidad, nuestro mundo es de una simplicidad brutal. Y esto, mucho antes de que te despidan del trabajo, de llegue la carta de Hacienda o la misma policía a tu puerta. Mucho antes, también, de que las fuerzas especiales de la democracia perpetren sus habituales matanzas en lejanas naciones exangües.

 

Dirigido por el poder no separado de la economía, nuestro dictado cotidiano está tramado en una alianza casi militar de aislamiento y conexión, de represión y expresión. Una norma doblemente eficaz porque no necesita hacerse expresa, ya que está interiorizada, integrada en la espontaneidad de mentes y cuerpos. Frente a ella, el “genio” –sea el de Schröndinger, el de Badiou o el de Seymour– tiene que defenderse con una sola idea, con la simplicidad de una sola obsesión.

 

Nuestra sociedad no es en absoluto “compleja”. Si lo fuese, podríamos relajarnos y delegar la vida y la muerte en los expertos. Pero no podemos. La complejidad es sólo la faz de las apariencias, la máscara con la que se presenta la época. Una prueba adicional es que, como todas las sociedades, ésta también disfraza su impotencia señalando un demonio. En nuestro caso, el demonio –aunque tome cien caras anuales– es en el fondo es lo real, esa exterioridad mortal poblada de atrasados sin historia.

 

Podemos decir tranquilamente que la otra cara de la pluralidad es la indiferencia. Peor aún, el odio. Nuestro integrismo es el del vacío, un nihilismo despiadado que odia todo lo que no esté conectado, todo lo que se empeñe en alimentarse de su más íntima fatalidad.

 

Bajo esta infamia de la historia, y sin duda contaminada por ella, la filosofía –siempre detrás del arte– tiene la tarea última de pensar lo que no cambia, el atraso esencial que nos ayuda a pensar. En esta tensión paradójica, la filosofía siempre ha encontrado puentes con una ciencia puntera: el Eterno Retorno y el principio de conservación de la energía; Heidegger y Heisenberg, Wittgenstein y Gödel, Lacan y Jakobson… La ciencia seria, la matemática y la física, poco tienen que ver con el espectáculo que nos brindan los medios y la rotación rápida de sus best-sellers, incluidos los premios Nobel y las revistas de impacto. Bajo el espectáculo televisivo, la sobriedad de la ciencia sigue empeñada en pensar el “agujero negro” de la singularidad, la ondulación cuántica de lo real. Y esto, con lenguajes muy distintos, es el mismo empeño de la filosofía y del arte.

 

La pregunta “¿Para qué sirve la filosofía?” es más bien agresiva, nacida de la seguridad más o menos militar de la época, y se merece una respuesta destemplada. Si a alguien se le pregunta “¿Para qué sirve el cine?” o “¿Para qué sirve su madre?”, es normal que el interpelado se limite a contestar: “Perdone, ¿tampoco hoy se ha tomado la medicación?”. Un poco más paciente, Deleuze contestaba hace años: la filosofía sirve para entristecer, para obstruir la estupidez una y otra vez triunfante. Se trata de abrir vacuolas de “no comunicación” desde las que se pueda vivir de otro modo y pensar algo nuevo, a contrapelo de esta aplastante y aburrida invasión informativa. Se trata de envolver  “lo que hacemos” (Arendt), de pensar otra vez con lo más subdesarrollado de nosotros mismos.

 

Que gracias al despotismo democrático hoy resulte difícil entender la pervivencia de algo lento y cargado de sombras no debe llevarnos a convertir nuestra miseria en virtud. Tal vez no sea exagerado decir que la brutalidad actual de esa pregunta, dirigida también contra el cine difícil, se debe a la penetración de la religión económica en el mundo. La absolutización de lo histórico, la euforia tecnológica y social que resulta de esa metafísica disfrazada de “pragmatismo”, ha arrojado la peor de las sospechas sobre todo lo que tenga un hálito atemporal.

 

El retroceso de la filosofía es, en este sentido, el retroceso de la espiritualidad occidental, de Occidente como cultura. Tendría gracia que al final sean las llamadas naciones emergentes, China, Rusia o la India, las que toman el relevo también en el campo del pensamiento.

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