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Mientras tantoVivos y muertos (de risa)

Vivos y muertos (de risa)


 

Somos mucho de efemérides. El año pasado, 2013, Wagner y Verdi nos salieron por las orejas en el bicentenario de sus nacimientos, que no lograron eclipsar, con todo, el centenario del gran Benjamin Britten pero sí el cincuentenario del no menos notable Francis Poulenc. Tan flagrante es el gusto de la lírica y la sinfónica por el recuerdo, por la búsqueda de la cifra redonda, que Britten pegó un espectacular salto en las estadísticas, del vigésimo segundo puesto en la lista de compositores más interpretados en 2012 al cuarto lugar en 2013.

 

Y es solo un pequeño ejemplo: este año hay dos motivos de conmemoración que servirán de excusa a sendas exaltaciones nacionales. El primero es el 250 aniversario de la muerte de Jean-Philippe Rameau, probablemente el más grande compositor francés del periodo barroco; y el segundo, el 150 aniversario del nacimiento de Richard Strauss.

 

Da igual que el primero de estos cumpleaños vaya bañado por la macabra celebración de una muerte y, el segundo, por la luz de un nacimiento. El caso es que este año Francia y alrededores, por un lado, y Alemania al completo, por otro, vivirán un considerable puñado de conciertos y funciones de ópera con la excusa, si se quiere, de estas dos señaladas fechas.

 

Así es como acabamos inmersos en un mundo que, en apariencia al menos, no es capaz de volver la vista del pasado, que tiene serias dificultades para que sus tartas de aniversario tengan menos de tres cifras. Porque ¿qué se está creando? ¿Qué hay de nuevo en el horizonte?

 

Cada año se componen nuevas óperas, especialmente en Francia y Estados Unidos, donde se encargan y producen trabajos de alcance discutible pero de existencia irrefutable: se sigue insuflando aire –viciado para algunos, insulso para casi todos– en los pulmones de un arte que vive en constante revolución y perpetua fijación por el pasado.

 

El próximo mes (se lleva ensayando un mes, ya), el Teatro Real de Madrid vivirá el alumbramiento de una nueva creación sobre Brokeback Mountain, y abril, a finales, traerá el nacimiento en el Teatro Arriaga de El juez, una historia sobre los niños robados con el retorno de Josep Carreras a las tablas.

 

Pero este mismo mes, enero de 2014, está a punto de soltar sobre los escenarios (neoyorkinos, en este caso) algo bastante más friki. No hay otra palabra: friki. Alguien decidió que en el corazón de la dramática historia de Milli Vanilli, el dúo de pop alemán caído en desgracia, había una ópera. Y no contentos con ello, han pergeñado un proyecto que toma como base la partitura de Wagner de Los maestros cantores de Nürnberg, para más cachondeo. Si alguien tiene dinero, paciencia, y ganas, podrá asistir a este parto a partir del próximo 23.

 

A lo largo de los últimos cincuenta años han pasado tantas cosas en el mundo de la ópera que resumirlas, o siquiera entenderlas y sintetizarlas, se hace bastante complicado: de cuando Philipp Glass le dedicó una ópera a Einstein a cuando Adès se atrevió con La tempestad. De Moby Dick a Buñuel; de Stephen King a Lorca.

 

Puede que este caso, el de Milli Vanilli, sea algo extremo con respecto a los linajudos aniversarios a los que nos enfrentamos, a la densidad que rodea a aquellos autores sobre los que abundan los expertos y desbordan los entendidos, como son Rameau y Strauss. Pero esto solo demuestra, sea cual sea la calidad resultante, sea cual sea el producto que se sirva con el dúo alemán y Wagner en medio, que al menos seguimos vivos. Y, lo que es mejor, muertos (de risa).

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