Europa necesita regresar a las páginas de Vladimir Jankélévitch (1903-1985) para descubrir una pasión por la educación que nos defenderá de los problemas que nos urgen a responder con confianza en nuestras posibilidades. Jankélévitch concentró en su persona gran parte de la historia errante de este viejo continente y jamás llegó a crear ninguna escuela. Nacido en Rusia en el seno de una familia judía, pronto su nacionalidad fue la francesa. Su padre era un médico de gran cultura que se interesó por la filosofía y tradujo al francés algunas de las principales obras de Hegel o Freud. Durante toda su vida no quiso hacer otra cosa más que comprender, aunque el descubrimiento de los campos de concentración fue un durísimo golpe para su conciencia y su autoidentificación, tanto es así que desterrará de sus gustos y de sus intereses todo aquello que tenga que ver con lo alemán. Además, durante la Segunda Guerra Mundial se le expulsó del cuerpo de enseñantes franceses por su origen. El dolor fue hondo y sólo la música le salvó en aquella oscura época. Y es que Jankélévitch pudo haber sido un gran pianista, pero decidió dedicarse al pensamiento. Sintió devoción por Debussy o Verdi, y también fue un preciso y atento musicólogo.
Europa debería volver a Jankélévitch por su pensamiento atemporal, aunque inserto en la tradición bergsoniana y en el pensamiento de Georg Simmel. Los sucesivos golpes de la vida le interrogaron constantemente. No sabía hacer otra cosa y, como comentó en algunas de sus obras, la libertad no es más que, en el fondo, una genial improvisación. Si lo comparamos con la luminaria de Sartre y de todos aquellos filósofos franceses que se dejaron engatusar por la gran mascarada, el pensador judío estuvo a otra cosa, siempre en los márgenes. No se dejó cautivar por vacíos absolutos y dudó constantemente, porque consideraba que «el pensamiento que duda no puede ser dudoso». La duda acompañó sus múltiples reflexiones sobre la moral. Jankélévitch pensó que el hombre, en tanto que ser moral, era un ser límite que atravesaba el límite que el instante le imponía a cada paso. Es decir, a la pregunta de quién soy siempre le acompaña la de qué debo hacer. Pero su gran enseñanza fue la de recordarnos que, al hablar de moral, lo singular es absoluto. Y esta constatación nos golpea inmisericordemente al señalar que el otro es absoluto en su singularidad.
También se interesó por la mística y nos descubrió el sentido profundo del silencio, ya que es lo único que nos permite oír otra voz, una voz que viene de otro lugar y nos habla en otra lengua. Por tanto, la vida y la libertad son la esencia más íntima de nuestra humanidad. Si comenzamos a dudar de esta verdad, nos encaminaremos hacia un lúgubre lugar. Y es que, en definitiva, como Jankélévitch insinúa en muchas de sus páginas: todo se reduce, sin plural, al Amor.
Vladimir Jankélévitch es un pensador original y complejo. Cuando nos sumergimos en sus textos, no podemos dejar de sentir el vértigo de la fascinación y la indignación. No siempre comprenderemos sus posicionamientos, pero nos interrogaremos sobre la fortaleza de nuestras certezas. En el fondo, y en esta ocasión tampoco estaba equivocado, Jankélévitch creía que las personas formadas en el arte de pensar por sí mismas son la garantía de salvación humana frente al poder omnímodo de los males producidos por ideologías cerradas. Los europeos necesitamos leer a Jankélévitch para no caer en las redes de aquellos encantadores de sirena que sólo saben hablar del Pueblo como ente absoluto.
(Este texto se publicó en la desaparecida revista digital Ambos Mundos hace dos años).