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Vladimir Sorokin remueve a Stalin en la Rusia de Putin

“Jrushchov se desabrochó el pantalón y se sacó su largo sexo retorcido y con glande de pezón cuya piel reluciente tenía el tatuaje de una estrella. El conde se escupió una mano, untó de saliva el ano de Stalin y, echado hacia atrás, comenzó a introducir con tiernas estocadas su sexo en el interior del Guía.

 

–Ya estás… señor… ¡No, suave! ¡Suave! –gemía Stalin.

–Mi soldadito de plomo azucarado… –le susurraba Jrushchov al oído.

–Por qué… tanto tormento… Oh oh oh por qué da… balbucía Stalin, mordiéndose los

labios.

–Para olvidar… para olvidarlo todo, nene […] Te amo –dijo Jrushchov con voz ronca, la boca perdida en los cabellos engominados del Guía.

 

Stalin le tomó la mano, se la llevó a los labios y la besó. Jrushchov sacó delicadamente su sexo del ano del Guía.

 

–Quédate por favor –Stalin le besaba sus dedos demacrados y de uñas encorvadísimas–.

Tu esperma es quemante. Parece lava. Es tan agradable sentirla adentro…”.

 

Esta escena, y otras más, de la novela Manteca de cerdo azul, le costó a su autor, Vladimir Sorokin, no sólo un juicio por pornografía, sino además la vindicta de las juventudes de Vladimir Putin, las cuales en el 2002, en pleno centro de Moscú, escenificaron un acto de protesta en el que ejemplares del libro fueron arrojados en un inmenso inodoro de papel maché. Las páginas de Manteca de cerdo azul, así como el conjunto de la obra de Sorokin, chorrean sangre, esperma y mierda –y no sin complacencia–. No obstante, vale la pena preguntarse si es simplemente por una cuestión de moral pública que se desatan con frecuencia las iras en su contra.

 

Nacido en 1955 en las afueras de Moscú, Sorokin inicia su carrera literaria en las filas del Sots Art, especie de Arte Pop soviético que apareció a principios de la década de los setenta y cuyo rasgo característico era desviar los métodos discursivos y visuales de la propaganda del régimen mediante la mistificación, la payasada, la caricatura y el travestismo, a fin de poner al descubierto las fallas de un aparato ideológico varado. Así pues los artistas Sots reivindicaban la ausencia de un lenguaje propio, su práctica limitándose al uso del de los demás. Este linaje influía en que Sorokin, por aquel entonces, no se viera como escritor, sino más bien como un artista que hacía de la escritura su medio privilegiado. Sus primeros escritos circularon bajo la forma de samizdat o eran leídos en las exposiciones de Arte Sots. Como a la gran mayoría de los escritores contestatarios, le tocó esperar el derrumbe del sistema soviético para que su obra por fin se difundiera libremente. Aunque, de hecho, su primera publicación salió a la luz en París en 1985 con el título La cola. El libro consiste en un encadenamiento de diálogos, que conforme avanza devela los personajes; ejercicio de estilo prodigioso en el que la variación de registros y tonos es el tamiz que permite al lector discernir las distintas voces. Es también, y más que todo, la metáfora de un sistema en panne: nunca queda explícita la razón de ser de la cola, apenas se nombra de paso el objeto de consumo con el que cada cual se obsesiona (jeans americanos, chaquetas turcas o suecas, etcétera): una sociedad que languidece en la espera sin fin de las sobras de un mundo, del otro lado del muro, lejos de la penuria y la sujeción cotidianas.

 

La perestroika, fase final y convulsa del régimen comunista, conlleva cambios drásticos en la realidad soviética y, por ende, en las condiciones de la producción artística. Si bien los representantes de la contracultura no adquieren plena libertad, su margen de maniobra en todo caso se amplía considerablemente. No es de sorprender pues el giro que comienza a operarse en las prácticas y los intereses en vigor hasta el momento. En la obra de Sorokin ello se refleja en el desplazamiento de la mirilla: a partir de ahora, en lugar del realismo socialista, su diana será la tradición literaria rusa.

 

Tal es el caso de Roman (que en ruso, al igual que en francés, significa novela), concluido en 1989 y que, a través del destino del protagonista epónimo, pone en escena la Rusia de fines del siglo XIX. La escritura de Sorokin alcanza aquí la cima del virtuosismo al lograr la proeza de crear una novela colosal a la manera de los grandes maestros rusos; de Tolstói y Turguéniev en particular. La vida idílica de una aldea es retratada minuciosamente y con brío: la pequeña nobleza obnubilada con la grandeza del alma rusa, contrariada por un campesinado (digamos, cuando menos, bruto) al que sencillamente no logra entender, pero aún así pretende guiarlo en busca del sueño del paneslavismo: una civilización en la que los lazos de la tierra, de la sangre entierren el abismo que separa al mujik del señor. Un banquete de bodas, que se extiende por ¡más de cien páginas!, marca el punto crítico de este cara a cara; juego de espejos entre una nobleza rebosante de buenas intenciones y los mujiks que, en cuanto la ocasión se presenta, se dan sin freno a sus sempiternas y únicas pasiones: el trago y la riña.

 

A lo largo de estas páginas Sorokin, con suma destreza, se regodea en hacer desfilar los clichés del alma rusa, es decir de la gran literatura rusa, y así hasta un punto de saturación que los atasca en el impasse. Un detalle fuera de lo común –¿la mordida del lobo, la campanilla de tañido raro como regalo de bodas?– y el idilio agreste se frustra en una matanza escatológica. Roman cae en un trance que lo lleva a liquidar a hachazos toda la aldea y que culmina en un ritual de deglución y deyección de los trozos del cadáver de su novia en las pilas bautismales de la capilla del pueblo. La explosión del héroe sella la implosión de la novela. El estilo se da vuelta como un guante: si antes los párrafos transcurrían con precisión y elegancia al amparo del realismo clásico, ahora apenas subsiste una sintaxis en astillas, las últimas frases reducidas al tartajeo, sobresaltos de un universo condenado: “Roman tambalearse. Roman convulsiones. Roman tambalearse. Roman moverse. Roman convulsiones. Germir Roman. Roman moverse. Dar tumbos Roman. Roman convulsiones. Roman moverse. Roman convulsiones. Roman muerto”.

 

Roman cifra una etapa crucial en la obra de Sorokin, y su final es sintomático. Escrito en 1989, en pleno derrumbe de la Unión Soviética, marca una doble imposibilidad: la de referirse a un sistema agonizante, pero también –y aquí su decisión es más radical– la de refugiarse, tal como lo hiciera Solzhenitsin, en la exaltación de una Rusia mítica. Al descuartizar a golpes de hacha la aldea Roman salda sus cuentas con la literatura rusa clásica y con el mundo en el que ésta se enraizaba. Tal como lo señala el filósofo Mijaíl Ryklin, aquí bifurca su trayectoria: “al principio, un no-escritor que crea una literatura sumamente estructurada y después, un escritor que se esfuerza por crear una no-literatura”. No habrá pues lugar para la nostalgia en la órbita de Sorokin; si sus páginas se ven turbias es porque en ellas se diseca la historia de Rusia bajo un prisma que refleja, con una distorsión monstruosa, sus males de siempre: el despotismo, la violencia, la miseria. Que la caída del comunismo haya abortado una sociedad rehén de clanes mafiosos durante la era de Yeltsin y del capitalismo autoritario de Putin, no puede desligarse de las opciones estéticas asumidas por el autor.

 

En ese sentido La trilogía del hielo –Bro, El hielo, 23.000– resulta ejemplar. Distopía en la Rusia del siglo pasado, el relato traza las peripecias de una secta apocalíptica cuyos miembros creen ser la encarnación de la luz de los orígenes del mundo. La única manera de recobrar su verdadera identidad, de despertarse, consiste en una sesión de tortura en la que se les perfora el pecho con martillos de hielo –hielo procedente de un meteorito que habría aterrizado en los confines de la Siberia en 1908–. ¿Por qué una sesión de tortura? Porque aquellos que se revelan ser elegidos desconocen su condición y acoplan sus destinos al común de los mortales hasta el día en que son secuestrados, por los ya despiertos, y sometidos al rito de los martillazos –otra aclaración: los elegidos sólo pueden ser rubios y de ojos azules; y de estos apenas unos pocos superan la prueba de la verdad –la mayoría muere–. Una vez que la secta consiga aislar en todo el mundo 23.000 corazones que hablen –mundo que se reduce en realidad, dados los requisitos físicos de los elegidos, a Escandinavia, Rusia y alguna que otra comarca– llegará entonces por fin la hora de fusionar otra vez con la luz original y ultimar la existencia del planeta. Veremos pues a lo largo de la trilogía, y del siglo soviético, cómo los miembros de la cofradía acaparan puestos claves de la burocracia del régimen, especialmente durante el periodo de Stalin, con el objetivo de cumplir su misión.

 

Un elemento recurrente en la obra de Sorokin se infiltra en esta saga: la confluencia del nazismo y del estalinismo. No es difícil detectar en las creencias de la secta residuos de la ideología nazi. Identificación que le permite al autor enfocar la obsesión –o una de las obsesiones– que vertebra su arte: el devenir de las utopías. Si en Roman el ideal paneslavista acaba en un juego de matanza, aquí, y de modo explícito en El hielo, la búsqueda de la armonía original y última se desvirtúa, después de haber contribuido al terror del siglo, en un artilugio para el consumo. En un vuelco inesperado, que supondría el advenimiento del capitalismo posmoderno en Rusia, la cofradía abandona los secuestros de eventuales elegidos: el martillo, luego de una campaña masiva de publicidad, le llega por correo a los candidatos y, más que de iniciación en la vía del despertar, funciona a modo de muleta para terapias cool de autoayuda. Una vez más Sorokin baraja las parodias: relato histórico, novela ciberpunk o (en un final que rompe el impulso épico de los capítulos anteriores) comentarios de foro en la red, una correspondencia de lectores de magacín. Tal pareciera que todo intento de transformación radical de la naturaleza humana se viera destinado a la barbarie o a la frivolidad mercantil. O, lo más probable, a ambas.

 

A tal efecto Manteca de cerdo azul retoma varias de las pistas ya abordadas: el pasado de la URSS, esta vez a modo de ucronía de ciencia ficción, el despliegue de la violencia como lazo social, la caricaturización de las afinidades electivas entre los dos totalitarismos del siglo, el ajuste de cuentas con la gran literatura rusa. Nos encontramos pues en el 2028 en la Siberia profunda, en un centro de investigaciones ultra secreto donde se fabrican clones. Su objetivo: la producción de la manteca de cerdo azul, una materia que rezuman los clones –eso sí, única y exclusivamente los clones de escritores muertos. Por lo tanto, los de Dostoyevski, Nabokov, Chéjov, Akhmatova y Pasternak se ven conminados a escribir. Pero ¿de qué sirve esta materia que emana un resplandor azul sobrenatural: fuente de energía, droga? La correspondencia que inicia el relato (una secuencia delirante de cartas a medias entre la epístola clásica, el email de trabajo y los sms de fin de juerga) no dice nada al respecto. Sin embargo, la jerga futurista que rebosa de expresiones chinescas nos da a entender que la era del Imperio del Medio ya está en marcha. Durante un cóctel, que degenera en orgía, el centro es atacado. Una vez acometida la liquidación de todo el personal, los asaltantes trasladan la manteca a una guarida subterránea. A partir de ahí debuta el traspaso, de mano en mano, del extraño objeto; traspaso que se salda varias veces con el asesinato del mensajero. Itinerario escabroso que, por obra de una abertura temporal, desemboca en el Moscú del 1954. Finalizada su misión, la entrega de la manteca, la Orden de los Folladores de la Tierra Russa cede la intriga a una camarilla igual de excéntrica: la élite bolchevique. La Historia, no obstante, es otra. Stalin vive aún, el informe de Jrushchov nunca vio la luz, en lugar del gulag existe el LOVELAG –“en el cual se distribuye cocaína de Colombia de primera calidad”–, la Segunda Guerra Mundial se saldó con la dominación del pacto germano-soviético en todo el continente y, por si fuera poco, Mandelstam no es más que un sádico engreído que saca provecho de sus períodos de detención para componer poesía carcelaria…

 

Esta es una novela de una complejidad rara. Los epígrafes de Nietzsche y de Rabelais se vuelven programáticos: la guillotina cae sobre los ídolos con oropeles de carnaval. Nada se salva de lo grotesco que se infiltra hasta en la propia escritura (parodias, pastiches, relatos que se imbrican cual muñecas rusas) y lleva a cabo una demolición sistemática de los símbolos de la etapa comunista, sean ya la encarnación del poder (Stalin y la lucha del pueblo ruso contra el nazismo) o de la disidencia (Mandelstam, Solzhenitsin). Aquí radica la paradoja que vitaliza la obra de Sorokin: la de un autor obsesionado por el pasado y que se prohíbe escribir novelas históricas. Lo que le interesa no es tanto la exploración en profundidad de los resortes de una época, sino, a partir del espectro de posibles que ésta anida, rastrear, indagar los otros mundos que hubiera podido engendrar. Mundos siempre demoníacos. Y es que no hay escape: Sorokin es un autor pesimista. El humor carnavalesco que reviste sus páginas no es signo de esperanza ni de redención, más bien una visión desengañada de esa masacre perpetua que es la Historia.

 

Si al final da risa es porque, como dijera Marx, al repetirse la tragedia se torna farsa –a lo cual Marcuse añadiría que la tragedia con aires de farsa termina por ser más terrible todavía–. Quizá aquí emerge el sentido de la violencia que define la obra del ruso: el crepúsculo de las utopías no marca el fin de la violencia, sino su entronización como regulador amoral de las relaciones sociales.

 

Semejante enfoque, anclado en el exceso, acarrea naturalmente sus lagunas. Al querer a toda costa poner a la par estalinismo y nazismo –lugar común en la actualidad– se sucumbe al espejismo de considerarlos como fenómenos idénticos, ignorando sus diferencias sustanciales. Así, por ejemplo, el primero figura el fracaso ostensible de un largo proceso de emancipación, mientras que el segundo encarna desde sus inicios un proyecto genocida y de avasallamiento.

 

Tampoco de muchas luces nos resulta el cuadro de sendas capas dirigentes, cual conglomerado de monstruos al estilo del Bosco, revolcados en sus perversiones mórbidas. Irreverente, cierto, y sin embargo funge de consuelo. Si el engranaje del terror se reduce a los delirios de una horda de freaks, entonces nos libramos del peso de dilucidar aquello que liga a la modernidad con su propia negación.

 

Pero es de otra índole la irritación que los libros de Sorokin causan en el establishment ruso –en todo caso desde el advenimiento de Putin– y que se puede resumir en estos términos: si hay un acontecimiento del período estalinista que la nueva élite no está dispuesta a desechar es, sin lugar a dudas, la victoria de 1945. Para un poder que ansía recuperar la casilla de Rusia en el tablero de las grandes potencias, tal hazaña constituye una pieza clave de su retórica. La grandeza nacional es el zócalo de toda ideología nacionalista; la cual se apropia los sucesos de mayor relevancia de la nación con el objetivo de legitimar sus pretensiones. Por lo tanto, poco importa que el Ejército Rojo haya servido los designios del régimen comunista, puesto que su victoria es el gran hecho de armas, y la gloria exclusiva, del pueblo ruso del siglo. Atacar tales símbolos equivale a socavar la mística de la supremacía rusa, piedra angular del proyecto de rescate nacional de Putin. Circunstancias que explican en cierta medida el rechazo a los textos de Sorokin.

 

Más alarmante resulta, no obstante, la virulencia de los ataques de los que el autor ha sido objeto. Lo cual pone de manifiesto las tendencias autoritarias en la Rusia de hoy. No ha de sorprendernos que en los últimos libros se perfile un porvenir con relentes de Medioevo. Tanto en Día de un opritchnik como en El Kremlin de azúcar o en La tormenta, la realidad rusa aparece ceñida por el despotismo que, pese a la omnipresencia de una tecnología de último grito, la sume en un universo arcaico, donde el mujik sigue muriendo al servicio del noble y el soberano no para de sembrar el terror. Según reza la leyenda, Gogol, al confiarle el manuscrito de Las almas muertas a Pushkin, le habría prometido la mar de carcajadas. Este al concluir la lectura no pudo más que exclamar “¡Dios mío, qué triste es Rusia!”. Siglo y medio después, el burlesco de Sorokin arranca el mismo suspiro.

 

 

Para la redacción de este texto fueron de gran ayuda los siguientes artículos:

L’art des railleurs, de Andreï Erofeev y

Howling soviet monsters, Tony Wood, London Review of Books

 

 

Este texto vio inicialmente la luz en la publicación suiza La Cité

 

 

Traducción de Vanessa Pujol Pedroso

 

 

 

José García Simón (La Habana, 1976) es escritor y reside en Ginebra. Ha publicado la novela En el aire (Albatros, 2011)

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