Cumplir un sueño. O dos. Aunque el segundo por inesperado supo a gloria bendita. Porque el pasado fin de semana decidí tomar un vuelo desde Phnom Penh a Tokio, aeropuerto de Narita, haciendo parada en Hong Kong. Para estimular mi orgasmo opté por volar hasta la ex colonia británica con Cathay Pacific y desde allí al Imperio del Sol Naciente con Japan Airlines, unas aerolíneas a las que sólo les falta masajear a sus pasajeros. A pesar de esta falta que cualquier día podría ser solucionable, lo sublime e inigualable: cervezas niponas, tan perfectas como secas; bandejas de sushi, que apestaban a frescura; y las clásicas reverencias de las azafatas, tan mal vistas en la progre Occidente. Por supuesto que el pasaje, en delirio armónico, vivía en silencio, sin un grito, escupitajo o parecido, cuando los baños eran cuidados a destajo y las turbulencias, para acompañar, fueron inexistentes. Luego caí en la cuenta, mientras olisqueaba las páginas de la clásica revista que la aerolínea incrusta en la espalda del asiento que tenemos por delante, de que yo tomé ese vuelo por placer. Por visitar Japón: la civilización por delante; todo lo que debería venir después; sobre todo si atendemos a una China que se mal gobierna a sí misma y amenaza con gobernar al resto del mundo.
Lo de viajar a Japón debe añadirse a la maleta que quieres llenarte de recuerdos vividos, cuando en mi absurda mente Japón era una auténtica entelequia; un sueño; una repisa a la que sólo llegas aupado a una escalera y el día que deseas alcanzarla, la escalera fue prestada a un vecino. Por eso lo que ocurrió en aquel vuelo debería ser estudiado en clases no ya de sexualidad sino de psiquiatría, donde el humano escruta a otro humano: la envidia.
Satoku, posando su inmejorable ano sobre el asiento 25J, apoyaba su cara de muñequita de Lladró contra una ventana a la que el lagrimal se le acrecentaba por causas de las tormentas monzónicas. Dormía. Yo, que apretaba mi culo en el asiento contiguo, el 25H, creí sentir en mis sienes el mismo grito que ejecutan los casposos paupérrimos –a veces les toca a los millonarios– que celebran en avenidas atestadas de camarógrafos ese boleto navideño que coincide con lo que menores acababan de gritar a toda España, en un mensaje de Navidad acorde al del Rey: uno no le pone atención salvo a los titulares; algo así como los rancios ‘te quieros’ que sobreviven a los desprecios diarios.
El primer vuelo, el de Phnom Penh a Hong Kong, no ofreció nada reseñable; si acaso la abrupta compañía de un señor ultra obeso que dijo ser americano. Sus piernas no cabían por orondas y las mías por largas, por lo que peleamos durante todo el trayecto por ver quién era el que las estiraba más, cosa difícil. Ya en el aeropuerto hongkonés me acerqué a la cola de embarque hacia Tokio–Narita, provisto de mis únicos bienes necesarios: un libro, en este caso ‘La corrupción de un ángel’ de Yukio Mishima, y un jersey, a sabiendas de que el único error que cometen las aerolíneas es proveer de aire congelado a sus pasajeros, que aceptan semejante afrenta a cambio de que les dejen una manta con logo incorporado: la última moda que no tiene que ver con pantallas táctiles. Luego las roban y las utilizan en casa sin el más mínimo rubor. A veces la mascota la usa como camastro.
Y lo dicho: que tras descubrir quién me había tocado a mi lado, me senté con el jersey entre las piernas, observando a través de la ventana la fina lluvia y de refilón, aquella cara insuperable, maquillada de manera milagrosa, a modo de figura de porcelana, y dormida, cual bella durmiente, esperando a que un príncipe azul la despertara con un cálido beso en la mejilla.
El avión despegó sin incidentes, como suele ocurrir siempre, y el personal de Japan Airlines comenzó a repartir bandejas de comida entres tres menús a elegir: japonés, occidental y vegetariano. Ya bebía mi segunda cerveza –esta vez preferí centrarme en las Sapporo– cuando Satoku despertó, entre sorprendida y avergonzada, saludándome con una compleja reverencia ya que estaba sentada y atada al cinturón de seguridad. La primera sonrisa me quemó la retina y antes de que la segunda me pulverizara me concentré en beberme aquella cerveza mirando al suelo, como si hubiera estado en clase de preescolar y me hubiera castigado la señorita. Entonces, mi delirio tocó techo cuando le pidió a la azafata otra lata de Sapporo. “¿Eres alcohólica?”, pensé en preguntarle. Pero intuí que podía sonar demasiado fuerte, por lo que pedí la tercera Sapporo –lo bueno de Japón es que a los jetas occidentales los respetan; además de que no podían echarme del avión en pleno vuelo– y le pregunté su nombre. Antes hice el ridículo, con una pregunta tan previsible como que íbamos destino a Narita.
—¿De dónde eres?
—De Japón.
—Ah, ¡qué bien! Yo soy español; pero vivo en Camboya.
—¿Cómo te llamas?
—Aspersor… ¿Y tú?
—Satoku.
A cada respuesta un centímetro más de erección. Que menos mal que la conversación no se alargó mucho y que ya tenía el jersey puesto a modo de cinturón de castidad, evitando por todos los medios que aquello pareciera una tienda de campaña. A la hora de los cafés me pedí una Yebisu, cerveza de alta gama, si es que la Sapporo ya lo no fue, llevándome las manos a la cabeza porque Satoku se pidió su segunda Sapporo, una nada desdeñable muestra de alcoholismo público: la auténtica pureza.
—¿Te gusta la Sapporo?
—Sí, mucho. Además soy de Sapporo.
En cualquier otra situación y país habría insultado a semejante pueblerina: uno de La Coruña que sólo bebe Estrella de Galicia. Pero lo mío con Japón acabará en diván de psiquiátrico. Luego, y como por arte de magia, Satoku cayó dormida y yo comencé a urdir un plan que podría haberme llevado a la cárcel de Dalian, ciudad china que en esos instantes sobrevolábamos. Porque una pasajera gritando a causa del acoso de un calvo con melenas que ya iba camino de la quinta lata de cerveza habría ayudado a que el personal de cabina hubiera pedido aterrizar en el aeropuerto más cercano, en ese momento el de Dalian.
Creo que ocurrió de la siguiente manera: yo me hice el dormido, empujando con mi manopla su minúscula manita que había quedado posada, cual mariposa, sobre el apoyabrazos que compartíamos. Debo reconocer que aquello me dio fuerzas para seguir, ya que la inmensa mayoría de las veces que he volado y una dama compartía reposabrazos conmigo, ésta me cedía todo el espacio por temores infundados. Satoku no quitó su mano izquierda. Y antes de que el radar perdiera de vista a Dalian para adentrarnos en aguas de Corea del Sur dos de mis dedos –el pulgar y el índice– habían trepado sobre una mano que a cámara lenta estaba siendo engullida. Yo también me hacía el dormido. Porque dudo que ella estuviera durmiendo.
Al instante, como las tormentas que arrecian y que comenzaron con cuatro gotas, su mano ya pertenecía a la mía y mi cuerpo, ladeado, amenazaba con envolver aquel magnífico amasijo de pureza que apestaba a perfumería de la buena. Debo aclarar que la erección ya era violenta porque comencé a notar dolores inguinales –iba con vaqueros ceñidos: debo haber engordado; aparte de los casi dos litros de cerveza– y un mareo serio: debía ser la falta de sangre en la cabeza mezclada con las cinco Sapporo y la posibilidad de que el aterrizaje de emergencia se hubiera producido en Seúl.
Pero mira tú por dónde que me decidí a apartar el reposabrazos y nos comenzamos a manosear de manera certera. Por primera vez caí en la cuenta de que un señor japonés, algo obeso y perfectamente trajeado, ocupaba el asiento 25G, y que ya de paso nos miraba con el rabillo del ojo entre sorprendido y horrorizado: suerte que al de las gafas no le ha dado por apresarme la mano, debió pensar.
En un momento dado tuve que abrir las mesitas para que ayudaran a oscurecer y ocultar aquel espacio donde las cremalleras subían y bajaban y las faldas se elevaban en lo que ya se intuía que podía crecer hasta la penetración. Lo curioso es que a cada avance en nuestra compenetración dejábamos de comunicarnos. Aunque este hecho culminó en el momento en que nuestras bocas acabaron por conocerse, sellándose la una contra la otra de manera envidiable. Sabía a cerveza; y eso no me ocurre todos los días. Luego, y ya viendo que aquello no lo paraba ni una epidemia de gripe aviar, procedí a contrastar cuánto de excitada estaba Satoku, que fue en el instante en que comenzó a gemir y a mí me faltaba un brazo. Recordé a Rockefeller. Y a Monchito. Y a tantos y tantos muñecos que han vivido por la boca de otro mudos de tanto placer. José Luis Moreno sabía bien lo que se hacía.
Como cualquier cambio en tu vida –hambre, fiebre, calor, mal olor en las axilas– todo volvió a la normalidad. Salvo mi erección y unas fabulosas ganas de orinar que contribuyeron a que directamente me presentara en el pasillo con el cojín a modo de escudo púbico. El japonés, afortunadamente, no es cotilla. Salvo si le pones en su cara una semi-orgía a bordo de un avión o si las puertas de ambos baños me anunciaron un peligrosísimo ‘ocupado’. Y hete aquí que en aquella espera tan criminal acabara llamando la atención. Una señora, tan educada como fuera de juego, me humilló en público.
—¿Se encuentra usted bien?
—Perfectamente. Son sólo unos retortijones.
—Soy doctora, si necesita ayuda estoy aquí, un poco más adelante. En el asiento 48H.
Por un momento presentí que medio pasaje iba a requerir de mis servicios, cuando se abrió la puerta del aseo que dejó salir a un menor que me cedió el paso cuando ya había manchado levemente el calzoncillo. Al volver a mi asiento descubrí que me había olvidado el cojín en el baño, en otro acto impúdico que levantaría liebres a docenas. Sotaku no estaba. No me preocupé mucho porque sabía que no había podido apearse en marcha. Y tampoco había mucho que comentar: había estado en otro baño cercano al telón que separa a los de la clase turista de los que nacieron de pie. Simplemente eso. Al volver a nuestra fila 25 yo la esperaba en el pasillo, junto al señor japonés que se movió ligeramente para que ella pasara. Luego entré yo, saltando. Cuando ella aún no había tomado asiento el señor japonés la miró con ojos extraños, posiblemente acusadores: no parecían libidinosos.
—Yo esto no lo hago nunca.
—Yo tampoco.
—Perdóname.
—No te perdono: te felicito.
—Me avergüenzo.
Luego pedimos otro par de cervezas Sapporo. Brindamos y descubrimos que la tarde en Tokio era soleada. Las nubes blancas mecieron un poco a la aeronave que tocó tierra sin más incidentes que el nuestro. En la recogida de maletas nos despedimos con un apretón de manos. Ella, la hermana de Rockefeller y Monchito, ayudaba a la acción con diversas reverencias seguidas, como si ahora la dominara un muelle interno.
—Nunca te olvidaré. Para mí también ha sido la primera vez.
—Gracias Aspersor.
Joaquín Campos, 17/08/14, Phnom Penh.