Voltaire, el pseudónimo de François Marie Arouet, es uno de los personajes claves para entender la importancia cultural del giro histórico que significó la Ilustración. Pronto abandonó sus estudios de Leyes para convertirse en el mayor publicista del Siglo de las Luces. De hecho, el periodismo francés no podría entenderse sin su agilidad y brillantez. Su estilo fue siempre divertido, irónico y mordaz. Quizá demasiado radical para su aristocratizante época, por lo que unos versos irreverentes dirigidos al Duque de Orleáns le condenaron a la Bastilla. Por ello, ha sido considerado por muchos como el primer intelectual comprometido con el mundo en que vivía y él mismo se definió como un Quijote que se inventaba pasiones para ejercitarse entre la ironía y la parodia.
Con todo, las aportaciones de Voltaire superan el marco de la literatura y del pensamiento. En cierta medida, fue la antesala de la profesionalización de la labor histórica que se produjo en el siglo XIX en Alemania. No puede desdeñarse este interés por el pasado, ya que Voltaire fue el encargado de la voz «Historia» en la Enciclopedia, la gran antología del pensamiento ilustrado. Por ello, la difusión de la obra entre la élite intelectual europea facilitó la expansión de los razonamientos históricos del creador del Cándido. Su producción historiográfica, siempre ligada a la filosofía, fue extensa con varios títulos hoy olvidados como Historia de Carlos XII, El siglo de Luis XIV, Ensayos sobre la historia general y sobre las costumbres y el espíritu de las naciones, Historia del imperio de Rusia bajo Pedro el Grande o Filosofía de la historia.
Pese a su ferviente actividad antieclesiástica, Voltaire estaba convencido de la existencia de Dios, «el eterno geómetra», un ser infinito que existía desde la eternidad y del cual procedían todos los seres humanos. A Federico de Prusia, incluso, le comunicó en una carta fechada en 1770: «si Dios no existiese, habría que inventarlo». Pero su teísmo ilustrado le impidió creer, contra lo que defendieron otros historiadores y cronistas, que Dios participaba en la historia desde su creación. Su concepción trataba de demostrar que los hombres podían intervenir en la evolución histórica para eludir un futuro más nefasto. Ese racionalismo también le obligó a criticar otras entelequias que se divulgaban en los tratados de historia de la época, como la inclusión de mitos, datos sin contrastar e invenciones exageradas e increíbles. Además, se centró en testimonios reales que le permitiesen ir más allá del mero interés curioso por las anécdotas. Y para ello usó sus mejores armas pedagógicas: la ironía y la parodia.
La concepción volteriana de la historia chocó con algunas de las opiniones generalizadas por alguna lumbrera ilustrada, como el propio Diderot, que consideraban que la historia era un conocimiento inútil, que no llegaría a hacer ningún tipo de servicio a los conocimientos necesarios. Para Voltaire el pasado podía permitir encontrar, no sólo las causas, sino también las leyes que rigen la evolución histórica y, de esta forma, intentar resolver definitivamente los grandes problemas de la humanidad. Por esa razón, sus trabajos se encargaron de describir el tiempo amplio y evitar el detalle tedioso o los grandiosos hechos políticos y guerreros. Eso sí, como buen ilustrado, creía en la idea de progreso de la humanidad por lo que concluyó que en el estudio de la historia solo encajaban las cimas, los grandes logros de la humanidad (la Atenas de Pericles, Roma, el Renacimiento florentino y el siglo de Luis XIV). Solamente estas grandes épocas merecían ser historia escrita. A pesar de ello, estos periodos encerraban, como reconocía con pesimismo, virtudes y desgraciadas limitaciones.
No sería una exageración impertinente, escribir que Voltaire es uno de los padres –con todas las comillas posibles- de la historia moderna. Su pretensión de historiar más allá de los grandes nombres y los hechos excelsos del pasado, de hacer historia de la gente normal y corriente, «las historia de los hombres, en vez de la de los reyes», lo sitúan en el origen de lo que después será la historia social. Una crítica, avant la lettre, a la concepción histórica evenencial que más de un siglo después criticaron la escuela annalista. Con todos los peros posibles (y son bastantes desde nuestros conocimientos), su interés por las personas y por un uso cívico de la historia lo convierten en uno de esos raros ejemplos filosóficos en la que los historiadores profesionales del presente debieran volver, de vez en cuando, en busca de un chispazo de inteligencia que les ayude a comprender mejor la labor que desempeñan. Como aseguró Fernando Savater hace unos años: «más que nunca, seguimos necesitando a Voltaire».