Regresar a Madrid es, siempre, regresar a la felicidad. Nos vamos de Madrid, escapamos del ruido, decimos, de la prisa, del frenesí. Nos vamos al campo. Nos vamos a otro país. Nos vamos al otro extremo del mundo. Viajamos, respiramos otro aire, vemos otros paisajes. Pero siempre llega un momento en que de pronto, recordamos Madrid.
Recuerdo la misma sensación desde que era niño, en las interminables vacaciones de dos meses en la playa. O en los viajes por el extranjero. Recuerdo mis propios viajes por el extranjero, por Asia, por América. Siempre había un momento, un día, una mañana, en que de pronto uno recordaba Madrid. Podía suceder en Londres, o en Kathmandú, o en Estambul. Después de semanas o de meses fuera de casa, un día, uno comenzaba a recordar Madrid. Comenzaba a desear volver.
Durante mucho tiempo pensé que la razón de que me gustara tanto viajar era la intoxicante sensación de estar lejos. Nunca me he sentido tan lejos como en Puri, en el golfo de Bengala, contemplando las olas del océano Índico. Pero también cruzando las montañas de Montenegro pude sentirme en el fin del mundo. O cruzando el istmo de Tehuantepec, en México.
Luego descubrí que había algo todavía mejor que la sensación de estar lejos, o quizá algo igual de embriagador: la posibilidad, después de muchos días de viaje, de recordar Madrid. Como si uno se fuera tan lejos de Madrid sólo para poder ver Madrid desde lejos. La seguridad de que en algún momento del viaje, después de semanas o años (porque mi viaje más largo duró siete años) viviendo en otro clima y disfrutando de sabores distintos, una mañana uno se descubriría a sí mismo recordando Madrid y deseando volver.
En todos los viajes hay un día en que recuerdo Madrid y en que descubro, asombrado, que Madrid es el paraíso. Recuerdo sobre todo ciertas calles, ciertas aceras sombreadas de árboles, ciertos cruces. Puedo recordar, por ejemplo, el cruce de Velázquez con Pedro de Valdivia y López de Hoyos, teniendo frente a mí la V del plafón donde está Vips, a mi izquierda las mansiones del Barrio de las Hadas, a mi derecha el bulevar que sube a la glorieta de López de Hoyos. Pienso en casas de amigos, en librerías, en parques. Pienso en terrazas de cafés y en restaurantes, en teatros, en plazas. Pienso en la Plaza de los Cubos. Pienso en la Castellana y en el Retiro, en el puente de Rubén Darío y en las vistas que hay desde el centro del puente.
Entonces siento que uno puede ser feliz en Madrid. El Madrid de la amistad, de los paseos y de los libros. Ese Madrid que uno olvida cuando vive en Madrid, devorado por Madrid.
Cuando termine este artículo iré al cibercafé más cercano para enviarlo. Mañana regreso a Madrid.