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Mientras tantoVolver a Paul Celan

Volver a Paul Celan


 

 

A Paul Celan vuelvo cuando menos lo espero, incluso cuando menos lo deseo. Por culpa del azar. El azar que me llevó ayer a despejar mi mesilla de noche de la montaña de libros que amenazaba con aplastarme cualquier noche destemplada, de esas de pesadilla, en las que uno cree que pierde pie y cae y cae por el hueco del ascensor y en su caída trata de asirse a una ramita que aflora en el hormigón del sueño y acaso se lleve un aluvión de cascotes en forma de libros, hermosa dura forma de morir, aplastado por el deseo de leer y ser leído.

 

Claro que también podría concebirse como una suerte de barricada entre mi lado y el suyo de la cama. No porque fueran literalmente dos camitas gemelas y en medio, sobre las Termópilas de la alfombrilla, creciera en la presunta mesilla de noche compartida esa muralla china de libros que serían la mejor y acaso la más paradójica metáfora de la incomunicación. Cada uno en su lado de la cama, con su lámpara, su flexo, su fervor, sus libros, su viaje alucinante y silencioso, íntimo, a los meandros de la realidad aumentada que también son las peripecias y las ideas y las sendas por las que conscientemente nos extraviamos. Pero lo raro del caso, y que además si de la estiba de un barco se tratara nos hubiera hecho escorarnos a babor de forma harto peligrosa, es que la barricada no era tal, sino extemporánea, como un parapeto, solo de mi lado, porque se trata de una cama sola, de matrimonio, la almadía de la cama de matrimonio, donde dos náufragos se aman y se entienden o se desquician. Pesaba mi mesilla como una suerte de fortín desparejado, de descompensado afán de decir este Himalaya de tinta y papel me pertenece, y en este bosque de Birnam voy a internarme pese a quien pese, buenas noches, dulces sueños, yo me quedo vigilando, con mis libros, como un centinela que hace tiempo olvidó qué carajo hacía aquí, en esta garita ante el desierto iracundo de los tártaros.

 

El caso es que sin quererlo he regresado a mi volumen rosa magenta de Paul Celan, a las Obras completas que empecé a leer hace ya la friolera de 14 años, en un vuelo entre Nueva York y Madrid. Era el 12 de julio del año 2000. Marqué en una ficha estas palabras de Carlos Ortega en el Prólogo (Que nadie testifique por el testigo): «Nadie vio el salto de Paul Celan desde el puente Mirabeau ese día de abril de 1970. En los siguientes, su falta al trabajo como Lector de lengua alemana en la École Normale Supérieure no levantó alarma alguna, ni tampoco sus vecinos se sorprendieron del correo que atestaba, apilado, la rendija de la puerta del piso en que vivía solo. Su mujer, la artista gráfica Gisèle de Lestrange, llamó, preocupada, a un amigo para saber si su marido se había marchado tal vez a Praga. El primero de mayo, un pescador descubrió su cuerpo diez kilómetros río abajo. Sobre la mesa del poeta se encontró una biografía de Hölderlin abierta por un pasaje subrayado: ‘A veces el genio se oscurece y se hunde en lo más amargo de su corazón'». 

 

Y escribí:

 

«El avión acaba de levantar el vuelo. No es un aeropuerto provincial. Es el aeropuerto de la ciudad de Nueva York. JFK: jei, ef, kei, repite el taxista, solícito y silencioso, y nos sumerge en la corriente de tráfico endiablado, primero bajo las aguas de acero del río Este, después a través de los barrios polirraciales de Queens. El avión vuela hacia la noche, a recuperar las seis horas que se entregaron en el viaje de ida, junto a la visa, como si las seis horas más tempranas de que disfruta el nuevo mundo fueran un gallardete de un navegante llamado Cristóbal Colón. El vuelo, misteriosamente bautizado UX 018 (en realidad Aireuropa), va atestado. Casi todos los pasajeros son estadounidenses, se acomodan al absurdo espacio sin emitir una queja. Antes de suicidarse, de tirarse del puente Mirabeau de París sin que nadie lo viera, el 20 de abril de 1970, el poeta Paul Celan dejó sobre su mesa de trabajo una biografía de Hölderlin abierta por una página con una frase subrayada: ‘A veces el genio se oscurece y se hunde en lo más amargo de su corazón’. Tiempo de verano, el asueto se impone por doquier, como si un decreto imperial y democrático implantara la ausencia de la necesidad y el dolce far niente. Se trata, claro está, de un espejismo. Los periódicos intentan fabricar balsas que mitiguen el calor y el hastío. Pero hay noticias que siguen atravesando el cristal blindado. Anochece sobre el mar Atlántico, dentro de poco será la hora de Saint Exupéry. Emprender un viaje, empezar un libro, escribir un artículo. Cuaderno de estío. Regreso de Nueva York a mi querida España con un itinerario dibujado sobre un mapa que ahora me doy cuenta parece un corazón puesto a secar. Después de un año y medio viviendo en una ciudad fatigada por los adjetivos la mirada no se ha hecho ni más penetrante ni más escéptica. Hans Magnus Enzensberger escribió hace 15 años una serie titulada Cristales rotos de España en la que intentaba entender el rostro fragmentado de este país que parecía haber cambiado tan de prisa. Me gustaría ser capaz de escuchar como un extranjero en mi propio país (a menudo me gusta decir, burlándome de los lindes que, sin pasaporte, atraviesan las hormigas de la poeta polaca Wislawa Szymborska, que soy portugués), con la perplejidad curiosa de un recién llegado y como un adolescente que emprende su primer viaje. Pero en este viaje otra linterna me acompaña (aunque más bien debiera decir, como diría José Jiménez Lozano, otra candela): la de un experto en las entrañas de los hombres, y eso que no era médico: Miguel de Cervantes. Pero ahora voy a seguir con Paul Celan antes de que me venza el sueño sobre el mar. El horizonte desde el avión es una franja de cinabrio que amarillea hacia la bóveda celeste y enrojece sobre el altiplano de nubes que parece un desierto frío y dormido». 

 

El poema con el que volví ayer a Celan, después de haber tenido el volumen aplastado entre otros libros, emboscado, se titula Ojo del tiempo, y reza así:

 

Este es el ojo del tiempo:

mira torvo

bajo la ceja de siete colores.

Su párpado lo lavan los fuegos,

su lágrima es vapor.

 

La estrella ciega vuela hacia él

y se funde en la más cálida pestaña:

el calor llega al mundo,

y los muertos

brotan y florecen.

 

Hoy es Viernes Santo. Esta mañana no había ni una nube en el cielo de Madrid. Ahora ya no es así. He vuelto a instalarme entre los cristales rotos. No me quejo. Volveré a pasear con Paul Celan por la orilla de la noche. 

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