Compañero J.J. Prince (hoy te llamo por la verdad de tu apellido francés):
Leo tu última carta -es una forma de hablar- y me pregunto qué nostalgia será la que tanto nos empaña el alma. Acaso escribimos para desempañar viejos adioses, hondas penas benignas, qué sé yo, para volver a siempre, y dibujamos letras de lluvia con los dedos en el cristal borroso y gris de nuestros ojos de invierno.
Releo tus líneas de jersey de cuello alto mientras mi taza de rooibos se marea en el microondas. «Solo existe todo lo que tenga que ver con el amor», escribes. Alguien me dijo hace poco que en el microondas no se infusiona bien un té y que es mejor usar cazo y paciencia. Cazo y paciencia, elementos cálidos de un bodegón de amor doméstico. «Solo existe todo lo que tenga que ver con el amor». Otro alguien me dijo no hace muchos domingos que enamorarse es como una tetera. Debió de leerlo en alguna especie de proverbio chino. Hacen falta fuego y paciencia, me decía esta noble y crédula persona, para que empiece a humear el deseo. ¿No son acaso nuestras palabras una especie de tetera donde hierven a fuego lento estas epístolas desde una lejanía sin nombre?
Dejemos que estos soliloquios en armonía continúen viajando por las isobaras líricas de una meteorología de extremos. Como esa postal que enviaste desde Berlín al buzón de mi isla, con su estampa de cafetería solitaria al estilo Hopper en la tarde caduca de un otoño inmemorial. Venía cargada de aviones y días de lluvia, faros y aduanas, vertientes y océanos. Un sello que decía Hispania. Ahora está en mi nevera la postal. La pegué bajo un imán con esta frase de César Manrique: «La utopía es un camino interior».
El rooibos quizá no se haya infusionado pero quema. Salgo al balcón para airearlo y airearme. El horizonte es un bosque forrado de ropas tendidas y antenas parabólicas y una luna huidiza y blanca entre nubarrones como el ojo de un ciego entre visillos de niebla. Creo que fue Tagore el que escribió algo así como que los árboles son raíces hacia el cielo. Un gato arrabalero cruza el borde de un tejado enmohecido y viejo. Me pregunto si sabrá dónde está, en qué coordenada del mundo vive. Seguramente no le importe. «La utopía es un camino interior».
De entre todos los lugares de la tierra, este. Me pregunto cuánto llevo yo aquí ya. ¿Cuatro años, veinte, toda una vida? El tiempo se me deshilacha, amigo Prince, en una escalera mecánica jaspeada de ayeres. Mi casero de ochenta y siete años me habla en el cruce de que en este barrio la gente rezaba hace medio siglo para que parara la lluvia. Ahora ya no llueve, nadie reza y yo no sé ni qué tiempo hace aquí. ¿Mediados de otoño? Será. El otoño es bajar a la bodega de los meses, prender una linterna de luz pobretona y amarillenta, sentir el relente cosquillear por el costado del alma. Pero aquí… Aquí…
Te lo dije allá por mi primera carta (era marzo, república del año) y lo vuelvo a recordar en esta última (es una forma de hablar). Aquí el tiempo se vive a destiempo.
Te abraza tu compañero y amigo
Antonio