Ahora mismo no me dispongo a nada. Tan solo a rezar mis oraciones y diluirme en el sueño. Cierto que puedo resistir en las peores circunstancias durante mucho tiempo y que podría prolongar la noche si fuera necesario. Pero será mañana cuando, sobre todo si nos decidimos a volver al cine, me siente con Jonás Trueba a pensar qué cine se puede y se debe hacer en esta hora. Tenéis que venir a verla puede ser la forma de reiniciar más que una costumbre un deseo.
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Me pregunto por qué he dejado de ir al cine, y aventuro algunas respuestas, no todas ciertas, no todas mías:
—Por cansancio de las películas.
—Por temor al contagio.
—Por hastío de los otros.
—Por el vicio de las plataformas que dicen que lo tienen todo y no es así.
—Por un comienzo de misantropía.
—Porque el cine ya no es lo que era.
—Por la necesidad de pensar todo lo visto y por haber visto tanto que es mucho más lo olvidado que lo recordado.
—Porque me fatigan los actos colectivos y encerrados.
—Por hartazgo de mis contemporáneos.
—Porque políticamente ya no tiene ningún valor.
—Porque la experiencia ya no es gratificante.
—Porque no podíamos permitírnoslo y había que ahorrar en todo.
—Porque el cine ya no es una experiencia que deja huellas emocionantes e imborrables.
—Porque muchos actores no saben hablar.
—Porque muchos directores no saben callar.
—Porque muchos guiones se caen a pedazos.
—Porque muchos directores no conocen su oficio y repiten fórmulas gastadas.
—Porque los géneros y los temas parecen agotados y las aproximaciones contemporáneas suelen ser más endebles y estéticamente inanes.
—Porque prefiero quedarme en casa leyendo.
—Y porque aunque no tenga nada que ver, algo parecido me ha pasado con el teatro.
—Y porque ya apenas lo echo de menos, aunque me da pena no echarlo de menos, como si esa fuera la demostración de que mi amor no era tan profundo.
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De repente la necesidad se hizo imperiosa. Tal vez porque sabía con absoluta certeza que lo que Jonás Trueba tenía que decirme me concernía personal, política, estéticamente.
Porque hago fichas de las cosas que leo en los periódicos cuando me interpelan, me desarman, me conmueven, me dan que pensar, me dan la vuelta, me incomodan, creo que me van a servir en algún momento del futuro, a veces tengo que hacer fotocopias, porque hay frases en ambas caras, y para ello he de recurrir a una fotocopiadora del barrio que no pone trabas a causa de la propiedad intelectual. A veces compro dos ejemplares para no tener que hacer la fotocopia, o porque quiero tanto la ficha como el original, y guardo ambos. En este caso el corte tiene la virtud de dejar fuera de plano a Itaso Arana y a Francesco Carril (descabezados) y, en su integridad, a Irene Escolar y a Vito Sanz, que son seguramente las figuras que están más alejadas, que más cosas se callan, aunque al final de la película de Jonás Trueba den la sensación de perderse juntos en la selva amazónica de Alpedrete.
Mi quiosquera me anunció esta mañana (quiero decir ayer. No: esta mañana) que tras las vacaciones de agosto ya no volverá a abrir. Se jubila. Y parece que el último kiosco que quedaba en la calle del Alcalde Sainz de Baranda (de los tres en raya que competían cuando llegamos al barrio en 2005) no quedará ninguno. No parece que nadie vaya a quedárselo. “Porque las distribuidoras piden un aval de 12.000 euros”, dice Pilar. Si alguien está interesado en el traspaso pueden preguntar en el propio kiosco (se encuentra justo enfrente del clásico El Paleto, en la esquina entre Sainz de Baranda y Antonio Arias. El marido de Pilar –juntos regentan el negocio–, es Enrique). Es el lugar que me proporciona El Periódico de España los jueves; La Revista (junto a El Mundo) y El Cultural los viernes; El Periódico y Le Monde muy de vez en cuando; El País, Abc, La Vanguardia, The New York Times International Edition y la edición del fin de semana del Financial Times los sábados y, de nuevo, El País los domingos. Me parece una catástrofe, y no solo para mí. Una tendencia irreversible.
En El País Semanal dice Maggie O’Farrell, la autora de Hamnet, la historia del hijo que William Shakespeare perdió cuando el niño tenía 11 años: “Aprendí que tras la desilusión llega lo inesperado. De joven limpiaba habitaciones de hotel y aprendí el olor de las vacaciones de los demás. La suerte me ha hecho quien soy tanto como mis decisiones”.
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Hay cine que vive por y para la peripecia, en el que el director y el guionista son dioses cuya única religión es la verosimilitud o al menos la coherencia interna según las leyes del relato y el entretenimiento como máxima vital mientras llega la muerte, y hay directores y guionistas que, aunque manipulan diálogos, situaciones, tramas… tratan de que sean espejos a la vera del camino de la vida, y que no haya un sentido armónico o una moraleja y permitirse que, como la vida, su falta de objetivo y de gran historia sea suplida por una atención de sioux o aimara a lo inesperado, al accidente, a las pequeñas inflexiones. Por eso recurra tal vez Jonás Trueba a la poeta Olvido García Valdés y su poesía sobre las ambigüedades consanguíneas a la realidad. Y acaso también por eso diga que la vida y el cine son lo mismo: “¿Cómo no va a ser lo mismo? El cine es una actividad humana, que hemos inventado para sobrevivir en el mundo, para sortear la muerte”.
Al final de Tenéis que venir a verla, cuando Elena se interna en la espesura de las altas hierbas para orinar (creo que dice orinar) y se echa a reír mirando a cámara, ¿es ella o es Itaso Arana? La respuesta podría ser: son las dos.
Entonces el director toma la decisión de romper la cuarta pared y aparece primero el sonidista como si fuera un ornitólogo empeñado en captar el canto de la calandria, y enseguida el resto del equipo, que desfila en fila india hacia The End camino de vuelta a Madrid, que es donde tiene su sede la productora Los ilusos y, tal vez, las casas de la mayoría de los que creen que el cine y la vida son caras de la misma moneda: “Esa imagen que cierra el filme aparece quizás de una manera mas sencilla que en Los ilusos. Cada vez uno se siente más pequeño en el mundo, más ridículo, y solo somos hormiguitas que hacemos cine. Y eso creo que es lo que muestra el final, ¿no?”.
Dos muestras de la filosofía política y estética de J. T.: “quizá” y “creo”.
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Su voz es como una perforadora musical que lograr abrirse paso en medio de los ruidos de la ciudad, esa sinfonía contemporánea que es cualquier cosa menos armoniosa, y acaso parezca así más real, y más nos interpela. Cuando Javier Yuste le pregunta en El Cultural por ese poema que recita su autora, Olvido García Valdés, dice Jonás: “Me impactó esa idea de la crisis de irrealidad que define de una forma tan exacta, tan justa en las palabras. Me ayudó a entender lo que estaba buscando, lo que estaba sintiendo en ese momento. No es la famosa crisis de identidad, que bien podría ser el tema de La virgen de agosto, ‘no quién soy, sino si estoy’. Al final esa cuestión de si vives en la ciudad o en las afueras es una chorrada, lo importante es que de pronto puedes sentirte no del todo viviendo y te recorre el cuerpo una suerte de escalofrío. La película intenta atrapar ese escalofrío que puede durar un segundo, ese vientecillo que de pronto te da en la cara y te hace dudar de todo, aunque desaparezca del momento”.
Claro que esa decisión de dónde vivir y cómo se ha convertido en una cuestión existencial para mí después de más de cuarenta años aquí, en Madrid, que ha sido mi casa y que me ha ayudado a estar y a ser. La idea y su sombra llevan tiempo empujándome de vuelta a mi país natal, tan vinculado al mar y a la lluvia, dos aspectos de la geografía física que, como la saudade, había aplazado por razones perfectamente materiales (es decir, espirituales). Pero es como si mi vida aquí se hubiera agotado con la pandemia, que atizó mi misantropía y me hizo desear más silencio, más soledad, más lejanía para pensar y leer, para estudiar y escribir. Un cansancio de la muchedumbre, del ruido y de la agitación vacía.
En realidad, el país natal se ha revelado un imán que ha perdido carga magnética. Lo que quiere es ser fiel a un deseo tal vez más infantil, o más enigmático: hacerme portugués, irme a vivir allí para contemplar mi fatigosa patria como un extranjero.
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Todavía recuerdo mis primeras sesiones en los antiguos Alphaville. Fue una lástima cuando los rebautizaron Golem. Era otra eufonía, otro universo cinematográfico. Yo, que no consumo palomitas ni refrescos, ni mucho menos en el cine, siempre agradecí que en este tempo del cine no se corrompiera la proyección con ese efecto especial de las mandíbulas triturando y los gaznates trasegando.
En mi primer día de prácticas en el diario El País, hace la friolera de… Ángel Fernández-Santos me envió a cubrir una conferencia de prensa de Wim Wenders en el entonces quinto espacio de los Alphaville, la legendaria cafetería. Desde primera hora de la mañana sentía cierto malestar en el costado y le dije a mi jefe que me pasaría por un centro médico. Fue poner los pies en la calle de Miguel Yuste y buscar desesperadamente un taxi que me llevara volando a urgencias. Era mi primer cólico nefrítico. Con un gotero en un habitáculo de no recuerdo qué hospital, mi mayor preocupación era que iba a fracasar estrepitosamente en mi primera encomienda en el periódico de mis sueños. Pedí a la relaciones públicas que por favor avisara a Ángel Fernández-Santos en El País de que no iba a poder cubrir el evento en los Alphaville. Al cabo de un rato se presentó ante mi camita de urgencias el gran crítico de cine. Atesoro la frase que me soltó. Fue la que acabaría usando como título del obituario que le dediqué cuando tuvo la mala fortuna de morirse:
—¡Al carajo con Wim Wenders!
Esa misma noche oriné las arenillas, y a la mañana siguiente me presenté en la redacción dispuesto a continuar mis prácticas de verano.
Sigue siendo en estas salas (ahora Golem) donde con más esmero se proyectan y se escuchan mejor las películas de todo Madrid, donde –como celebró el propio Jonás Trueba, acompañado de Franceso y Vito– se exhibe Tenéis que venir a verla. El único cine de Madrid. Por algo será.
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Ya era hora de volver al cine y sobre todo de comprobar que hay actores que sí saben hablar, y no solo porque saben lo que dicen y por qué lo dicen, sea Sloterdijk o los trenes que van de Madrid a sus afueras y viceversa, tener un hijo o sentir que un tema llamad Limbo e interpretado al piano por Chano Domínguez puede ser tan expresivo para que las emociones se revelen en la pantalla aparentemente blanca de un rostro: los cuatro primeros y largos primeros planos ya te están pidiendo silencio, y directamente que prestes atención y que dejes la prisa fuera. Ese limbo será el centro de una película en la que aparentemente no pasa nada y que sin embargo es un tramo de vida. Por eso, si os gusta tanto el cine como el hecho de estar vivos, tenéis que ir a verla. Porque os (nos) concierne en grado sumo. Si dijera que es como un poema cinematográfico sin pretensiones no le estaría haciendo justicia ni a Jonás Trueba ni a sus cuatro actores. Porque la película es, de tan pequeña (sin crímenes, sin escenas de máxima ansiedad, sin personajes hozando en la vileza del alma humana), extremadamente ambiciosa: un poema, un soplo de vida que se queda en los labios como un sabor y en los otros sentidos que cada uno pueda poner a la hora de verla, a la hora de vivirla.