Aquí hubo un vecino que se negó en redondo a abandonar su casa. Decía que prefería morir ahogado dentro de ella. Tuvo que sacarlo la Guardia Civil a punta de pistola cuando el agua empezaba a llegar a las primeras casas.
Quien así habla es el pastor de Lodares, una cuadra de ganado que no es más que el único oficio conservado, junto a la carretera nueva, del pueblo del mismo nombre, uno de los ocho que quedaron sepultados por el pantano del Porma, en las montañas del nordeste de León, hace ahora 15 años. Lodares, un pequeño lugar de apenas treinta casas, fue entonces derruido piedra a piedra, en previsión de saqueos y accidentes, al quedar sumergido sólo en parte por la bolsa de agua del pantano. Idéntico destino, por demás, al que corrieron otros pueblos colindantes: Quintanilla y Armada, de los que el agua ya ha borrado hasta el recuerdo, y Ferreras, en el extremo opuesto del embalse, que hoy es una escombrera de cascotes y de tejas machacadas que se pudren a la sombra de la iglesia, el único edificio que se conservó del pueblo y que todavía resiste aislado sobre un otero y anclado como un navío en medio del pantano. Del resto, dos de ellos, Utrero y Camposolillo, abandonados también al quedar todos su huertos y sus prados anegados por el agua, continúan enteros al borde del embalse como vacíos cementerios por los que sólo cruzan ya el silencio y el olvido, mientras que los otros dos, Vegamián y Campillo, quedaron sepultados para siempre, con sus casas, sus cuadras, sus calles y sus campos, en el fondo invisible del pantano.
Han pasado quince años desde entonces. Quince años de silencio y de nostalgia. Quince años marcados por el signo de la resignación y el éxodo. Como un pueblo maldito, arrojado de la tierra donde durante siglos vivieron sus abuelos y sus padres, aquellos campesinos montañeses tomaron el camino que habría de llevarlos a lejanas ciudades, desconocidas muchas veces, donde poder fundar un nuevo hogar y encontrar un nuevo puesto de trabajo: ajena a sus temores y problemas, la vida seguía rodando normalmente. Lo que ya nunca podrían encontrar sería aquella paz rural perdida y el remedio a una nostalgia que, lejos de extinguirse con los años, se acentúa y agranda y cada mes de junio, allá por San Antonio, patrón que fue de Vegamián, les devuelve a las orillas del pantano, a las praderas solitarias del monte Pardomino (su monte legendario), para, al hilo del reencuentro, celebrar una fiesta teñida de recuerdos y añoranzas. De ese modo, se cumple cada año la profecía literaria de Benet, el ingeniero-novelista autor de las obras del pantano y de una novela, Volverás a Región, escrita a pie de presa en esos años. Región, el país imaginario perdido en las soledades de la cordillera Cantábrica, sigue existiendo en la memoria de Benet y en la de sus antiguos habitantes, que, año tras año, regresan al pantano en busca de unas raíces que el abandono y el agua ya han borrado para siempre de la tierra.
La razón por la que ahora se han vuelto a congregar al borde del pantano es, sin embargo, muy distinta. La razón por la que ahora todos aquellos hombres han vuelto a visitar estos paisajes, fuera de su cita anual de primavera, es que la revisión de las instalaciones de la presa ha obligado a sus rectores a evacuar toda el agua almacenada en el pantano y, ante el asombro y la sorpresa de los escasos viajeros que se atreven a transitar por estas solitarias carreteras, los fantasmagóricos cadáveres de Campillo y Vegamián han emergido de repente de sus tumbas. Tras quince años de olvido y de silencio, de toneladas de agua sepultando el recuerdo y el paisaje, sus grises esqueletos arruinados, cubiertos por el óxido y el lodo, se esponjan nuevamente bajo el sol mostrando a quien quiera verlas las terribles dentelladas de la muerte.
Campanarios y postes desmochados, ventanas como ojos huecos recortando la lámina del cielo o el perfil de las montañas, paredes reventadas, tejados aplastados por la presión del agua se confunden y aplastados por la presión del agua se confunden y entremezclan con edificios incólumes aún, perfectamente enteros, en cuyas habitaciones y pasillos se amontonan en una masa informe, viscosa e indescifrable, maderas corrompidas, truchas muertas, arbustos putrefactos y domésticos objetos deformados por la herrumbre y por el barro. Y, en rededor, hacia el confín de las orillas que ahora ya no marca el agua, sino la verde línea de los prados más cercanos, un paisaje lunar, apocalíptico, como un insólito desierto de lodo cuarteado en el que, sin embargo, se dibujan todavía las tapias grises de los antiguos prados, los mástiles podridos de los árboles y la siluetas de los puentes bajo los que, dócilmente, vuelve de nuevo a discurrir el río.
Yo no sé si Valery pensaba en un paisaje como éste cuando escribió El cementerio marino. No sé tampoco si Baudelaire imaginaba una noche del pantano al escribir aquel verso terrible e inolvidable: “La luna es el sol de los muertos”. Sólo sé que es imposible describir la sensación que invade a un hombre cuando, como yo ahora, contempla por primera vez –a los 28 años- la casa en la que nació, llena de algas y truchas muertas y cubierta por el óxido y el barro. Y que no olvido aquella vieja leyenda montañesa que señala que el hombre, para poder descansar eternamente, ha de ser enterrado en el mismo lugar en el que nació. De lo contrario, su espíritu y su cuerpo quedarían separados: el cuerpo en el lugar en el que fue enterrado y el espíritu errando por los espacios infinitos, sin decidirse nunca entre el cielo y el infierno.
* Este texto se publicó en El País, 1983. Incluido también en la recopilación de artículos En Babia. Seix Barral, 1991