Se ha sido uno de tantos niños que crecieron sabiendo que Alfredo Di Stéfano era el mejor de la historia a pesar de no haberlo visto nunca jugar. Una vez se le ocurrió mencionar a Pelé, porque lo había oído en el colegio, y en casa, primero el abuelo y después el padre, como si hubiera llegado el momento, cogiéndole de los brazos y mirándole a los ojos, se lo dijeron como se revela una verdad ancestral, un rito de iniciación igual que el de un joven sioux vislumbrando por primera vez al gran Wakan Tanka: “Lo que hacía Di Stéfano en el campo no lo ha hecho nadie”.
Esa frase la dijo ‘O Rei’ cediéndole el trono al español enorme, al argentino que nunca dejó de serlo, como si fuera el único híbrido, el primer nacionalizado tan auténtico en su origen como en su destino. Quizá por ello la vida no le dejó jugar un Mundial. El destino de don Alfredo era el Real Madrid, y Florentino Pérez fue uno de aquellos niños que vieron al Gran Bisonte Blanco sin necesidad de que sus mayores le transmitiesen la leyenda. El destino del actual presidente madridista era serlo para salvaguardar el mito y no para fichar galácticos, como si esto fuese un adorno o una veleidad de juventud reconducida.
Quizá porque Florentino no pudo ser Di Stéfano decidió emular a Bernabéu con La Saeta siempre a su lado para no perder el favor de los dioses. Por devoción le construyó un estadio como un corazón madridista que nunca dejase de latir y le hizo presidente para la eternidad. Sus lágrimas ayer eran las del niño que le veía defender y organizar y marcar goles con diez tíos y una portería a las espaldas en el viejo Chamartín, el campo que él mismo protege como el árbol de la vida a base de armaduras también galácticas, como si por si acaso algún día tuviera que viajar desde Concha Espina al espacio.
Porque allí en los cielos ya corre la saeta, ya juega mi Madrid hasta el fin de los tiempos. Está escrito en el Olimpo que uno imagina como el de los griegos, blanco pero no tan concurrido pues de momento sólo están don Santiago, Juanito y desde ayer don Alfredo, acaso como Yoda, Obi Wan y Annakin Skywalker esperando a Luke. Es caro acceder al edén porque no basta con deslumbrar sobre la hierba sino trascender como el espíritu del Viejo. El alma transmutada en madridismo y la memoria, tan nítida en su paseo como el espejo en el que todos pueden verle jugar.