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ArpaWarren Buffett, el titán tranquilo

Warren Buffett, el titán tranquilo

El secreto del más renombrado y exitoso inversor estadounidense es el “focus”, la concentración casi inhumana en su tarea, a la que dedica miles de horas

Imagen de Warren Buffet con una baraja de cartas en la mano

Warren Buffet es un buen jugador de bridge/ Corbis     

 

A mediados del mes de julio, cuando empezaba a preparar este artículo, pregunté a tres de los más destacados gestores de fondos españoles por qué nadie ha logrado reproducir de un modo consistente los resultados de Warren Buffett. José Ramón Iturriaga, de Okavango Delta, me habló de la dificultad de operar con plazos de inversión tan largos como los que maneja el millonario estadounidense: “Warren Buffett – me dijo José Ramón – es consecuente con el horizonte temporal de sus inversiones. Las suyas son apuestas a largo plazo y aunque en un determinado momento le puedan venir mal dadas, ni él ni quienes han confiado en él modifican sus criterios”. Marc Garrigasait, presidente de la Sicav Koala Capital y antiguo responsable de inversiones de Caixa Catalunya, apuntó otra posibilidad: “¡Keep it simple! – me señala -. En la vida empresarial y financiera, la sencillez suele ser la mejor opción. Sólo quien tiene mucha experiencia y conocimientos tiene el atrevimiento de aplicar sin miedo criterios sencillos pero importantes. Es lo que ha hecho siempre Buffet”. En cambio, el catalán Walter Sherk, corresponsable de la premiada gestora SIA Funds y uno de los más decididos seguidores de la filosofía value en España, discrepa, en parte, de la opinión de Marc: “Los principios del value investing (inversión en valor) que maneja Buffett son sencillos – me recalca – pero su aplicación es difícil porque hay muchos value traps. Parece que un valor en bolsa está barato pero en realidad no es así. La capacidad de separar los value traps de los valores de calidad escasea, porque cuesta mucho detectar las trampas. Hay trampas contables, estratégicas, de política corporativa y de otros muchos tipos.”

       En una ocasión, a principios de los años noventa, el padre de Bill Gates le planteó esta misma pregunta a Warren Buffett. Él le contestó utilizando una sola palabra: “Focus”, esto es, la capacidad de concentrarse intensamente en algo. Pero, ¿a qué tipo de focus se refería? Desde luego no al habitual, sino a un tipo de concentración y disciplina casi inhumanas, una concentración salvaje y autista que sólo admite la perfección. En su conocido libro Outliers (Fueras de serie), el periodista Malcolm Gladwell ha indagado acerca de las causas del éxito. La respuesta obvia es que en el éxito se juntan el talento y la preparación. Así, basándose en los estudios del psicólogo K. Anders Ericsson, Gladwell explica que “lo que distingue a un intérprete virtuoso – un violinista, por ejemplo – de otro mediocre es el esfuerzo que cada uno dedica a practicar. Los que están en la cumbre no es que trabajen un poco o bastante más que el resto. Trabajan mucho, muchísimo más.” Este es el focus del que habla Buffett: practicar insistentemente durante miles y miles de horas, sin descanso ni vida familiar, sin otro hobby que el deseo de ser el mejor, más aún, de ser el único. Yo tenía un amigo así. Le recuerdo estudiando, con una intensidad demencial, un día tras otro. Estudiaba en la biblioteca del colegio, en el servicio mientras hacía sus necesidades, entre cucharada y cucharada de sopa. Recuerdo que en una ocasión le encontramos unos apuntes de medicina debajo de la almohada de su cama. Mi amigo quería ser el mejor, pero no lo consiguió. Buffett sí. Warren Buffett es un misterio.

 

Warren Buffett nació el 30 de agosto de 1930 en Omaha, una ciudad de medio millón de habitantes en Nebraska. Su padre, Howard, trabajaba como corredor de bolsa en la peor época que el mercado bursátil haya conocido jamás. Un año antes, en octubre de 1929, Wall Street se había desplomado en los llamados Jueves, Lunes y Martes Negros que dieron inicio a la Gran Depresión de los años treinta. Alice Schroeder, autora de la monumental biografía de Warren Buffett, The snowball, cuenta como, el 15 de agosto de 1931, Howard fue a sacar dinero al banco y se lo encontró cerrado. Había perdido su trabajo y sus ahorros se encontraban depositados en un banco que no abría las puertas. Tenía dos hijos que alimentar y estaba arruinado. Como es natural, Warren no puede recordar la angustia de aquellos meses – su familia llegó a acumular sacos de azúcar en el ático de la casa, temiendo el posible colapso del dólar -, pero fue el ejemplo de la lucha y de la tenacidad de su padre lo que iba a determinar en gran medida la personalidad del hijo. Con el paso de los años, Howard relanzó el negocio y llegó a ser congresista en Washington por el partido Republicano: la historia, en definitiva, de un self-made man que adoptó como motto la salvaguarda de la propia reputación moral.

 

Imagen de Warren Buffet posando en una azotea. Enero de 1992. Corbis

W.B. en la azotea, enero de 1992 / Corbis     

 

       Warren se crió entre Omaha y Washington, en un hogar notablemente falto de afecto. Su madre, Leila, padecía graves trastornos emocionales dentro de una familia cuyo padre era incapaz de asumir el rol afectivo de la mujer. Michael Lewis, en un artículo publicado en The New Republic, ha escrito que la infancia de Warren es el retrato universal del perdedor y tiene razón. Emocionalmente inseguro, tímido y retraído, con un padre ausente y una madre disfuncional, Buffett era un inadaptado social que no destacaba en ninguna asignatura escolar, exceptuando mecanografía. De niño, su única obsesión era acumular y clasificar. O mejor dicho, primero clasificar y luego acumular. Perdió su fe religiosa cuando se percató de que los autores de los salmos que se cantaban en la iglesia no vivían más que el resto de los mortales. En su escala de valores, la fe tenía que contar con algún tipo de ventaja calculable y, si no lo hacía, era porque Dios probablemente no existiese. Buffett empleaba – y emplea – este tipo de razonamientos, construyendo modelos de probabilidades a partir de clasificaciones matemáticas. Al cumplir seis años, por ejemplo, pidió de regalo un cronómetro para poder descomponer el tiempo en segundos. Con ocho, coleccionaba botellas de vidrio que recogía pacientemente en los cubos de la basura. Luego, en el sótano de su casa, los apilaba en docenas perfectamente ordenadas: Pepsi, Coca-Cola, Root beer, Ginger ale… Pronto descubrió que esta pulsión coleccionista le reportaba una información valiosa: tenía muchas más botellas de Coca-Cola que de cualquier otra bebida, por lo que dedujo que la Coca-Cola era la bebida más popular de Omaha. Así que decidió ofrecerla a domicilio. Por cada seis botellas que vendía, obtenía un nickel (cinco centavos).

       Cuando cumplió los 16 años, Buffett era ya un exitoso hombre de negocios que pagaba el impuesto sobre la renta, vendía a las peluquerías máquinas del millón (pinballs o flippers) y había comprado una finca de 40 acres que explotaba a medias con un granjero. Seguía siendo un alumno mediocre – aunque ya no tanto, pues en el instituto se graduó el decimosexto de trescientos cincuenta alumnos -, pero era más rico que muchos de sus profesores. Quería ser millonario a toda costa y quería serlo además sin tomar riesgos excesivos. De hecho, hay una doble regla expresada en alguna ocasión por Warren que ha llegado a formar parte de la cultura pop del inversor no profesional: la primera afirma que no hay que perder dinero; la segunda dice que nunca hay que olvidar la primera regla. Debido a esta mentalidad heredera de los efectos del crack del 29, cuando grandes fortunas se desvanecieron en cuestión de días, el joven Buffett buscaba minimizar los riesgos de sus inversiones mediante modelos de probabilidades matemáticas. Si algo podía ir mal, definitivamente iría mal. Quizás por esto, el descubrimiento de la filosofía value, expresada por Benjamin Graham y David Dodd, en los libros The Intelligent Investor y Security Analysis, se convirtió en el acontecimiento central de su vida. “Fue como si hubiera conocido a Dios”, explica en The snowball Truman Wood, su compañero de piso en la Universidad. Buffett decidió entonces matricularse en la Facultad de Finanzas de la Universidad de Columbia, en Nueva York, donde Graham y Dodd formaban parte del claustro de profesores.

 

Benjamin Graham podía ser cualquier cosa menos un tipo corriente. Hijo de una familia judía que se arruinó en el crack de 1907, Graham era un joven apocado y tímido que vivía obsesionado por el mundo refinado de la alta cultura. A los quince años leía los clásicos en su idioma original y recitaba las Rubaiyat mientras reparaba los timbres de las puertas de sus vecinos. Finalizado el bachillerato solicitó una beca para estudiar en la Universidad de Columbia que le fue denegada debido – eso creía él – a ciertas aficiones onanistas. Posiblemente, su sueño hubiera sido convertirse en un prestigioso académico del mundo del arte o de la literatura, pero la pobreza familiar le llevó a los negocios. En 1914 entró a trabajar en Wall Street y fue ascendiendo rápidamente hasta que en 1926 lanzó su propia firma de inversión. Durante los siguientes veinte años, Graham&Newman Corporation batió el mercado de un modo consistente con una particularidad muy importante: asumía mucho menos riesgo. Al igual que Buffett, la regla fundamental de Graham dice que el inversor nunca debe perder dinero y cimentó su filosofía de inversión, el value investing, sobre esta premisa.

       A la hora de comprar una acción, Graham quería saber qué valía la empresa una vez muerta. Esto le daba seguridad. Si la empresa sobrevivía, sin duda ganaría dinero, pero ¿y si quebraba? No se trata de una pregunta retórica, porque esa fue la realidad cotidiana durante la Gran Depresión: las empresas quebraban y las grandes fortunas se disolvían. Por ello mismo, Graham necesitaba conocer el valor objetivo de una empresa en el caso de que sucediera el peor de los supuestos.

       Para familiarizarnos más con esta idea podemos acudir a un ejemplo sencillo. Imaginemos que, en lugar de una empresa, hablamos de una persona. Supongamos que esta persona cuenta con una liquidez de 50.000 euros en distintas cuentas corrientes, un piso valorado en 500.000 euros y otros activos (seguros de vida, joyas, obras de arte, coches…) que suman 100.000 euros más. Supongamos también que esta misma persona soporta unos pasivos (hipotecas, créditos al consumo, etc.) de 400.000 euros. Para Benjamin Graham, esta persona, una vez sumados los activos y restados los pasivos, tendría un valor de 250.000 euros. De un modo extraordinariamente simplificado, a esto, él lo llamaba valor objetivo.

Imagen de Warren Buffet posando en su despacho. Enero de 1991. Corbis

W.B. en su despacho, enero de 1991 / Corbis     

 

       Por supuesto que calcular el valor objetivo de una empresa no es una labor sencilla y exige sortear – como me decía Walter Sherk – un gran número de trampas, contables y de todo tipo. Pero, en todo caso, determinar el valor objetivo era sólo el primer paso en la confección de una especie de plano que permitiera orientarse al inversor. Para comprar una acción de esa empresa, Graham necesitaba disponer además de un margen de seguridad. O lo que es lo mismo, quería comprar a un precio ridículo aquello que, incluso muerto, valiera más. En castellano, diríamos que el margen de seguridad es poder comprar duros a dos o tres pesetas. A lo que Graham sumaba un tercer filtro, que era la diversificación. Su firma invertía en un ingente número de acciones infravaloradas, sin privilegiar a unas por encima de otras. Una vez más, el pesimismo antropológico de Graham le llevaba a no apostar a favor de un solo caballo. Prefería ceder determinadas ganancias antes que incrementar el riesgo. Con este método aparentemente sencillo y un horizonte temporal a largo plazo, Benjamin Graham se convirtió en una leyenda viva y en uno de los mejores inversores de la historia.

 

A mediados de 1951, Buffett se graduó en Columbia con matrícula de honor – la nota máxima que Graham concedió nunca a uno de sus alumnos – y decidió ponerse a trabajar de broker junto a su padre en Omaha. Iba a casarse en unos meses y, como es obvio, le preocupaba poder mantener a la que sería su nueva familia. Sin embargo, Howard, su padre, y Benjamin Graham le desaconsejaron que iniciara esta andadura y le recomendaron que se buscase temporalmente un trabajo menos arriesgado. Para Graham, la bolsa estaba sobrevalorada y no ofrecía grandes oportunidades. Howard, por su parte, había invertido su patrimonio en oro con el fin de protegerse de la inflación y evitar el riesgo de una posible crisis económica. A pesar del enorme respeto que sentía por ambos, Warren estaba convencido de que se equivocaban. En su opinión, el mundo ya no respondía al marco económico que se había originado en el 29 y el valor de las empresas era muy superior a su cotización en bolsa. En 1951 Warren Buffett tenía 21 años y, desde cualquier punto de vista, le quedaba mucho por aprender pero, pese a su juventud, decidió seguir su propio camino. Pidió un crédito y se puso a comprar compulsivamente. Ese año obtuvo un 75% de beneficios. También aquel año pudo comprobar que, a pesar de ser un grahamita, un pata negra de la ortodoxia value, él tenía sus propias ideas.

       ¿Cuáles son estas ideas? ¿En qué se separa de su maestro? Se lo pregunto a Walter Sherk, de la gestora SIA Funds. “Graham – me explica Walter – se centraba mucho en la información financiera y Warren añade la visión sectorial y el posicionado de la empresa. Por otra parte, Buffett acepta comprar valores un poco más caros si tienen la capacidad de ir reinvirtiendo los beneficios a tasas de rentabilidad elevadas, mientras que Graham valoraba menos este aspecto”. No son las únicas diferencias: hay un énfasis en el análisis cualitativo de las empresas, en la calidad moral y empresarial del equipo directivo y en las ventajas competitivas de ciertos negocios que, siendo esenciales para Buffett, apenas jugaban papel alguno en el análisis de Graham. Graham diseccionaba los números y con esa frialdad matemática decidía. Buffett quería más. Buffet quería que esa empresa fuera una máquina de ganar dinero y ser además el dueño de esa máquina. Quizás se tratase de una cuestión de confianza y de seguridad absoluta en uno mismo. Quizás fuera el arrojo de la juventud o una ambición desmesurada por ser el mejor. Quizá, simplemente, fue Charlie Munger.

 

Charlie Munger conoció a Warren Buffett en 1959. Se hicieron amigos de inmediato. Quedaban para comer, para cenar, hablaban por teléfono todos los días. Es imposible saber quién ha influido más a quién: si Munger a Buffett o Buffett a Munger. “Son como una sola persona – me comenta Marc Garrigasait-, sólo que quizás Charlie es aún más disciplinado y mucho más culto que Warren”. De hecho, Munger ideó el concepto de “la mejor hora del día” según el cual uno tiene que dedicar la mejor hora de cada día a formarse a sí mismo. “La clave del éxito de Warren –declaró Munger en una junta de accionistas de Wesco Financial– es que es una máquina de aprender”. En otras palabras, alguien que se aplica el principio de la mejor hora del día.

       Charlie Munger no goza de una proyección pública tan intensa como Buffett, quizá simplemente porque no la ha buscado. Sin embargo, ha escrito un ensayo fundamental para entender de qué modo Warren ha depurado la filosofía value. Este artículo se titula Art of stock picking y en él señala dos componentes esenciales del llamado estilo Buffett: el moat y la apuesta concentrada. Se dice que, en ambos casos, Charlie fue el maestro de Warren, pero realmente se desconoce quién enseñó a quién. Lo más probable es que lo descubrieran juntos, en esas larguísimas charlas telefónicas en las que debatían sin cesar.

       Literalmente, en inglés, moat es el foso que circunda un castillo, el espacio defensivo que asegura su invulnerabilidad. Para Charlie –y para Buffett-, el moat es la ventaja competitiva de la empresa o, como me explica Marc: “Una especie de liderazgo económico que convierte a una empresa en prácticamente indestructible durante, al menos, una generación”. Ejemplos de empresas con un gran moat los podemos encontrar en algunas de las inversiones más importantes de Berkshire Hathaway, el conglomerado financiero que dirigen Buffett y Munger: Coca-Cola, Gillette, Johnson&Johnson, American Express… Se trata de empresas que, por el motivo que sea, gozan de una ventaja competitiva indiscutible; activos, a menudo intangibles, como el prestigio adquirido por una marca.

 

Imagen de la casa de Warren Buffett en Omaha. Mayo de 2002. Corbis

La casa de W. Buffett en Omaha, mayo de 2002 / Corbis     

 

       La segunda característica del método Buffett atenta contra uno de los principios sacrosantos de Graham: la diversificación. El sentido común, como repiten sin cesar los asesores financieros, nos dice que, al diversificar las inversiones, se reduce el riesgo. Para Buffett, en cambio, la diversificación es el precio que hay que pagar por la ignorancia. Munger reitera esta opinión en su artículo Art of stock picking: “Los hombres sabios –escribe– apuestan con mucha fuerza cuando el mundo les ofrece una gran oportunidad. Y el resto del tiempo, simplemente esperan a que aparezca una nueva ocasión. Es así de simple”. Parece sencillo, pero, como me explica una vez más Marc Garrigasait, muy pocos gestores tienen la disciplina y la seguridad en sí mismos para atreverse a realizar apuestas tan concentradas. Por el motivo que sea, la búsqueda de soluciones complejas nos hace más sofisticados, pero también, a menudo, nos hace irremediablemente más tontos.

 

En 1962, Warren Buffett empezó a comprar una pequeña compañía textil de Omaha llamada Berkshire Hathaway (BRK). Pronto pasó a ser su máximo accionista y la convirtió en una gigantesca corporación financiera con intereses en un gran número de empresas. En poco más de 40 años, la revalorización media de las acciones de Berkshire ha sido superior al 20% anual, un rendimiento a todas luces excepcional. Su capitalización bursátil supera, a día de hoy, los 150.000 millones de dólares; algo así, para hacernos una idea, como Telefónica y Repsol juntas. Warren, en alguna ocasión, ha comparado Berkshire con un cuadro y la ha definido como su Capilla Sixtina. “BRK es mi cuadro – ha dicho – y cuando se me acerca alguien y me pregunta: “¿Por qué no usas un poco más de rojo en lugar de tanto azul?”, yo le digo adiós. Es mi cuadro y me da igual el motivo por el que alguien decide desprenderse de una de estas acciones”. La pregunta que muchos se plantean ahora es saber si este cuadro sobrevivirá cuando él muera. Más aún, sin Warren, ¿qué le depara el futuro al value investing? Algunos gurús financieros, como el suizo Marc Faber, han llegado a afirmar que Buffett y el value están acabados para los próximos diez años. “El mercado es demasiado volátil –sostiene Faber– y se moverá continuamente hacia arriba o hacia abajo en una franja del 20%”. No es el único en pensar así. El constante screening al que algunos programas informáticos someten al mercado ha dificultado aún más la detección de aquellas empresas que cotizan a múltiplos infravalorados. Marc Garrigasait me reconoce que, a pesar de ser un rendido admirador de Warren y de Charlie, “es probable que Faber tenga razón y que la filosofía de Buffett no sea la más adecuada en los próximos años”. En un artículo publicado a mediados de agosto en The Athlantic Monthly, Megan McArdle se planteaba esta misma cuestión y, sin embargo, concedía que “la literatura académica sugiere que, a día de hoy, el value investing todavía mantiene una ligera ventaja sobre una estrategia de mercado más amplia”.

       Quizás pueda parecer un asunto baladí o, tal vez, una polémica exclusiva del mundo elitista y snob de las grandes finanzas, pero las implicaciones filosóficas de esta debate son mucho más profundas. Un gran sociólogo de nuestros días, el polaco Zygmunt Bauman, ha definido la sociedad postmoderna como un conjunto líquido, fluido y en constante transformación. El mundo de los valores sólidos desaparece y las instituciones entran en conflicto. La conclusión más obvia de las teorías de Bauman es que en la contemporaneidad lo fluido es superior a lo sólido y que se cae en un error al confiar en un marco conceptual que no tenga en cuenta la aceleración de los cambios. Bien, de ser así: ¿es posible realizar un trasvase de estas ideas sociológicas al campo de la empresa y de la bolsa? ¿Se podría aventurar acaso que la figura de un condotiero o la de un pirata es más moderna –es decir, más flexible y fluida– que la estricta disciplina del método Buffett?

       Para intentar responder a estas dudas, quedé con José Ramón Iturriaga, gestor de Okavango Delta. La tarde era pesada, espesa, con las primeras lluvias que bañaban septiembre. Nos citamos para cenar en Sudestada, un restaurante bonaerense de cocina asiática que hace algunos años abrió una sucursal en Madrid. Pedimos un surtido de currys y un tipo de rollos filipinos llamados lumpiang. Mientras hablábamos de las últimas novelas que habíamos leído y de la situación actual de la economía española, le pregunté por su opinión acerca del posible fin del value investing. “El comprar barato un negocio bien gestionado -me contestó- es atemporal. Y esta vez tampoco será distinto. Si algo nos ha enseñado el crack de 2008 es que la orientación cortoplacista de muchas de las inversiones y la búsqueda del dinero rápido han salido mucho peor paradas que una visión a más largo plazo. Sin duda, el hedonismo que está en el origen de muchos de los males que ahora estamos purgando se ha plasmado en la formulación de teorías tan cortoplacistas. Y aunque es cierto que estamos en constante transformación, eso no tiene por qué suponer la pérdida de los valores. Es esta pérdida de valores la que nos ha llevado a las situaciones límite que hemos visto. Pero termina siempre corrigiéndose. En el mundo financiero, las burbujas se pinchan y en el social, es la vuelta a los valores, por así llamarlos, tradicionales – cultura, esfuerzo, trabajo – lo que ayuda a recuperar la normalidad”. Realmente, pensé, nadie conoce el futuro, pero sí sabemos que hay pasados honorables y otros que no lo son tanto. En The snowball, Buffett empieza explicando así su historia: “Balzac dijo que detrás de toda gran fortuna se oculta un crimen. Esto no es verdad en Berkshire”. Se lo conté a José Ramón cuando nos despedíamos, argumentando que la gran lección de Buffett es su convicción de que la honestidad y la ética son los cimientos de la sociedad. Esa noche, al llegar a casa, comencé a leer Stepping Stones, el libro de entrevistas que el poeta irlandés Dennis O’Driscol ha dedicado a Seamus Heaney. En el prólogo, O’Driscol afirma que la fuente más profunda del pensamiento de Heaney se encuentra en “la necesidad de responder a una voz interior que le pregunta insistentemente: ¿Qué has hecho con tu vida, Seamus? ¿Qué has hecho con ella?”. Es la metáfora evangélica de los talentos. Pensé que esa pregunta – y el esfuerzo por vivir acorde con ella – es el mejor resumen de la vida de Warren Buffett.

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