La imagen muestra a dos niños abrazados caminando en medio de cascotes y agujeros de bala. A su alrededor todo es ruina y horror. Welcome to the hell, se lee en una pared llena de lunares causados por los proyectiles. Es otra instantánea en blanco y negro. Estas fotografías reflejan la ciudad de Sarajevo en 1993 y fueron tomadas por el fotoperiodista español Gervasio Sánchez durante el asedio serbio. Un tiempo en el que el miedo a los francotiradores martirizó a los habitantes bosnios sólo nueve años después de que aquella ciudad, mezcla de etnias y religiones, celebrara ante el mundo los Juegos Olímpicos de Invierno. Ahora, toda esta serie de tragedias tomadas por Sánchez se pueden observar en el centro La Tabacalera, en Madrid, en una retrospectiva sobre el periodista, ganador del Premio Nacional de Fotografía en 2009.
El pasado mes de abril se cumplieron veinte años del inicio de la última gran sangría europea. Las calles de Sarajevo están hoy llenas de ciudadanos que caminan con sus bolsas después de haber comprado en las grandes tiendas europeas como Mango. Hace unos meses también se abrió allí el primer McDonald’s. De aquel Welcome to the hell, a simple vista, quedan las heridas de balas en los edificios. Alguna ventana sigue marcada por las llamas de algún incendio tras un bombardeo de los que se apostaron en las colinas de la ciudad, pero los cristales del Parlamento y la sede de la televisión bosnia, destrozados durante el conflicto, reflejan, relucientes, el sol que ilumina a unos habitantes que sueñan con seguir viviendo. Nota de ello dan los bares. Hoy son decenas los que continúan abiertos hasta altas horas de la madrugada. Nada que ver con la desoladora imagen de veinte años atrás cuando sólo tres locales resistieron el asedio para dar alguna hora de tregua con cervezas y rakia (el licor yugoslavo) a sus ciudadanos, según cuenta Ditka, bosnia musulmana de 36 años, quien al comienzo de la guerra, en plena adolescencia, solo soñaba con que su bar favorito no cerrara. Mostar tampoco es ya un rastro de sangre. Lo confirma el reguero de los cientos de turistas que recorren el famoso puente y las tiendas de objetos decorativos en el casco histórico. En la costa croata, Dubrovnik se ha convertido en una de las mayores atracciones de la costa del Adriático con cruceros que fondean allí durante todo el verano. El palacio de Diocleciano recibe en Split a los turistas –una inyección vital-, que se acomodan en las terrazas que miran con placidez al el mar.
Y, sin embargo, la huella de la matanza perdura. No sólo en sus heridas más físicas. No sólo en esos restos de balazos. Si se pasea por Mostar, uno puede observar una ciudad dividida: a un lado los católicos, que han colocado una enorme cruz en una de las colinas, y al otro los musulmanes con sus mezquitas y llamadas a la oración. Los muertos de aquí y los de allá. Las ciudades han crecido en extensión gracias a los cementerios. Los parques no alojan sólo árboles, matorrales y fuentes. Centenares de tumbas –cuyas lápidas tienen esculpidas los trágicos años de 1992, 1993 y 1994-, perturban el paisaje. Las llamadas rosas de Sarajevo, dibujos hechos en cera en aquellos lugares donde una bomba mató a personas que quizá hacían cola para conseguir un poco de agua o pan, también impiden olvidar la matanza. Y todavía hay ciudadanos que miran con extrañeza que una periodista española recorra Sarajevo en tranvía con una guía turística en las manos.
Esta contradicción entre unos habitantes que luchan por enterrar la masacre y la necesidad de no permitir que aquello muera para siempre en la memoria nutre el boom de una reciente literatura balcánica cuya temática gira en torno al conflicto. Son novelas, ensayos y poemarios que no tiene un pulso bélico ni victimista ni están teñidos de odio. Al contrario: parecen buscar cierta comprensión de lo ocurrido. Muchos son los escritores y algunos de ellos ya han sido traducidos al español, como los croatas Miljenco Jergovic, Dubravka Ugresic y el joven Roman Simic Bodrozic. En el terreno del periodismo literario se eleva la bosnia Slavenka Drakulic, mientras que en el memorialístico, aquel en el que la metralla aún parece golpear a sus autores, destaca la obra a pie de la carne quemada de Srebrenica del bosnio Emir Suljagic y los diarios de los sarajevitas Dzevad Karahasan y Zlata Filipovic. Desde la poesía cobra aliento el Charles Simic, poeta estadounidense de origen serbio y la croata Ivana Simic Bodrozic, autora de la novela Hotel Zagorje, ambientada en la guerra, y que este 2012 será llevada al cine (aún no traducida al castellano).
También los autores españoles se han dejado arrastrar por este conflicto. Como muestra, las novelas Pasajero K., de Adolfo García Ortega, y La hija del Este, de Clara Usón, que se suman al extraordinario viaje físico y literario de Isabel Núñez en Si un árbol cae. Conversaciones en torno a la guerra de los Balcanes. De esta mirada más distanciada participa a su vez la italiana Margaret Mazzantini (La palabra más hermosa), novela que precisamente ha sido llevada al cine por Sergio Castellitto, marido de la escritora, y que está protagonizada por Penélope Cruz.
Del periodismo a la literatura
Ante esta avalancha literaria, surge la pregunta: ¿Cómo adentrarse en las tripas del horror tras las pinceladas periodísticas? Durante los años del bombardeo a Dubrovnik, de la matanza de Srebrenica y de los disparos en Belgrado, los periodistas nutrieron las redacciones con las crónicas diarias llenas de muertos y gritos. Nadie olvida las notas de la matanza en el mercado Markale, en Sarajevo, en febrero de 1994, cuando varios proyectiles lanzados por los francotiradores serbios mataron a 64 personas e hirieron a otras 200.
“La literatura es un espacio mucho más ancho que el periodismo, sobre todo hoy en día. A través de la literatura se llega de forma más profunda a la gente. Los periódicos hoy en día no aguantan la profundidad”. El escritor croata Miljenco Jergovic (1966), que también trabaja como reportero en Zagreb en la revista Politika, y que salió de su ciudad natal, Sarajevo, al inicio de la guerra, defiende este argumento como arma literaria contra el olvido. Estas palabras nos recuerdan la obra narrativa de los periodistas Arturo Barea y Manuel Chaves Nogales cuando hace setenta años publicaron respectivamente la novela La raíz rota y los relatos A sangre y a fuego sobre la Guerra Civil española. Como hicieron estos reporteros, la literatura balcánica no se ensaña hoy con los morteros, los francotiradores y los cuerpos ensangrentados como hizo el periodismo y muestran las fotografías de Gervasio Sánchez, sino que se enfrenta al reto de las causas y sus cicatrices. “No hay que callarse las cosas porque eso sólo lleva a consecuencias que son cada vez peores”, afirma Jergovic.
El pulso antinacionalista
En la guerra de los Balcanes el virus del nacionalismo se inoculó en las casas y mentes de muchos de sus habitantes. Fue el mejor soldado de toda la tropa. El que ordenó levantar la bandera del patrioterismo. El que disparó y acabó con años de mezcla étnica y religiosa.
Veinte años después, la literatura batalla contra aquel pulso nacionalista. El periodista Miljenco Jergovic es autor de Sarajevo Marlboro (aún no traducido al castellano), un conjunto de relatos en los que con un estilo muy lírico recuerda su ciudad antes de las bombas, un marco ciudadano que hoy le provoca sentimientos encontrados: “Antes era una ciudad muy mezclada nacionalmente y con una igualdad. Hoy en día existe una mayoría y una minoría, y la mayoría no trata muy bien a la minoría”, apostilla. La obra de la croata Dubravka Ugresic (Zagreb, 1949) también está muy marcada por la lucha antinacionalista. Durante la guerra tuvo que huir de su país al ser tildada por los nacionalistas como “traidora” y “enemiga” al defender posiciones antibelicistas y pertenecer a la Asociación para una Iniciativa Democrática de Yugoslavia, que se oponía a la independencia de Croacia. Años después, asentada en Ámsterdam, rememoró aquellas sensaciones en el ensayo La cultura de la mentira, en el que definía al conflicto como una estupidez. Desde la ficción escribió El museo de la rendición incondicional (Alfaguara, 2003) y El ministerio del dolor (Anagrama, 2007) en los que, jugando con el estilo testimonial, se nutría de ella misma para crear el personaje una refugiada de la guerra en los Países Bajos que tiene que enfrentarse al dolor de la pérdida y la desmembración de un país cuya mezcla de etnias saltó por los aires en 1991.
Entre la ficción y la memoria
Tomando como paradigma las novelas de Ugresic, la narrativa sirve a los escritores para sumergirse en la extrañeza de lo perdido. En su novela Freelander (Siruela, 2012), Jergovic retrata la vida de un viejo profesor que recuerda los tiempos de la exYugoslavia. La historia bascula entre la nostalgia y la imposibilidad de regresar a épocas pasadas. La amargura se destila en finas gotas. Para él es evidente que tras la guerra esa es la sensación que persiste entre los ciudadanos. “Este personaje pertenece a una generación que ha vivido su vida en un país que ha desaparecido. Para estos viejos, la desintegración de Yugoslavia es también la de sus biografías. Ellos no tienen la posibilidad ni tiempo de vivir una nueva vida. Ellos son una suerte de muertos vivientes. Y esto también lo sienten hoy los jóvenes. Hay mucha desesperación”, confiesa.
Con un paso del tiempo que quizá aún no ha hecho su trabajo en pos de la desmemoria, la frontera entre la ficción y la realidad se diluye en esta nueva literatura. En sólo dos décadas es imposible desgajar de las entrañas el fuego de los morteros y los espacios que fueron destrozados por las bombas. Así, si Jergovic evoca en Sarajevo Marlboro a su ciudad natal, el antes y después de la guerra, el croata Roman Simic (1972) hace lo propio con la suya, Zagreb, en los cuentos reunidos en De qué nos enamoramos (Baile del Sol, 2008). El escritor, que también supo lo que eran edificios incendiados por las bombas, adopta un estilo que juguetea con el realismo de lo cotidiano y reconocible. Y, ante el dolor, impone la ironía. “Lo íntimo es para mí, sobre todo, un embalse de emociones. La literatura tiene que ser de una u otra manera personal, privada y, como autor soy de los que aún cree en algo anacrónico: no mentir”, explica Simic, editor de la revista Relations, cuyos relatos, premiados en varios certámenes, claudican ante la victoria del amor. Su libro responde a las preguntas que se hacía Primo Levi tras escapar de Auschwitz y la deshumanización: sí, tras la matanza es posible volver a amar a otro ser humano.
La guerra en carne viva
El bosnio Emir Suljagic (1975) es quizá el mejor estandarte de esta narrativa construida a partir de la realidad y la muerte. Cuando estalló la guerra tenía 17 años. Ante el avance de las tropas serbias fue contratado como traductor de la ONU en Srebrenica, en el valle del Drina (cómo no citar aquí la obra de Ivo Andric, El puente sobre el Drina, reeditado por RBA en 2011) a donde se trasladó junto a toda su familia. El peor sitio posible. En esta confluencia arbórea de etnias y religiones fue donde el general serbobosnio Ratko Mladic y el político Radovan Karadzic llevaron a cabo en julio de 1995 su brutal matanza: más de 8.000 hombres perecieron ante los ojos indiferentes de los cascos azules. Suljagic fue uno de los pocos supervivientes del genocidio. Más de una década después escribió Postales desde la tumba (Galaxia Gutenberg, 2007) donde narra sin morbo (y sin juzgar) aquellas ejecuciones. “He sobrevivido. ¿Mi nombre? Podría ser cualquiera: Muhamed, Ibrahim, Isak, no importa. Yo he sobrevivido, muchos otros no. He sobrevivido del mismo modo que ellos murieron. Entre mi supervivencia y su muerte no hay ninguna diferencia, porque permanezco vivo en un mundo que está marcado para siempre, indeleblemente, por su muerte”, escribe Suljagic, hoy reportero de la revista bosnia BH Dani. Su libro muestra la necesidad del que tiene que contar lo ocurrido para afirmar que aún sigue con vida, del mismo modo que conseguían en la guerra civil española las fotografías de Robert Capa y Gerda Taro.
El viaje hacia la atrocidad de Suljagic está descrito sin adornos. No hay embellecimiento literario. No obstante, las obras de los bosnios Dzevad Karahasan y Zlata Filipovic abandonan definitivamente el recurso de la narrativa para describir el conflicto desde el género del dietario. Karahasan (Duvno, 1953) era profesor de Dramaturgia en la Universidad de Sarajevo cuando comenzó la guerra. En 1993 huyó de la ciudad hacia Salzburgo y escribió Sarajevo. Diario de un éxodo (Galaxia Gutenberg, 2005), donde muestra sus reflexiones sobre el asedio y que enseguida se convirtió en un libro indispensable para entender aquel terrible cerco. Al escritor y dramaturgo no le hizo falta, como a Dubravka Ugresic, transmutarse en un personaje para contar cómo era la vida en aquella ciudad llena de cascotes y arengar de paso a los intelectuales. De su libro se entresacan notables pensamientos filosóficos sobre la función del arte en tiempos de guerra: “Los hombres se han desentendido de nosotros, la fortuna nos ha dejado atrás, el mundo se aparta y la realidad material en la que nos han enseñado a creer nos abandona. Lo único que todavía no nos ha dejado es nuestro trabajo; lo que aprendemos y el oficio al que servimos aún nos protegen. Una de las funciones básicas del arte es la de proteger a la gente de la indiferencia (…)”. Una reflexión que bien podría encajar en lo que cruzaba por la mente de Pablo Picasso cuando pintó el Guernica en 1937.
El caso de Zlata Filipovic (Sarajevo, 1980) nos acerca a la infancia y a las emociones que puede sentir un niño cuando su vida se derrumba ante una guerra. Apenas tenía 12 años cuando la capital bosnia comenzó a sufrir los bombardeos. Ella empezó a escribir aquella experiencia en su diario Mimmy, que años más tarde se convertiría en El diario de Zlata (Aguilar, 1994), comparado por la crítica con el famoso Diario de Ana Frank de la niña holandesa. Curiosamente, las primeras páginas muestran la ingenuidad del que cree que una guerra es algo del exterior, algo que “solo sucedía en las montañas”, según escribe. Después, con las bombas cayendo sobre la torre de televisión y el parlamento su pluma se agita, el miedo irrumpe y su único deseo es el de salir corriendo de aquel espanto. Tal y como desearon los 1.500 niños que jamás pudieron escapar del infierno. Al contrario que ellos y que Ana Frank, ella sí se salvó al ser acogida como refugiada en París en 1993. En 2008 Filipovic recordó precisamente a los niños que murieron o fueron heridos (física y psicológicamente) en diversos conflictos bélicos con su libro Voces robadas (Ariel, 2007). Hoy, ya con 32 años, trabaja en el país galo con diversas asociaciones de refugiados.
La guerra de los Balcanes abre otra puerta para la literatura que aborda el viejo conflicto entre el bien y el mal. Las muertes de inocentes suelen llevar al ser humano a preguntarse por esta dualidad, como ya le ocurrió al periodista y escritor Graham Greene, experto en cubrir conflictos bélicos. El último ejemplo balcánico proviene de la periodista croata Slavenka Drakulic (Rijeka, 1949) quien en su ensayo No matarían ni una mosca. Criminales de guerra en el banquillo (Global Rythm, 2008) reflexiona a partir del pensamiento de Hannah Arendt sobre cómo un ser humano cualquiera (incluso un poeta como Radovan Karadzic) puede convertirse en un monstruo. Al estallar la guerra, ella era reportera de los periódicos Start y Danas, pero pronto tuvo que escapar del país al ser acusada por el presidente croata Franjo Tudjman de perjudicar con sus artículos los intereses de su país. En su libro, un ensayo conciso, de pluma sugerente y muy instigadora, ella, que incluso fue prejuzgada en aquellos peligrosos años, libra su propia batalla. “No me gusta llamar monstruos a esas personas. Nosotros les ponemos esa etiqueta porque nos sirve de autodefensa psicológica”, reconoce Drakulic, que ahora vive en Estocolmo y cuya figura transgresora con el poder recuerda a la de la periodista rusa Anna Politkovskaia, asesinada en 2006 tras criticar el régimen de Vladimir Putin.
La poesía también se hace sangre
La pérdida, la nostalgia, el desencanto y el dolor, el realismo de lo vivido, la postura antinacionalista y el juicio a los criminales engrosan la narrativa balcánica sobre la última guerra. Todo lo que queda dentro de las personas que vivieron la tragedia y que ya no cuentan los periódicos. Sin embargo, si hay un género que puede fundir todas esas sensaciones y sentimientos es el de la poesía. El tópico señala que los versos describen lo que no se puede expresar, aquello que nos deja inermes. “Tristes guerras, si no es amor la empresa. Tristes, tristes”, escribió Miguel Hernández durante la Guerra Civil española. Uno de los mejores retratos de lo que significó aquel desastre y del que también se nutren los poetas Charles Simic e Ivana Simic Bodrozic (sólo comparten el apellido).
El primero, nacido en 1938 en Belgrado, pero nacionalizado estadounidense, no ha dejado de reflexionar con sus versos sobre las guerras que ha vivido su país natal en el siglo XX. En sus poemas (El mundo no se acaba DVD, 1999; La voz a las tres de la madrugada DVD, 2009) aparecen recuerdos de la II Guerra Mundial que se entremezclan con el último gran conflicto. Simic mezcla el fuego descarnado con la cotidianidad, con los juegos en los patios de las casas, con su madre arropándole antes de ir a dormir, para enseñarnos que pese a las bombas, la vida sigue.
Más ligado al propio bombardeo y sin la distancia de otear el conflicto desde otro país se encuentra el descarnado poemario de la croata Ivana Simic (Vukovar, 1982), Primer paso a la oscuridad (Baile del Sol, 2011). Durante la guerra su ciudad natal fue asediada por los serbios. Murieron 2.500 personas, entre ellas su padre. Simic se exilió junto a su madre en 1991. Tenía sólo nueve años y los siete siguientes los pasó en un hotel de refugiados. Con una voz fresca, juvenil, en sus poemas da cuenta de aquel exilio sin ocultar el dolor por la pérdida de su padre. En su estilo no se impone la reflexión filosófica ni teoriza sobre el enemigo o la guerra: ella acude a la carne y a la tierra, al desgarro de tener que marcharse porque otros así lo han decidido. “Me duele pensar en tu vida / raros abrazos paternos, días felices no agarrados / a una botella de aguardiente, / palizas por la bici, por todo”, escribe. La poeta, que ganó con este libro el premio Goranov, es la voz de la poesía más joven, la del poeta que sufrió la guerra de niño y de que es consciente de que esa herida permanecerá indeleble como los rastros de mortero en las paredes de los edificios.
La guerra desde España
Los escritores españoles también han abordado la Guerra de los Balcanes. La diferencia es siempre la distancia. De ahí que sean libros con una menor introspección psicológica y más cautivos del reportaje impactante y de los nombres propios. Adolfo García Ortega y Clara Usón cavilan sobre el mal y los nacionalismos en dos recientes novelas publicadas por Seix Barral. El primero, que ya hizo sus incursiones novelísticas en hechos reales en El comprador de aniversarios (el Holocausto y el horror nazi), aborda en Pasajero K. la complejidad del llamado carnicero de Sarajevo, Radovan Karadzic, y las violaciones a mujeres durante la guerra. La novela enfoca el conflicto como una puerta de entrada para la reflexión sobre la identidad europea actual. Por su parte, Clara Usón se ha enfrentado en La hija del Este a otro criminal sanguinario de aquella matanza: el general Ratko Mladic. No obstante, como suele ocurrir con la literatura de los hechos y los testimonios, queda lejos la fuerza que se impone en el relato de un superviviente como Emir Suljagic
Una recreación del paisaje del horror más plausible se encuentra en el libro de la escritora, traductora, entre otros de Slavenka Drakulic, y crítica Isabel Núñez (Figueres, 1957), Si un árbol cae. Conversaciones en torno a la guerra de los Balcanes. En él precisamente parte de una cita del libro de Saljugic para criticar la indiferencia europea ante aquella atrocidad. A través de decenas de entrevistas rememora las pérdidas, las vidas al pie de la bala arbitraria del francotirador. Con sosiego, palabras claras y preguntas, Núñez nos acerca a los verdaderos supervivientes que conocieron la escena del crimen, una guerra que ya ha terminado en los periódicos, pero no en una literatura que aún exige memoria.
Paula Corroto es periodista
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