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AcordeónWendy en el país de nunca jamás

Wendy en el país de nunca jamás

Wendy es queqchí, tiene casi tres años y pesa 6 kilos. Ya ha perdido un ojo y es probable que si sobrevive crezca totalmente ciega y con un importante retraso intelectual. Sufre la peor de las modalidades del Síndrome de Desnutrición Severa. El hambre de Wendy, como el de tantas otras niñas guatemaltecas, no es una entelequia. Tiene cara, causas y soluciones, contextos y responsabilidades. Incluso historia.

 

La familia de Wendy es una de las 800 desalojadas entre marzo y mayo de este año de las tierras en las que vivían y plantaban maíz en el valle del río Polochic, Alta Verapaz. El operativo de la Policía Nacional Civil, el Ejército guatemalteco y la seguridad privada del ingenio Chabil Utzaj, no se contentó con la expulsión física de varios miles de personas de las tierras que ocupaban. También quemaron el maíz plantado, por el que se habían endeudado y que podría evitar que casos como el de Wendy se repitan. 

 

Durante el desalojo del que Wendy ha sido víctima y hasta hoy ya han muerto tres campesinos y varios más han resultado heridos por arma de fuego. Han tenido lugar decenas de hechos violentos por parte de grupos paramilitares. Y el Estado guatemalteco no ha cumplido las Medidas Cautelares respecto a la alimentación, salud y seguridad impuestas el pasado 20 de junio por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDG) para la protección de las 800 familias queqchíes desalojadas. Su plazo de cumplimiento vencía el 5 de julio de este año que termina. Dichas medidas se limitan a garantizar la seguridad física, la salud, la alimentación y el techo de estas 800 familias. 

 

Una asamblea de representantes de las 800 familias expulsadas organizada por los Comités de Coordinación Campesina (CUC) y una sesión de diálogo entre sus representantes y la Comisión Presidencial para los Derechos Humanos de Guatemala (COPREDEH) más una noche en vela junto a los miembros de la Comunidad que actualmente semiocupa la Finca Paraná, nos permite elaborar un mínimo recuento de hechos y responsabilidades respecto a casos como el que protagoniza este reportaje, espejo de las peores consecuencias de la desnutrición infantil que azota Guatemala. 

 

“Tenazmente ordinario” e “indistinguible” de cientos de protestas indígenas y de cientos de reacciones de la élite desde el gobierno colonial y durante la república. Esos son los términos que Greg Grandin, el académico que más lo ha estudiado, utiliza para referirse al conflicto por la tierra en el valle del Polochic. En 1871 la revolución liberal escrituró, expropiando por primera vez, las tierras que los queqchíes habitaban siglos atrás. Desde entonces hasta hoy en día los indígenas no han dejado de morir luchando por reivindicar su derecho a cultivar las tierras a las que ancestralmente pertenecen. La actual no es más que la reedición de un conflicto por la tierra anclado en los siglos. 

 

 

Una asamblea teñida de miedo 

 

El jueves 1 de septiembre, en una ladera de la sierra de las Nubes tiene lugar una asamblea de 25 campesinos, hombres y mujeres queqchíes, que se abanican y buscan sombra escapando del calor y la humedad, tratando de espantar la nube de mosquitos que les ataca. Son los representantes de las 800 familias desplazadas. Preparan su estrategia en una finca ocupada hace años, bajo un cartel que recuerda a Mama Maquín, campesina asesinada en 1978 por el Ejército mientras reclamaba su derecho a la tierra en una matanza a pocos kilómetros de allí. La masacre de Panzós. 

 

Gran parte de la asamblea se va en gestionar la manera de calcular el pago por el largo y costoso transporte que les permite asistir a la reunión, inasumible para sus bolsillos, así como el debate sobre la posibilidad de entregarle al Estado listados detallados de nombres y ubicación de las familias desalojadas de los terrenos gestionados por el ingenio Chabil Utzaj para la evaluación de sus necesidades. El miedo atenaza a los campesinos. “¿Por qué no hicieron ese listado antes del desalojo?, ¿por qué no nos lo preguntaron y gestionaron la comida, el techo o la salud y nos desalojaron como a animales dejándonos sin un lugar al que ir?, ¿cómo podemos confiar en ellos ahora?”, son las preguntas más repetidas. 

 

Durante varias horas, los campesinos hacen recuento de la serie de intimidaciones de las que son víctimas desde hace meses. Insisten en que la primera de sus reclamaciones es desmantelar los cuerpos paramilitares que siembran el terror a lo largo del valle del Polochic, presuntamente organizados por la empresa y tolerados por la inacción –cuando no colaboración abierta– de la policía. El resultado de su coacción es evidente. Cada vez son menos quienes se atreven a seguir implicados en la lucha por la tierra. La lista de testimonios es larga. 

 

A E. H., la persona que ha organizado la reunión y la traduce del queqchí al castellano, le han buscado en su casa de Panzós. “Los Widmann (dueños del ingenio) nos tomaron fotos a todos los líderes, luego la seguridad privada vino a buscarme a mi casa hasta en tres ocasiones. Yo me escondo y hablan con mi mujer y mis hijas. Lo disfrazan de oferta de trabajo y siempre acaban diciendo que la mejor manera de garantizar mi seguridad sería abandonar el grupo y trabajar para ellos. Que de otra manera, algo podría sucederme”. 

 

 

 

No es el único campesino amenazado. El pasado 24 de agosto a J. B. lo sacó la Policía Nacional de una camioneta en la que regresaba de El Estor a su comunidad. Tras  bajarle delante de todos los pasajeros y revisar todas sus pertenencias, rodearle e intimidarle sin motivo, 12 policías le advirtieron: “Si seguís creando problemas en las fincas te vamos a joder”. A V. C., de Miralvalle, le han increpado en varios ocasiones. Siempre de la misma manera. “Se acercan en moto y me dicen que si llevasen pistola me dispararían ahí mismo por no dejar de joder a los patrones”, y a M. C., de Riofrío, le han gritado y amenazado con armas desde la parte de atrás de la casa de un familiar en la que vive desde que fue desalojado. 

 

 

Una noche en una finca ocupada

 

Un día después de la asamblea campesina, el viernes día 2 de septiembre, tuvo lugar la segunda de las sesiones de diálogo entre la Comisión Presidencial para los Derechos Humanos y los campesinos en La Tinta para evaluar el cumplimiento de las Medidas Cautelares de la CIDG. Discusiones hipotecadas en torno al miedo de los campesinos a ser filmados y fotografiados sentaron las bases de un diálogo de sordos. La traducción, deplorable, trufada de omisiones y reiteradamente valorativa de los intérpretes de queqchí ofrecidos por el gobierno, no sirvió más que para encrespar aún más los ánimos.

 

Para comprender físicamente el miedo que atenaza a los campesinos y contextualizar su relación con la estructura del Estado es necesario recorrer las horas de camino que van desde La Tinta, donde tiene lugar la reunión, hasta la Finca Paraná, en el municipio de Panzós. Y hacerlo de noche. Allí, la escena recuerda a una de esas películas de terror de montaje vertiginoso tan de moda últimamente. En medio de la oscuridad, los rayos de una tormenta eléctrica permiten distinguir, en flashes de apenas un segundo, la sombra de varios hombres que se mueven en la oscuridad y nos acompañan, casi a tientas, por un camino que conduce a una estructura de apenas cinco metros de largo por tres de ancho, formada por dos chapas metálicas y varios postes que las sujetan. 

 

En la Finca Paraná vivían 92 familias. Tras el desalojo del pasado marzo, 22 resistieron aquí, entre los restos de las diez caballerías de maíz que habían plantado, ahora quemados, y la carretera. Una pequeña hoguera deja entrever ver lo primero que quieren enseñarnos, una serie de agujeros provocados por impactos de bala. El pasado 10 de agosto, tres pickups con unos 30 miembros de la seguridad privada del ingenio Chabil Utzaj les atacaron en plena noche, hiriendo con armas de fuego a tres personas, entre ellas, una mujer y un niño. Desde entonces, mujeres y niños duermen en otro lugar y los hombres hacen guardia. 

 

Insisten en la repetición de dichos ataques. Apenas dos horas después de llegar, se disipa cualquier duda respecto a su relato. Dos ráfagas de seis disparos cada una se imponen sobre la sinfonía de sonidos de cualquier noche en el campo. Varios de los campesinos echan a correr, asustados, mientras otros se distribuyen estratégicamente y se preparan para repeler una hipotética agresión directa. De producirse, habría muertos. No cabe la menor duda. Las armas, a ambos lados de la barrera. Aquí y allí. Durante más de una hora quienes han disparado caminan en línea recta, en paralelo al lugar en el que nos encontramos. Las linternas que portan señalan su ubicación exacta. 

 

Federico C., uno de ellos, explica: “Yo ya he luchado antes. Pero no junto a los míos. En 1987, cuando tenía 14 años, el Ejército guatemalteco me secuestró en Teleman y tuve que combatir con ellos durante seis años. Estoy preparado para defender la tierra. Si caminamos hacia el río puedo enseñarte el lugar en el que hay muchos campesinos enterrados. Los mató el Ejército. Esta tierra está regada con nuestra sangre y la ocupación de esta finca es lo más cerca que he estado en mi vida de tener una tierra propia. Si no les dejo a mis hijos una tierra de propia se morirán de hambre”. 

 

Si casa es el lugar donde alguien cocina, duerme y proyecta un futuro mejor que el presente para sus hijos, estos 22 campesinos llevan casi un año defendiendo sus casas y están dispuestos y preparados para continuar haciéndolo. El sueño y el silencio acaban imponiéndose. Los hechos, incontestables. Alguien está interesado en meterles miedo. Aún así, los campesinos describen esta noche como tranquila. Pero eso no es todo. 

 

“Ayer (1 de septiembre) los trabajadores del ingenio llegaron con un tractor, acompañados de su seguridad privada y de la Policía Nacional y comenzaron a plantar la caña de azúcar”. Mientras las mujeres preparan unas tortillas de maíz negro Marcelino C. nos enseña los surcos de la plantación que llegan, literalmente, hasta la estructura que habitan. Llenos, aún, de mazorcas y plantas de maíz quemadas. “La Policía Nacional siempre está con ellos, les protege a ellos y no a nosotros. Vienen cada día y, mientras trabajan, nos amenazan”. 

 

Y así, recorriendo los alrededores de la finca para conocer a las familias, llegamos tras el miedo al hambre. Venancio B. tiene 50 años y dos hijos. Me muestra su cabaña. A Venancio lo que más le duele es la imagen que transmiten al exterior: “Cuando alguien pasa por la carretera o nos visita puede llevarse la idea de que somos unos vagos porque no estamos trabajando la tierra. Pero yo llevo trabajando desde que recuerdo y sólo quiero trabajar la tierra para mis hijos y no para otro por una miseria de jornal”. 

 

Alrededor de las paredes, su riqueza. “La calabaza, el pepino y la sandía salen casi solos, pero ya se nos han acabado”. En el interior de la vivienda, su pobreza extrema. Una cama de cartón, una cuna y un andador de madera hechos a mano son, junto a un molino de maíz manual todas sus pertenencias. “Ayer no comimos, pero para mañana me han prometido una jornada de trabajo. Me pagarán 30 quetzales, así que he pedido fiado un paquete de harina que ha costado 12 y con eso mi mujer podrá cocinar unas tortillas para dos días”. ¿Pasan hambre? “Sí. Pero no somos los que peor estamos. Pregúntale a Federico”. Federico, que pese a compartir varias horas de diálogo nocturno sobre sus experiencias en el Ejército durante la guerra civil no nos había hablado, por pudor, de la situación de su familia, nos lleva al lugar donde está Wendy muriéndose de hambre. Termina así de dibujarnos el mapa de la absoluta falta de aplicación por parte del Estado de las Medidas Cautelares impuestas por la CIDH para la protección de las familias desplazadas por la violencia. 

 

 

 

Tras ver la situación sobre el terreno, regresamos a la reunión con la Comisión Presidencial para los Derechos Humanos de Guatemala. A un lado, campesinos cansados de plazos, reuniones e incumplimiento de lo acordado; al otro, representantes del Estado imbuidos de un respeto a larguísimos y detallados procedimientos institucionales que, por más repetidos, explicados y comprendidos no casan con un dato cierto y de inaplazable respuesta. Casi nada de lo que se dice se cumple. El dislate entre discurso oficial y hechos sobre el terreno es inmenso. Eso da lugar al firme convencimiento entre los campesinos de que la estrategia estatal es la de la dilación. A fin de cuentas, quedan días para las elecciones y para ellos es más fácil ganar tiempo y pasarle la resolución de este conflicto al gobierno que fuera a salir de las urnas el 11 de septiembre. 

 

Habla Vinicio Vargas, delegado de la Secretaría de Seguridad Alimentaria de la Nación en Alta Verapaz: “Hemos tratado de identificar a los posibles beneficiarios, pero no hemos podido encontrarles, ya que se encuentran dispersos en lugares de difícil acceso y a lo largo de grandes distancias”. 

 

Los periodistas encontraron a Wendy en una cabaña sobre la carretera, a 100 metros de la Finca Paraná, centro simbólico del conflicto por la tierra y apenas dos horas después de que amaneciese el sábado, 3 de septiembre. 

 

Byron Oliva, asesor legal del Ministerio de Salud, no cesa de agradecerle su presencia a los organismos de derechos humanos que acompañan a los campesinos, los mismos que denuncian su inacción. Oliva no cesa de explicar que su departamento “dispone de un sistema de salud preventiva y curativa que funciona según ciertos protocolos que no pueden comenzar sin el levantamiento de listados”. Rosario B., una anciana que habita en Quinich, con una mirada hundida y derrotada que refleja 500 años de sufrimiento, quiere responderle. Se levanta la camisa y muestra su brazo izquierdo, casi inmovilizado. Un golpe que recorre la escala cromática desde el amarillo hasta el negro, como evidencia, deja huella en los ojos de los presentes. “El domingo 28 de agosto regresaba junto a mi nieto del mercado de Teleman. Cuatro hombres vestidos de negro y con la cara tapada en dos motocicletas nos rodearon y me golpearon con un palo. Mi nieto comenzó a tirarles piedras y se fueron. Querían asustarme porque saben que la gente me escucha. ¿Qué comportamiento es ese? Ellos no nacieron aquí; nosotros, sí. A ellos los trajo el aire, nosotros le pertenecemos a la tierra”. Rosario le responde al defensor de la salud preventiva y curativa de la República que en el Centro de Salud de Teleman reciben insultos y se rechaza tratarles bajo la acusación de usurpadores. Siempre el mismo diálogo de sordos. “Denuncien”, responde el Estado. “¿Ante quien, si la policía está de lado del ingenio y su empresa de seguridad, que hasta les invita a comer?”, insisten unos campesinos que hace mucho dejaron de confiar en las comisarías. 

 

La COPREDEH entrega copia de un informe de la Dirección General de Servicios de Seguridad Privada sobre las empresas de seguridad que trabajan para el ingenio Chabil Utzaj. Su lectura, delirante, no sirve más que reforzar la conclusión que se abre paso ante los testigos de la reunión. Se trata de un mero recuento de algunas de las acciones violentas denunciadas por los campesinos e informa de que en el valle operan nada menos que 16 empresas de seguridad privada. Se añade el nombre de una de ellas, Shield Security, contra uno de cuyos miembros se han abierto diligencias en el Ministerio Público. La recomendación: que la Dirección de General de Servicios de Seguridad Privada se coordine de manera con el Ministerio Público. Punto. 

 

José Alberto Artola, delegado de la Gobernación del Estado en Alta Verapaz, aporta sus medidas: “Estableceremos un sistema de vigilancia nocturna y abriremos un proceso de evaluación de los agentes de la Policía Nacional Civil destinados en la zona para sustituir a quienes no sean óptimos”. Siempre ubicadas en ese futuro deseable que tan poco les dice a quienes son víctimas diarias de la violencia, las palabras pronunciadas por los representantes de la seguridad del Estado se contradicen con los hechos constatados sobre el terreno por los periodistas.  Veinticuatro horas más tarde, Mateo C., otro de los campesinos, me llamaría para decirme: “Aquí están otra vez los miembros de la seguridad del ingenio acompañados de la Policía Nacional”.

 

Llega el momento de la propuesta campesina. Clara y prácticamente innegociable. Las 800 familias objeto de las medidas cautelares que deberían haberse cumplido hace más de dos meses y continúan atrapadas en el paralizante sueño de Morfeo aceptan elaborar los listados. Se reagruparán en tres fincas y allí, bajo techo, en situación de seguridad alimentaria y sanitaria, serán consignados y censados para recibir la ayuda estatal. Señalan los lugares, Finca Santa Rosita, Finca Paraná y 8 de Agosto.

 

Pero el choque de trenes es total. “El gobierno ni consiente ni avala ocupaciones. Si usted reocupan una finca, levantaremos inmediatamente las medidas cautelares”, responde sin el menor titubeo Hugo Martínez, jefe de la Unidad de Defensa de los Derechos Humanos de la Comisión presidencial. “El acceso a la tierra no es parte de ninguna negociación”, añade tajante Mildred López, la gerente del Sistema Nacional de Diálogo Permanente. 

 

El plazo para dar respuesta a las medidas impuestas al Estado guatemalteco venció hace meses y la reunión terminó con el acuerdo de verse las caras de nuevo el 29 de septiembre para evaluar la aplicación de las medidas cautelares. Sobre la mesa, siempre la cuestión de los listados de personas desplazadas, sin los cuales el Estado asegura que no puede intervenir. Los campesinos desconfían de los cuestionarios presentados por el Estado, conscientes de que parte de la información que en ellos se solicita serviría para identificar a sus estructuras de liderazgo y facilitaría pruebas documentales en torno a la ocupación de tierras que permitiría añadir más denuncias legales a las 125 que ya existen contra ellos en estos momentos. 

 

 

 

“¿Qué medidas cautelares se suspenderán si no han sido aplicadas?”, se pregunta Sergio Beltetón, abogado que representa a los campesinos en nombre de los Comités de Coordinación Campesina, que añade: “Nos encontramos ante un choque de trenes que enfrente al derecho a la propiedad privada con el derecho a la vida y a la alimentación”. Mientras convence a los campesinos de que acepten no ocupar ninguna finca más y le otorguen a la COPREDEH un nuevo plazo, hasta el 29 de septiembre, para aplicar unas medidas cautelares que, a medida, que pasa el tiempo, parecen sacadas de las páginas de Esperando a Godot

 

James Barrie imaginó a principios del siglo pasado el País de Nunca Jamás como un lugar en el que personajes como Peter Pan y Wendy podían negarse a crecer para continuar jugando. Guatemala, para la Wendy de la Finca Paraná, se convierte hoy, de manera pertinaz, en una terrorífica y postmoderna versión del País de Nunca Jamás. Aquí, un modelo de monocultivo agrario de palma africana y caña de azúcar propiciado por esquemas de propiedad y concentración de la tierra que no han cambiado demasiado desde el siglo XIX, protegidos por la fuerza y la inacción de las autoridades, condena a muchos niños a no crecer e incluso a morir de las peor de las maneras. De la hambruna verde que se abre paso entre la vegetación de una de las regiones más fértiles del planeta y que, aún así, presenta, según UNICEF, una tasa de desnutrición infantil del 49%. El porcentaje aumenta hasta el 70% cuando se habla de indígenas como Wendy, cuyo hambre no entiende de plazos. Menos aún, de plazos incumplidos. 

 

 

 

 

Este artículo, cuarto de una serie de seis, se publicó inicialmente en la web guatemalteca www.plazapublica.com.gt

 

 

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Alberto Arce es periodista. En FronteraD ha publicado Memoria de Gaza I y II y Antifotoperiodismo

 

 

 

 

 


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