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Wert y los mecanismos de la desigualdad social

 

El ministro José Ignacio Wert ha tenido que dar marcha atrás. Sólo un poco. Y a medias. En esta ocasión, más que por las protestas de la marea verde, por la oposición de la mayoría de los partidos e, incluso, de algunos miembros del Partido Popular. Veremos cuánto durará en el Gobierno el ministro más peligroso para propios y extraños. Más, incluso, que Alberto Ruiz Gallardón y las involuciones sociales con las que nos castiga, sobre todo a las mujeres. O que Cristóbal Montoro, pese a ser el que periódicamente nos sube los impuestos: ayer mismo, con el incremento de los especiales.

 

Pero Wert tiene mucho más peligro porque es sociólogo y sabe cómo funcionan los mecanismos perpetuadores de la desigualdad o cuáles podrían utilizarse para corregirla. Él, lo sabemos, ha optado por intensificar los primeros. Ésa era su intención al exigir una nota más alta a quienes necesitan beca para continuar estudiando.

 

Un rico con un 5 siempre ha sido más que un pobre con un 6,5. Eso lo sabemos todos. Aunque sólo fuera por el apellido o por las relaciones con las que cuenta su familia. Un profesor de la Facultad de Ciencias de la Información de la Universidad Complutense me dijo una vez hace muchísimos años que el estigma de ser hijo de obrero uno no se lo quita nunca. Y él ya había llegado a ser un brillante catedrático. 

 

Wert quería que esa desigualdad se ampliara todavía más: pretendía hacer desaparecer de la universidad a los pobres que aprueben con un 6,4.

 

 

Todo se gesta cuando somos niños

 

Pero vayamos un poco más atrás. Porque los mecanismos de la desigualdad entran en funcionamiento mucho antes de la Universidad, cuando somos sólo niños. Para explicarlo seguiré un libro que recomiendo vivamente: Estratificación social y desigualdad. El conflicto de clase en perspectiva histórica, comparada y global, de Harold R. Kerbo.

 

El camino que conduce a los más altos logros educativos empieza muy pronto, según este sociólogo. Los niños de familias de clase alta tienen más probabilidades de tener un entorno familiar más propicio al buen rendimiento escolar. Disponen de recursos materiales (libros, juguetes…) y “espirituales” (las conversaciones que escuchan en casa) que les dan ventaja muy pronto. Además, es más probable que vean a sus padres entretenerse en actividades como la lectura y la escritura, o que vayan con ellos a museos, al teatro, al cine o de viaje. Los niños ricos casi no han nacido y ya están cultivándose en un sustrato que les activa las neuronas en la “buena” dirección. Los estudios indican que ésta es la razón por la que los niños de clase media aventajan a los de clase baja en capacidad intelectual antes incluso de comenzar el primer año en la escuela. Antes de ir al colegio, ya hay personas potencialmente ganadoras y otras potencialmente perdedoras.

 

Cuando llegan a la escuela, el proceso desigualitario continúa y se agrava. La escuela se ha diseñado para eso: para garantizar la reproducción del sistema y su orden social. En ocasiones, se es muy sutil y se deja que en el colegio funcione la inercia desigualitaria sin introducir mecanismos de corrección que suavicen las diferencias. Pero en otros casos, sobre todo cuando los dirigentes son torpes, muy, muy torpes, se prefiere blindar la escuela para evitar que en ella sea posible la movilidad social porque ésta es la gran enemiga de las clases privilegiadas. A veces se intenta hacer de formas extremas, como en la España franquista, modelo que, según algunos, quiso restaurar otra ministra de Educación de la derecha, Pilar del Castillo, con la mentirosa Ley de Calidad y sus famosos itinerarios, ésos con los que quería segregar a los niños desde muy pequeños en dos grupos: los que a priori tienen las aptitudes idóneas para ir a la Universidad y los que tendrían que conformarse con la Formación Profesional, y sin marcha atrás, aunque el texto de la ley hablara de “flexibilidad”.

 

Un inciso: los dirigentes que hacen este tipo de reformas son muy torpes porque hacen que los de abajo se den cuenta de dónde están y de que el poder toma medidas para que no se muevan del lugar que ocupan. Entonces reaccionan, se organizan, protestan y, a veces, sólo a veces, ganan.

 

 

Profecías autocumplidas

 

Seguramente Pilar del Castillo sabía la gran influencia que tienen los orígenes de clase en el rendimiento académico y que, por ello, los itinerarios suelen separar a los niños de acuerdo con sus orígenes sociales y no según sus aptitudes o cociente intelectual. Además, según recoge Kerbo, muchos estudios indican que los niños que están en la trayectoria que los prepara para la universidad aumentan su rendimiento académico con los años, mientras que los que están en la trayectoria inferior rinden menos. Porque, al final, todos y cada uno de nosotros somos profecías autocumplidas: solemos convertirnos en aquello que se espera de nosotros. ¡Qué gran poder el de la sugestión!

 

Y aquí no hay que olvidar el papel de los profesores. Kerbo apunta la existencia de estudios que hacen hincapié en la importancia de las expectativas de los maestros: éstos suelen esperar más de los niños de clase alta y el trato diferente a los niños en función de esos prejuicios y expectativas conduce a que el rendimiento de éstos sea mayor.

 

Franco y Pilar del Castillo no son los únicos ejemplos de este modelo educativo que, en principio, trabaja por perpetuar y acentuar las diferencias de clase. En Alemania o en Japón los sistemas también son muy segregadores. Y desde tan temprana edad como los once años. Pero con la diferencia de que ambos países invierten mucho dinero en educación infantil, es decir, en igualar, en hacer realidad la igualdad de oportunidades, en borrar las ventajas que de partida tienen los niños ricos o los hijos de gente con estudios. Centros preescolares, guarderías… Una infraestructura pública para los más pequeños. Ésa que en España no existe. Y ahí debería fijarse una reforma educativa que de verdad esté preocupada por la calidad de la enseñanza.

 

El “encauzamiento” que proponía Del Castillo hubiera servido para reforzar las diferencias de clase. La derecha quería garantizar la exclusividad de la educación superior y, por tanto, de los mejores puestos, a los privilegiados. Como no pudo ser de esa manera (la Ley de Calidad nunca llegó a aplicarse), ahora se intenta exigir mayores notas a los pobres con la coartada esa de que si el Estado está gastándose en ti el dinero, tienes que devolverle algo en forma de mayor rendimiento. Y todo esto se adorna de bonitas palabras como “esfuerzo”, “excelencia”… O con el discurso torpemente populista que escuché un día a Percíval Manglano, ex cargo del Partido Popular, escandalizado porque la gente de pocos recursos pagara también la parte de sus impuestos que va destinada a financiar la Universidad pública cuando sus hijos no la utilizan. 

 

Sí, el párrafo que dejamos atrás está plagado de feos juicios de intenciones.

 

 

Herencia de clase

 

Kerbo dice que si la asistencia a la universidad se basara fundamentalmente en las capacidades intelectuales habría mucha menos herencia de clase de la que existe hoy en día. La herencia más importante no es la material, sino la inmaterial. Por eso a los millonarios estadounidenses no les importa no dejar sus bienes a sus hijos cuando mueren: saben que seguirán contando con instrumentos de los que carecerán quienes están por debajo en la pirámide social. 

 

El sociólogo, para apoyar su tesis, utiliza un estudio realizado entre 9.007 estudiantes por Sewell y Shah en 1968. Ahí descubrieron que el 91,1% de los estudiantes con un alto cociente intelectual y origen social elevado asistió a la universidad. Sin embargo, eso sólo sucedió con el 40,1% de los estudiantes que también tenían cociente alto, pero orígenes de clase baja. En el caso de los estudiantes de cociente intelectual bajo, el 58% de los ricos fue a la universidad, frente a sólo el 9,3% de los pobres.

 

Al margen de la inteligencia, esa investigación reveló que el 84,2% de los estudiantes de clase alta fueron a la universidad frente a sólo el 20,8% de los de clase baja.

 

Por eso en la universidad son menos relevantes los orígenes de clase para predecir la nota media y si se terminan, o no, los estudios: la universidad sigue siendo, al fin y al cabo, un gueto de jóvenes de clase media. El daño se hizo antes. ¿Queremos decir que la medida de Wert respecto a las becas es irrelevante? No, de ninguna manera. En España hubo un momento, entre los ochenta y los noventa, en que sí funcionó el ascensor social. Pero lo estamos dejando de engrasar. 

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