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Mientras tantoWhat of the night?

What of the night?


 

A menudo, cuando el taxi que me lleva a algún lado se adentra en mitad de la noche por unas carreteras cubiertas de baches, sin apenas iluminación y rodeadas de una espesa arboleda, pienso que si nunca me han pegado un tiro en este país es porque, sin lugar a dudas, Dios no lo ha querido.

 

El conductor, que no ha entendido una mierda de lo que le decía, me abandona en la puerta de la embajada. He sacado a pasear una falda tan corta que a ningún militar le preocupa que pueda esconder una pistola debajo. Decenas de gorilas se mueven nerviosos por las inmediaciones temiendo que un aguerrido francotirador nos devuelva de nuevo a las portadas internacionales, que es donde Beirut siempre ha merecido estar, junto a un Justin Bieber drogado y otro español ilustre al que han pillado robando algo.

 

Me cachean, estudian los caramelos de fresa que se han refugiado en mis bolsillos, y miran con atención un plano con el camino para encontrar el edificio. ¿Qué es esto? pregunta el de seguridad. Y a mí que me dice, respondo yo. –Haber colocado la embajada en un lugar más céntrico. Ni mi nombre ni la empresa para la que supuestamente trabajo figuran en la lista. Unos soldados se acercan para comprobar que no soy Hassan Nasrallah disfrazado de mujer, analizan de nuevo el plano del tesoro hasta que alguien se da cuenta de que me he equivocado de embajada.

 

Cagándome en todo comienzo a caminar por un trecho de cabras en busca de mi destino, al menos el de esa noche. Ni una miserable farola, solo mi probado instinto de supervivencia en los centros comerciales, el abrigo de pieles, la minifalda y unos tacones como compañeros de viaje al averno.

 

Señora, ¿qué hace?, me interpela un soldado.

Pues buscar otra embajada que haya por aquí, anuncio yo con cara de que ya me duelen los pies.

Pero no puede ir sola.

 

Se me olvida, una vez más, el país en el que estoy y que, según consideran los libaneses, tengo cara de ucraniana. De zorra ucraniana. El militar extiende firme su brazo con la mano en alto y detiene un todoterreno con los cristales tintados que pasa en ese momento a nuestro lado.

 

Tienen que conducir a esta mujer a esta dirección. Sana y salva.

 

Lo miro agradecida, a punto de arrojarme a sus botas negras y lamérselas sumisa, deseo ofrecerle un pasaporte español y convertirme en su fiel esposa, aprenderé a cocinar shish taouk y fritanga para él pero… en el coche dos viejos forrados y su guardaespaldas me invitan a subir.

 

¿Se ha perdido usted, Caperucita?

Más o menos, digo yo encantada de haber topado con el lobo.

 

Mi anfitriona, Mary I de Castilla, preocupada por si tres días después aparece mi cadáver en una cuneta, sale a recibirme. Ah los amigos…qué bien sienta saber que rozan el desequilibrio en la misma medida que tú. Alcoverro, mi querido Alcoverro, sigue resistiendo cual faro de Alejandría todos los embates de Beirut. En el acto, oficialmente dirigido a los periodistas, no hay apenas chusma aunque se divisa renqueante la imponente figura de May Chidiac, sin su mano izquierda, sin su pierna izquierda, mil veces más potente que la bomba que casi la mata en 2005.

 

El cardado que me ha puesto Paul y que juró que frenaría la onda expansiva de cinco ataques nucleares se ha desintegrado por completo. Intento electrizarme de nuevo el pelo sin que nadie me vea, oculta en una esquina, hasta que un animal musculado con cara de serbocroata puteado viene a recordarme con mirada asesina que me está controlando y que sabe que no tengo amigos. Aterrorizada vuelvo con el grupo a aplaudir vehemente a los que sueltan cualquier cosa ante el micro.

 

Al igual que he llegado en un coche ajeno vuelvo a marcharme en otro. Aseguran ser periodistas aunque cuesta creerlo teniendo en cuenta lo poco que hablan de sus batallitas, de sus guerras, de su dilatado conocimiento de la región, de esas crónicas, que como los versos de Leopardi, un día dejarán su impronta sobre la humanidad. Claro, no son españoles.

 

¿Qué hay de la noche, la noche terrible Djuna Barnes…?

 

«La vida, el pasado en el que la noche selecciona y mastica el alimento que nutre nuestra desesperación».

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