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Un simple Porsche se convierte en un objeto despreciable frente a los vehículos que superan el medio millón de dólares, los únicos autorizados a aparcar delante de la puerta. Es una más de las discotecas de moda que pueblan las páginas de facebook de sus acólitos, quienes no dudan en afirmar siempre, ya sea bebiendo copas, desparramando la barriga en una tumbona de un club de playa o en una matanza de palestinos iluminada por bengalas, “the best night ever…”.

 

Se agradece profundamente, por una vez, no entender esa extraña mezcla de libanés y francés. Un amplio ascensor blanco nos conduce hasta la azotea, también blanca, con vistas al sucio Mediterráneo. La anfitriona, una preciosa chica que decidió muy pronto que la desgracia de ser árabe se soportaría mejor con un marido, intenta con la mayor amabilidad que ocupe mi lugar en aquella feria de fantoches mostrándole al mundo que parecen felices.

 

Los libaneses se aburren, se aburren soberanamente. Las sonrisas surgen cuando una cámara asoma por alguna parte pretendiendo inmortalizar el momento; si ellas sacan pecho y se agarran como a un salvavidas a un michelín peludo cada vez que ven un flash, ellos ahogan la frustración en un cocktail de frutos secos y patatas fritas que no les impedirá encontrar a la muñeca de sus sueños mientras puedan ofrecerle un mundo de juguete en el que mantenerla entretenida.

 

La gente se sitúa en torno a mesas presididas por botellas de whisky, vodka y muchos vasos. Nadie tiene nada que decirse. Mueven las extremidades con asco como si sufrieran los efectos secundarios del estrés postraumático causado por 15 años de guerra. Las mujeres se estudian entre sí, se comparan, se envidian los bolsos, el color de la laca de uñas, se envidian los dueños que las poseen; los hombres contemplan el ganado con gesto altivo, desmesurado, de vuelta de todo en esa burda subasta en la que podrían comprarlo todo. Nos estamos divirtiendo.

 

Me presentan al dueño del local, bronceado, encantador, capaz de chapurrear unas cuantas palabras halagadoras en cualquier idioma. Sus amigos asustarían al mundo americano del hampa de los años 30, con las camisas bien abiertas, seguros de sí mismos, armados, mirando despectivos hacia todas aquellas mesas que se sitúan por debajo del Olimpo de los elegidos. Para romper el hielo proclama orgulloso que su mejor amigo es un viejo embajador español al que no cuesta imaginar por allí impulsando las relaciones bilaterales hispano-libanesas.

 

Unas ucranianas a las que habrán introducido en el país con el famoso visado de “artistas” se contonean sobre la barra disfrazadas supuestamente de tentación sexual. Los asistentes, que desean pasar por liberales y apenas reprimidos, se abstienen de catalogarlas como putas lo cual, teniendo en cuenta el percal, es bastante loable.

 

La obligación de parecer feliz resulta tan agotadora que a las dos de la mañana todo el mundo se siente extenuado. Por mi vodka de mala calidad y una noche de diversión bajo las estrellas pago cerca de 50 euros. Afuera, unos niños refugiados sirios esperan su última oportunidad para vender flores entre el ínclito público del local. Son apartados a empellones por los guardaespaldas de los peces gordos que se mueven por allí. El olor putrefacto a basura flota en el aire, la autopista vacía llena de socavones se extiende junto a almacenes abandonados, los callejones oscuros y pobres de Beirut me devuelven a la realidad.

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