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William Boyd, el romántico

Lo peor de leer la nueva novela de William Boyd es ver su fotografía en la contraportada y descubrir, con sorpresa, que él también tiene la mala manía de envejecer. El hombre elegante ha dejado paso al anciano elegante. Sus famosas entradas han desaparecido, dando lugar a una sola en la parte central del cráneo, que a su vez parece hundido, como si la columna vertebral ya no pudiese soportar su peso. Comparo su fotografía con otras de hace cinco o diez años y me parece una persona diferente, un actor camuflado. Quizás el propio Lucifer, que quiere jugarme una mala pasada. Como hace poco descubrí que el Diablo es incapaz de ocultar el cansancio de sus ojos, contemplo con extrema atención los del supuesto William Boyd. Tras unos segundos respiro aliviado y confirmo, para tranquilidad mía y de cualquier otro lector, que siguen brillando con la intensidad característica de la juventud.

Su nueva novela es El romántico, editada por Alfaguara este mismo año (en realidad, su nueva novela es Gabriel ́s moon, publicada en septiembre del año pasado, pero como aún no se ha traducido al español, correremos un tupido velo). El protagonista es Cashel Greville Ross, un hombre cualquiera, nacido en 1799 y muerto en 1882, que entre una cosa y la otra vive una apasionante vida. Combate en Waterloo, conoce en Italia a los Shelley y a Lord Byron, se enamora de la joven Raphaella, le meten injustamente en la cárcel, emigra a Estados Unidos o se convierte en el primer europeo en ver el lago Victoria –lago Ukerewe, por entonces, ya que llega antes de que John Speke lo bautice con el nombre de la monarca–, entre muchas otras cosas. Es una vida llena de aventuras, esperanzas y decepciones. Una de esas historias de las que tanto le gustan a Boyd. Formalmente, no se diferencia mucho de Las nuevas confesiones, Suave caricia: las muchas vidas de Amory Clay o Las aventuras de un hombre cualquiera. El autor escocés es un artesano, un maestro de su oficio que vuelve a repetir con paciencia lo que tantas veces ha hecho, sin perder un ápice de imaginación, y con la ventaja añadida de la experiencia. Digo ventaja, pero reconozco que siempre he mirado con recelo un exceso de experiencia, ya que es evidente que llega un momento en el que la imaginación se agota, que la edad nos apaga. Recuerdo la frase que me dijo una profesora de unos cuarenta y tantos años: “el guionista perfecto es el que tiene vuestra ilusión y nuestra experiencia”. Supongo que la industria la machacó antes de tiempo, y también imagino que con la edad –más edad, mucha más edad– lo nuevo se vuelve molesto, las pasiones se enfrían y el presente se vuelve más agradable que el futuro. Pero esto –¿hasta cuando podré decirlo?– no le ocurre a William Boyd. Como antes mencionaba, sus ojillos azules siguen escudriñando el mundo, el que existe y el que aún no, con la misma vitalidad con la que lo hacían cuando escribió Un buen hombre en África, su primera novela.

Cuando leo un libro suelo pensar inconscientemente si el autor lo ha escrito para expresar una emoción, para ganar dinero o para engordar su ego. Creo que William Boyd escribe para soñar, para superar los límites de la realidad e inventarse otra, más acorde con sus filias y sus fobias, y disfrutar habitando en ella. Lo veo como una especie de Julio Verne contemporáneo, intentando llegar a lugares ignotos a través de la literatura –también me lo imagino escribiendo en una silla de caña, muy encorvado, riendo con la expresión que tiene Bilbo Bolsón al acariciar el anillo, así que no hay que hacerme mucho caso–. A diferencia de lo que ocurre con otros autores, Boyd no es de los que te agarra con la primera línea. Para mí, va tejiendo poco a poco una sólida tela de araña, que no ves, pero que cuando te quieres dar cuenta te ha atrapado, y en ese momento descubres que eres incapaz de soltar el libro. Dejar de leer es como interrumpir a una persona que te está contando la historia de su vida.

El romántico respeta el extraño realismo de la mayoría de novelas de Boyd, de tal forma que todo lo que ocurre es ordinario y extraordinario al mismo tiempo, con personajes de carne y hueso que, sin embargo, viven experiencias imposibles para la mayoría de los mortales. William Boyd narra con calma, describiendo minuciosamente el espacio o la actitud de los personajes, permitiéndonos compartir su vida y estar con ellos, es decir, ser una especie de fantasmas en el mundo que ha creado para sí mismo –y de rebote, para nosotros–, dosificando con cuenta gotas la acción y la información. Un puñetazo en sus novelas retumba tanto como una bomba atómica en una película de superhéroes. Quizás por eso ha fracasado en la industria del cine. El ritmo que tan bien funciona en el libro se hace tedioso en la pantalla. La descripción del aburrimiento puede ser apasionante, pero las imágenes aburridas sólo tienen éxito entre los cinéfilos más devotos, y siempre que se les haya advertido de que ese coñazo es maravilloso.

Pese a todo, no creo que El romántico sea su mejor novela –el listón está muy alto–, pero si miro los libros acumulados en mi estantería desde luego es de los que más me apetece conservar u olvidar para volver a leer. Al acabarlo siento que una parte de mí desaparece, que he sido expulsado de un mundo con el que me había encariñado y, como me ocurre cuando finaliza un partido de fútbol muy emocionante, me quedo un poco vacío. Fue bonito mientras duró, supongo. Para no aceptar inmediatamente la desilusión, empiezo otra de sus novelas. “Para Susan”, se lee en la primera página. La misma dedicatoria que se lleva repitiendo casi 50 años. “Para Susan”. Ninguna mención a sus padres, a sus amigos o a sus hijos, si es que los tiene. Sólo Susan. Entonces caigo en la cuenta. William Boyd es el verdadero romántico. El insensato que ignora la maldición del amor, que decide lanzarse de cabeza a ese océano repleto de almas en pena, de ingenuos que han decidido sustentar su vida en la esperanza, y que muchos años después vagan perdidos entre aguas oscuras, sin recordar qué estaban buscando. Pero él ha salido airoso, y orgulloso de su fortuna, crea a Raphaella, la mujer inalcanzable de Cashel Greville Ross –su amor verdadero–, y a medida que avanza en la escritura los junta y los separa, los mortifica y los consuela, les da esperanzas y se las quita, todo con el entusiasmo que requiere la ficción, y la tranquilidad del escritor que ya comparte la realidad con el amor de su vida.

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