Un amigo, probablemente homosexual, me ha hecho notar que estoy haciendo la promoción de mi libro con una camisa blanca. Así es. Se trata de una camisa que compró mamá para la presentación en Pontevedra, como los vestidos de las niñas en la puestas de largo del Casino. Entonces la rechacé de mala manera, como se rechaza en general la ropa que compra una madre por su cuenta y riesgo, pero tras hablar con la editorial decidimos rescatarla para las entrevistas, puesto que transmite madurez y una cierta serenidad que podría atraer a un público más adulto y tranquilo. Uno al abrir el armario y elegir la ropa del día también elige, de alguna manera, la prosa; se descuelga una camisa de la percha y se la pone encima, y con ella se está poniendo encima una moral. El blanco, convenimos, viene bien en estos meses de verano y además sugiere un estilo limpio y casi indetectable. Al presentarse con este uniforme se apuesta así por una nueva etapa que deja atrás las camisetas chillonas y los pantalones pitillo, que era lo que predominaba cuando los artículos se exaltaban más de la cuenta, en un ejercicio de extravagancia que casi se lleva por delante mi puesto de trabajo. Me gusta contar que aquella era mi etapa de dispersión, enfrascado como estaba en la juventud, y que ahora, para escenificar mi madurez, visto camisa, que es más barato que tener un hijo; la manera Hacendado de decir que he sentado cabeza. Esto no significa, ojo, que dentro de unos años no esté por ahí adelante con una camiseta de tiras y un pañuelo en la cabeza promocionando una novela de lenguaje macarra, pero de momento mis patrocinadores han querido trasladar una imagen más institucional. Lo de toda la vida: gustar a las madres para follarse a las hijas.