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Mientras tantoWinterbottom 8 1/2

Winterbottom 8 1/2


 

Suena When love breaks down,

de Prefab Sprout

 

Siempre desconfié de un cineasta como Michael Winterbottom, encumbrado por cierta crítica como uno de los paradigmas de la postmodernidad a finales del siglo XX. Mi recelo obedecía a una continua decepción, no solo causada por una constante irregularidad en su trayectoria, siempre ofreciendo una de cal y otra de arena, sino también por su incapacidad por alcanzar algo más de lo que prometían algunas de sus propuestas más interesantes, como Wonderland (ídem, 1999), El perdón (The claim, 2000)  o Tristram Shandy: a Cock and a Bull Story (2005). Puede que sea el precio a pagar por parte de esos cineastas hiperactivos, como en un sentido parecido pueda ser el de Woody Allen, que además, en el caso de Winterbottom, se incrementa cuando se trata de una obra de lo más heterogénea, haciendo de él un cineasta inclasificable, impredecible y, por lo tanto, incómodo. Sin embargo, resulta complicado consentir banalidades arty como 9 songs (ídem, 2004) o películas tan fallidas y torpes como El demonio bajo la piel (The killer inside me, 2010). Todo ello nos lleva a darnos cuenta a algunos espectadores cómo, de repente, Winterbottom había desaparecido del mapa, pese a que ha seguido realizando películas, no estrenadas entre nosotros, como habíamos dejado de seguirle, como nos ocurre en otros casos –personalmente, Atom Egoyan o Bertrand Tavernier.-

 

 

Pero Winterbottom ha vuelto, y lo hace con una nueva propuesta, de nuevo diferente, al menos al resto de películas que conocemos. Y su regreso, vinculado, claro, a nuestra voluntad de reencontrarnos, provoca que su última película adquiera un mayor alcance, una dimensión que puede convertirnos en espectadores más receptivos, más benévolos, incluso ciegos a algunos de sus defectos, que los hay –como si su inexistencia no fuera posible en Winterbottom.- Porque su última película, El rostro de un ángel (The face of an angel, 2015) pese a partir de un caso de asesinato, inspirado en un suceso real, el popular y polémico caso de Amanda Knox[1], se desvía conscientemente de la investigación para centrarse en el personaje de Thomas, un director de cine que hace un seguimiento del caso y prepara un guión sobre la historia para su siguiente película. La crisis personal –una separación mal asimilada, el distanciamiento con su hija de 9 años- y artística –su incapacidad para sacar adelante proyectos, su reacio a los dictados de Hollywood- en la que se halla fulanito se convierte en el epicentro del relato, lo que convierte de buenas a primera El rostro de un ángel en un sucedáneo de Fellini 8 ½ (Otto e mezzo, 1963), alternando la investigación del caso con la exploración del vacío creativo y el descenso personal a los infiernos, con sonrojante y pedante referencia a Dante y su Divina Comedia. Son las cosas de Winterbottom, que dirá alguno.

 

 

El intento es loable, hasta cierto punto, incluso emotivo, porque ahí tenemos al alter ego del propio cineasta llevando a cabo un exorcismo personal que no terminamos de digerir del todo. De forma certera El rostro de un ángel parece convertirse en la representación perfecta de lo que es el cine del director de Génova. Su guión, mezcla de thriller, drama personal y, por momentos, film de terror gótico, con una ciudad de Siena maravillosa, acaba perdiéndose sobre sí mismo, dando vueltas en círculo y convirtiéndola en un film desorientado y frustrante. Aludir a lo dantesco, si se permite, puede implicar un doble sentido. Hay, empero, un aspecto, que sí le otorga interés a lo planteado por Winterbottom al convertir este su película en una especie de palimpsesto de imágenes que se corresponden con algunos de los planteamientos que hacen los personajes de la película sobre la posibilidad o imposibilidad de contar una historia, sobre cómo contarla, sobre la legitimidad o no de preservar la verdad, etc. No son asuntos baladíes, desde luego, y que Winterbottom trata de reflejar visualmente, a la vez que él mismo puede que nos esté confesando sus propias dificultades, o limitaciones, a la hora de contarnos su historia, ¿su propia historia? Eso, sí, lo que resulta imperdonable, pese a su lógica dramática, son las vergonzosas secuencias de alucinaciones. Será cosa de la cocaína.  

 

 


[1] La noche del 1 al 2 de noviembre de 2007, encontraron muerta a la estudiante británica Meredith Kercher en un piso de estudiantes en Perugia, Italia. Le habían cortado la garganta en una villa italiana que compartía con la estudiante estadounidense Amanda Knox. Knox, su entonces novio, Raffaele Sollecito, y un trotamundos llamado Rudy Guede, se enfrentaron a un juicio por homicidio. Finalmente, después de siete años de vaivenes judiciales, el Tribunal Supremo italiano consideró que no había pruebas para condenar a la acusada y a su novio del asesinato de la británica Meredith Kercher. El Supremo solo condenó a Amanda Knox a tres años de cárcel por calumnias –una pena que ya cumplió durante su estancia en prisión preventiva—por acusar de los hechos a Patrick Lumumba, un músico congoleño que regentaba el bar en el que trabajaba la joven estadounidense.

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