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Woody Allen, pariente y amigo

 

Irrational Man, la última película de Woody Allen estrenada en España, vuelve a plantear la peculiar relación que el espectador que conserva aún la costumbre de ir al cine mantiene con un grupo de directores cada vez más escaso. Los realizadores veteranos que se mantienen activos, capaces de ofrecer un nuevo título cada año, cuentan con un público fiel al que se dirigen desde una posición caracterizada por una coloración personal. Un libro clásico consideraba al director de cine la estrella capaz de caracterizar una película, sustituyendo la antigua costumbre de apoyarse sobre los actores y actrices para sintetizar el reclamo, el atractivo, el tirón, que animará a acudir a una sala para pagar una entrada por el privilegio de ver a Clark Gable o a Sarita Montiel. Algunos realizadores siguen siendo la estrella, y, entre ellos, Woody Allen destaca con un fulgor quizá más brillante que el irradiado por otros colegas como su compatriota Clint Eastwood o, entre nosotros, Pedro Almodóvar. Una nueva entrega de Woody Allen concita un inmediato interés, en su caso teñido por una gama de emociones que exceden la curiosidad o apetencia estrictamente cinematográfica. Porque no es solo una película lo que nos convoca en el cine. Vamos a volver a visitar a un pariente, a encontrarnos con un amigo, a confirmar la admiración que sentimos por el artista que dejamos de admirar, o a conceder otra oportunidad al artífice que tanto nos decepcionó la última vez.

 

No es difícil de entender. Llevamos tantos años viendo sus películas que forman parte de nuestras vidas con la impronta de las efemérides decisivas. Aquella tan graciosa en que el propio Woody interpretaba a un espermatozoide asustado por la inminencia de ser arrojado en busca de un óvulo, la vimos con aquella novia que luego prefirió casarse con nuestro mejor amigo. La rodada en blanco y negro y cinemascope nos conmovió porque los amantes neoyorquinos estaban igual de tristes y desconcertados que nosotros. Cuantas cenas amistosas dedicamos a discutir si la admiración del norteamericano por Ingmar Bergman significaba una quiebra en su originalidad, el ejercicio torpe de un discípulo fascinado por su maestro, o la versatilidad de un gran creador en continuo proceso de renovación.

 

Luego llegaron las decepciones, en dramática coincidencia con los propios golpes que la vida, tantas veces celebrada en la pantalla, golpeaba a sus espectadores con el desánimo de la rutina, la frivolidad del capricho o la punzada de la traición. Un espectador se negaba a aceptar la complicidad con la época presidida por la radio, harto de soportar en su casa de pequeño los seriales que oía su madre o las transmisiones deportivas que papá escuchaba imponiendo un silencio general. Otro echaba de menos la acidez y travesura de sus primeras comedias, neuróticas y divertidas frente a las actuales, igualmente neuróticas pero atenazadas por la quejumbre y la frustración. Si el tipo simpático caía bien a los hombres por lúcido y lúbrico, llegó a impacientar a las mujeres por obseso y machacón. Woody envejecía, nosotros con él y empezaron a asomar las deserciones, impensables años atrás. Desde aquella tontería que pasaba en Barcelona prometí no volver a ver una película suya, se atrevía a confesar uno de sus fieles. Pues vete a ver a la última, que es una especie de remake del clásico interpretado por Shelley Winters, Montgomery Clift y Elizabeth Taylor, aconsejaba el cinéfilo redicho. Yo esa no llegué a verla, terciaba el aficionado al teatro, pero me fié de la crítica, fui a ver aquella tan celebrada y salí indignado, me pareció una versión de la obra de Tennessee Williams Un tranvía llamado deseo en versión del Reader’s Digest, aquella revista yanqui que todo lo resumía y trivializaba.

 

El amigo decepciona, el pariente cansa, pero los afectos no suelen morir del todo y, tras la promesa de ruptura, la visita repetida que el amigo anuncia, la puntualidad con que el pariente se presenta cada año, vuelve a despertar la curiosidad, algún crítico entusiasta asegura que es su mejor película desde…, y se cede, se perdona, nos reconciliamos de nuevo con Woody, porque, es verdad, hay que reconocerlo, qué bien se ven sus historias, con qué habilidad elige a los actores, en la cartelera pocos títulos resultan más atractivos, usted siga, Mister Allen, rodando sin parar, no son descartables otras decepciones, tampoco algún abandono esporádico, pero su público permanecerá, con las crisis sentimentales inevitables en todo trato longevo, adicto a sus obras, hasta que la muerte nos separe a todos de todos. Quizá el hombre irracional, además de su personaje, esa síntesis de asesino de novela de Agatha Christie y de profesor chiflado, sea también el espectador, masculino y femenino, que usted sigue siendo capaz de convocar. Y de renovar, pues no sólo los cinéfilos talludos acuden a ver sus películas, también numerosos representantes de varias generaciones sucesivas.

 

 

 

 

Álvaro del Amo (Madrid, 1942) estudió Derecho, pero le faltó una asignatura para licenciarse pues se encontraba en la Escuela Oficial de Cinematografía, donde sí se tituló en Dirección en 1968. Cine, teatro, literatura, crítica y música han sido el comunicado paisaje que ha procurado transitar, siempre favorecido por azarosas circunstancias. Últimamente ha publicado un libro de relatos (Crímenes ilustrados), adaptado y dirigido la versión teatral del guión de la película  Amantes, en el que intervino, así como una dramaturgia de tres zarzuelas que iniciaron el género. En FronteraD ha publicado, entre otros artículos, La construcción del cinéfiloLos “pagafantas” triunfan en el cine y La obra maestra. Sobre “La cinta blanda” de Michael Haneke.  

 

 

 

 

Este artículo es el quinto de una serie titulada El cuaderno del cinéfilo reaccionario

 

El cuaderno del cinéfilo reaccionario 

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