Suena Sheep, de Pink Floyd
Sin duda Jean-Pierre y Luc Dardenne parecen seguir al pie de la letra aquella máxima enunciada por el cineasta Robert Bresson en sus Notas sobre el cinematógrafo según la cual: “La posibilidad de aprovechar bien mis recursos disminuye a medida que su número aumenta.” El cine de estos hermanos belgas sigue poniendo en evidencia que para hablar de los problemas que afectan –y ellos llevan haciéndolo desde hace más de dos décadas- a nuestra, en otros tiempos, sociedad del bienestar no es necesario enarbolar ningún tipo de bandera ideológica. El suyo es un cine político que no hace política, y que por lo tanto tampoco necesitan de retóricas que adornen su discurso, siempre honesto y directo. Ambos lo tienen claro cuando se refieren a la solidaridad como un concepto moral y no adoptan ninguna actitud proselitista. Su cine, si no fuera por su puesta en escena naturalista, con esa cámara pegada al hombro de sus protagonistas, casi siempre en movimiento –porque suele haber una realidad que los zarandea-, diríamos que es de una precisión quirúrgica. Y si fuéramos Godard podríamos decir aquello de que su cine es justo porque sus imágenes son justas, en un sentido estético y, por lo tanto, ético.
Con su última película, Dos días, una noche (Deux jours, une nuit, 2014) continúan demostrando que son insobornables y que sin titubeos siguen sacando a la luz todas y cada una de las miserias sobre las cuales ha acabado sustentándose nuestra sociedad. De nuevo, como en sus inicios, se centran en el mundo laboral ya que su protagonista, Sandra, bien podría ser aquella adolescente Rosetta –Rosetta (Idem, 1999)- que buscaba desesperadamente un trabajo para poder subsistir. Ahora Sandra, trabajadora en una fábrica, debe convencer en un fin de semana al resto de sus compañeros de que renuncien a su paga extra para que ella pueda conservar su trabajo. Y como es habitual en los Dardenne, coherentes y consecuentes como pocos cineastas, se van a limitar a testimoniar el periplo de su protagonista, sus continuas visitas, sus conversaciones con sus compañeros, sin convertir el proceso en un via crucis de desesperación y humillación, sin caer en maniqueísmos que permitan una denuncia fácil.
Que la gente está jodida ya deberíamos saberlo; tanto Sandra, como algunos de sus compañeros. La cámara al hombro de los Dardenne adherida a Sandra, siguiendo sus pasos, observando su rostro, nos transmite su dolor, su fuerza, su ansiedad, su lucha. Pero a la vez permite que tomemos conciencia de las situaciones de los demás, de las razones por las cuales están dispuestos a apoyar a Sandra o por el contrario van a optar por conservar su paga extra –sea por el motivo que sea- en la votación que se ha de celebrar el lunes siguiente. Con ese itinerario sujeto a un tiempo limitado, lo que le añade un componente de tensión al relato, y el cara a cara de Sandra con cada uno de sus compañeros, Dos días, una noche se desarrolla de forma implacable a través de esa mirada conductista tan propia de los Dardenne y que hacen que sus películas nos resulten tan auténticas, tan cercanas, tan ordinarias y, engañosamente, imperfectas.
Si a medida que avanzamos en la filmografía del citado Bresson podemos observar como el pesimismo del maestro francés fue en aumento, por el contrario los hermanos Dardenne parecen dispuestos a dejar algún resquicio al optimismo. Si ya en la anterior El niño de la bicicleta (Le gamín au vélo, 2011) nos ofrecían su película más luminosa, y puede que más accesible, y se atrevían con una especie de milagro en forma de resurrección –literal-, ahora con Dos días, una noche también deciden dar esquinazo al fatídico destino –no sin antes casi hacernos levantar de la butaca- y además, le otorgan un gesto de dignidad a su protagonista que nos reconcilia con el cine y, al menos, una parte del mundo.