Estaba sentado a horcajadas en el techo a dos aguas de su casa de madera que tenía una sola planta (una teja negra, canalones de chapa galvanizada), cuando pasábamos por una nueva calle recta, por delante de él, interrumpió su trabajo de arreglar la chimenea dañada y nos saludó con el brazo sucio de hollín: a un lado, bloques de pisos, un jardín de infancia, y el edificio de las calderas; al otro, garajes, tiendas y quioscos y una pequeña cafetería; todo esto en unos terrenos que no hacía tanto eran huertos y campos, y los atravesaba el único camino que conducía al ladrillar, a granjas de peletería y a una cantera cerrada (refugio de espíritus e indios, escondite de enamorados) y antes de que hubiera bajado del techo y se hubiera lavado las manos, yo volví a ser un chaval como en el día de mi iniciación, lleno de rasguños de los endrinos, apuntando con mi honda directamente al ojo de un cíclope de cien metros, es decir, a las nalgas descubiertas de una pareja muy ocupada en sí misma.
El brazo derecho, igualmente podría ser el izquierdo, fuera de la ventanilla del coche, observado con creciente sorpresa: uñas, dedos, la mano, un flequillo de erizados pelos sobre la piel bronceada que va desde la muñeca hasta el codo, más arriba la manga de la camiseta negra, hinchada por un viento cálido.
El brazo. Siempre conmigo, mío, percibido de repente como cualquier otro objeto diferente a mí. Separado, hacia afuera, extraño.
El brazo derecho, izquierdo, amputado y después, como si nada hubiese ocurrido, devuelto, totalmente mío de regreso, aunque había estado tan cerca de poner en duda los principios de una garantía.
Cuánto de mí podría quedarse también fuera de mí, no mío, con tal de que para mí mismo pudiera seguir siendo precisamente yo.
Un grillo verde, aquí, en el estante junto a los libros, se pegó al marco de la fotografía de un tzadik, Tettigonia viridissima, inmóvil y silencioso durante el día, en la oscuridad su mantra chirría como un mecanismo averiado o como un móvil al entrar un sms, lo que sería del todo suficiente para que en un acontecimiento banal advirtiéramos el esbozo de una parábola en la que los niños de la naturaleza prestaran su voz a los sabios muertos.
[…] una escena que tenía lugar con frecuencia
en el balcón enfrente de su ventana.
Albert Camus, La peste
Zyta Ch., rolliza, unos treinta años. Dos niños. Su marido trabaja en Holanda. Su balcón está enfrente de nuestra ventana, las cuerdas de la colada llenas cada día. Los codos apoyados en la barandilla de hierro forjado, sus conversaciones con los que pasan por debajo se ven interrumpidas con carcajadas.
Fue así. Después de pasar dos días en casa de los abuelos, la hija de Zyta encontró a su madre en cuclillas en el lavabo, daba la impresión de estar inconsciente. Una vecina sobresaltada trajo al cabo de un rato del balcón, arropado en una manta, el cadáver del niño, de pocos meses, que había nacido justo antes de que se marchara su padre. Llamaron a un médico que hizo constar estrangulamiento, el niño hacía al menos un día que estaba muerto. Trasladaron a Zyta a un hospital psiquiátrico, unos parientes se quedaron con la niña.
La vecina airea la casa una vez por semana y riega las flores. Se lo dijo a alguien que se detuvo debajo del balcón para preguntarle qué hacía allí.
Una chica, a punto ya de salir de cuentas, saca de una bolsa de plástico la sopa de los domingos que está en un bote espesamente envuelto con hojas de periódico para que no se enfríe; mientras, otro paciente se quita melindrosamente de la oreja un auricular que ahora zumba como un insecto en los pliegues de la sábana, baja los pies desnudos de la cama, abraza el bote con su brazo enyesado, con esmero elige los trozos de carne de conejo y saca la pasta emblanquecida hasta la última gota, y cuando ella le susurra algo al oído libre, él marca el compás con los pies como si marchara por la moqueta del hospital.
Ante San Antonio, el de las azucenas amarillas y los panes bendecidos, la abuela Maria deshacía el azúcar y hacía hervir el almíbar para la brillantina, comprobando que fuera espesa en el colador. Después, rápidamente para que “no se agrumara”, iba triturando aquella masa casi sólida hasta que conseguía darle la consistencia ideal. Repetía esta acción hasta cuatro veces, añadiendo distintos ingredientes para cada nueva dosis de brillantina: café, cacao, zumo de limón y la hierba que conseguía sacarle a un amigo confitero. Finalmente, de todo aquello hacía un pastel de cuatro capas y con aquel pastel, cogiéndome de la mano, a mí que por aquel entonces tenía pocos años, iba a casa de Antosia, encanecida, ciega de hacía años, bajo el cuidado de su hija y de su nieta, en la segunda planta de una casa cerca de la nuestra.
Turbado, yo bajaba la vista. Antonina sin que se viera besaba la mano de la abuela, la abuela retiraba la mano: “Antosia, no hace falta”. Y entonces Antosia se dirigía a mí, hablando en tercera persona: “Lo que ha crecido en un año”. Y me decía: “Que se siente, me da pena que esté derecho, oh, aquí, en esta silla de mimbre”.
Lo que sé de ella cabe en una línea, tiempo atrás Antonina fue la cocinera de mi tía que se quedó huérfana de pequeña, la abuela Maria. A decir verdad, podría inventarme varias historias paralelas sobre Antonina, todas se encontrarían en los límites de la verosimilitud en cuanto a su sobrio destino, pero ¿de qué servirían?
Ella no está, como si nunca hubiera estado. Tengo vía libre. ¿Y qué? Cualquier cosa que diga no será testimonio alguno, puesto que sólo sería de memoria. Antonina no lo confirmará ni tampoco lo negará, encontrándose fuera de todo lo que era en ella, después una parte de sí misma, cuando había más de ella en sí misma que en el exterior. Finalmente, en esta desaparición progresiva, ya únicamente la carencia que deja tras de sí.
Estoy sentado, con pocos años, en la silla de mimbre. He dejado de crecer, incluso ante sus ojos ciegos.
Se echa de espaldas, cubierto con una manta, apaga la luz y con la misma mano comprueba si la silla de ruedas está con el freno puesto al lado de la cama, a medio metro de la mesita de noche, donde están el teléfono, un cuaderno y un bolígrafo.
La mesita había sido una banqueta regulable que pertenecía a un piano de la casa Petrof. El negro vítreo de la piel, el esmero puesto en el forro. Esto es lo que queda de ella, sin la zona del recubrimiento de piel de múltiples capas ni el sólido eje escondido en la abultada columnata central. Y quedaron dos círculos completos, aberturas horadadas de un tamaño similar, una marca doble que dejó el eje. Los círculos, superiores e inferiores, unidos por cuatro balaustres estrechados y modelados simétricamente. Los inferiores tenían además tres bolas aplastadas debajo, ahora toda la superficie descansa directamente en el suelo.
A quien anota todo esto se le ocurre pensar a veces, antes de quedarse dormido, que estaría bien que lo incineraran con lo que es aún este mueble que le acompaña desde la infancia. Lo infranqueable sería finalmente franqueado: diferente, al ser atribuido de manera exclusiva a sí mismo, a la vez se abriría recíprocamente al no-mismo.
1.- Pertenecientes al libro Powiedzieć. Cokolwiek (2012), (Decir. Cualquier cosa)
Entre los géneros literarios, quizás el que acumula más prejuicios o visiones que nada tienen que ver con la realidad sea la poesía. Aunque no podemos decir que muchos poetas no hayan contribuido a alimentar estos prejuicios, o que los hayan creado ellos directamente. Desde el Romanticismo se ha forjado una imagen muy particular del poeta. Desgraciadamente, y muy a pesar de la cantidad de rupturas que el siglo XX y el siglo XXI han presenciado, todavía nos encontramos bajo el influjo de este movimiento. A partir de aquel momento, empieza a cobrar peso la concepción del poeta inspirado, original, demiurgo, en fin, una persona diferente al resto de los mortales, con una sensibilidad que le permite ver y expresar aquello que está oculto o vedado a las personas. Después, entraremos ya en el hermetismo de los simbolistas, y la distancia entre el poeta y el público lector adquiere ya las dimensiones de un abismo. Un abismo en el que lo único que permanece es una engañosa proyección. Aparte de la inspiración, de la sensibilidad y de otras características que siguen este mismo camino etéreo, prevalece el concepto de la juventud del poeta. La poesía es para los autores jóvenes mientras que la prosa, como que requiere más paciencia, aunque sólo sea para poder mantener un ritmo y así llegar a un número de páginas determinado, se reserva a autores con unas bases ya asentadas. Muchos críticos caen en la trampa de esta ilusión, y la siguen repitiendo. Difícil entonces poder romper el círculo. Además, es una idea fijada a pesar de la numerosa legión de poetas que contradicen esta afirmación, de poetas que empiezan a publicar a una edad relativamente tardía (con más de 40 años, como el caso ejemplar de Wallace Stevens) o que publican sus mejores obras ya en plena madurez, o en el ocaso según dirían algunos críticos. En este segundo grupo se cita siempre a W. B. Yeats.
¿Cuáles son los motivos para que un poeta decida publicar sus primeras obras cuando la mayoría de sus contemporáneos ya tienen tres, cuatro o cinco libros publicados? Sin pensar en las negativas de algunas editoriales, ¿por qué escriben para el cajón y después de repente empiezan a mostrar a la luz los poemas que se han ido sedimentando a lo largo de los años? Son preguntas a las que nunca encontraremos respuesta. Seguirán formulándose cada vez que aparezcan autores que han decidido seguir este camino.
En la década de los 90, la poesía polaca vivía una situación muy especial. Los cambios políticos que se produjeron en este país llevaron consigo una transformación casi radical del panorama poético. Los autores de la llamada Nueva Ola ya habían empezado a cambiar el discurso inicial, basado en la batalla con el lenguaje de los estamentos oficiales. Aparecieron autores que se enfrentaron a toda la poesía anterior y establecieron unos nuevos referentes. En medio, estaba la generación perdida, o como también se podría denominar, la generación de las individualidades. Eran autores de gran valor literario en algunos casos pero que quedaron rápidamente ensombrecidos a causa de la situación político-social. Las luchas para conseguir el poder literario eran constantes, y la balanza se inclinaba cada vez más hacia el lado de la generación más joven. Ante un panorama de estas características, cabría suponer que la publicación del primer libro de un autor nacido en 1948 (que por edad, pertenecería a la generación de la Nueva Ola) no tendría la menor posibilidad de éxito. Y en cambio, cuando la editorial Znak publicó en 1999 una selección de poemas de Janusz Szuber bajo el título Sobre el niño que removía mermelada, unánimemente se saludó la entrada de este autor con innumerables muestras de admiración. Aspecto todavía más extraño si se tiene en cuenta que las coordenadas estéticas de Szuber se encuentran muy cerca de un poeta como Czesław Miłosz, la figura principal a derribar en el mapa poético que se estaba preparando.
El primer libro de Szuber era, a decir verdad, el sexto que publicaba a la sazón, puesto que la edición de Znak es una recopilación de los libros anteriores. No obstante, eran libros publicados en la ciudad donde vive el poeta, Sanok, al Este de Polonia, seguramente con un tiraje muy reducido. No conozco a nadie que los haya visto, y como referencia siempre se da el nombre de la ciudad, pero en ningún caso la editorial (en algunos libros, aparece como casa editora el Museo Histórico de Sanok). Parece, pues, que si quisiéramos hacer una investigación profunda, incluso nos podríamos encontrar con alguna sorpresa, como en una película o una novela de serie negra. En cualquier caso, el primero de los libros antologados tiene como fecha de publicación 1995, de manera que no afecta en absoluto a la imagen de poeta que publica tarde. No que haya empezado a escribir tarde. Al abrir la página de créditos, el lector se va a encontrar con “poemas escogidos 1968-1997”, de donde se desprende que, efectivamente, el autor empezó a escribir mucho antes de la publicación, y durante mucho tiempo tuvo los poemas guardados. Sin intención de publicarlos. Fue una prima del autor, que residía en Oslo, quien decidió financiar la publicación del primer libro de poemas cuando visitó Polonia a principios de los años 90. De esta manera, en un espacio muy breve de tiempo (tres años) aparecieron los cinco libros que después conformaron la antología que catapultó al autor y lo situó como uno de los autores más importantes de la poesía polaca contemporánea. El conjunto de obras aparecidas en la primera época de Szuber recibe el nombre de los cinco libros (en polaco se utiliza la misma palabra para referirse tanto a una edición de cinco libros como al Pentateuco bíblico).
Desde la publicación de la antología mencionada, el autor de Sanok ha publicado hasta la fecha 11 libros de poesía. En total, en conjunto ya componen un corpus como el que aproximadamente publica un autor que haya empezado a publicar en sus años de juventud (e incluso lo supera). En todos los libros se mantienen los mismos temas, que formarán parte de los siguientes pequeños ensayos sobre este autor. En un contexto donde la poesía que predomina es la cotidianidad sin más, el intento de plasmar de la manera más “naturalista” (o ilusoria) posible el habla cotidiana, la vida gris de unas zonas que se han visto afectadas por un período demasiado largo de opresión y de falta de desarrollo, sorprende encontrarse ante un autor que se centra en el detalle, en el objeto, en las vivencias personales y en los personajes que habitan la provincia no para detenerse en una somera descripción, ni para expresar un mundo gris, sino todo lo contrario, es para enfrentarse, en un salto metafísico, a la condición de ente que viene delimitada por la particularidad. Un camino que ya iniciaron Miłosz, Herbert o Szymborska, y que Szuber sabe encuadrar en el marco de la sociedad contemporánea, con todos los cambios que de ella se derivan. A pesar de ser un autor anclado en el mundo de la provincia, en la fascinación por el detalle más nimio, el valor de sus textos adquiere un cariz universal. Es una poesía que nos concilia con el mundo externo, la realidad que consideramos palpable. Y conseguir este objetivo, en una época de acusada desazón y de planteamiento constante acerca de la auténtica realidad que vivimos, permite divisar, más allá de los textos, el fondo que se oculta debajo de las innumerables capas (como en una cebolla) que el hombre se ha ido sobreponiendo para protegerse. Tanto de sí mismo como de lo que proviene del exterior. Aunque sea de la belleza de un instante.
En uno de los capítulos más sobrecogedores de El tambor de hojalata, de Günter Grass, “el bodegón de las cebollas”, la gente acudía al local de Schmuh para pelar cebollas. Según el texto, se dice que las cebollas tienen siete pieles, siete capas. Adaptando la metáfora, la poesía de Szuber ayuda a quitar las pieles que nos cubren, no para llorar, sino para descubrir que en el más pequeño detalle u objeto se esconde una gran realidad.
O, siguiendo en el mundo culinario, como el niño que remueve la mermelada, título del libro recopilatorio de los cinco primeros volúmenes poéticos de Janusz Szuber y del poema que se ha convertido en su poética. Una expresión de la totalidad inaprensible, pero que se encuentra en el detalle.
Una cuchara de madera para remover la mermelada,
gotea la dulce brea cuando en la cazuela
borbotea con sus burbujas el magma de ciruelas,
y para alguien que no puede abarcar la totalidad,
puede tener una ayuda en los detalles recordados.
Porque, después de todo, ¿qué sabía de ellos?
Verdaderos, con la dureza de un diamante, tenía
que haber pasado precisamente en un futuro próximo,
indefinido y, así lo creía, todo lo que había pasado
era tan sólo un indicio de aquello. Ingenuo. Ahora sé
que la distracción es un pecado imperdonable
y que cada partícula de tiempo tiene una dimensión definitiva.
Janusz Szuber
Janusz Szuber nace en Sanok, en el este de Polonia, en 1947. Debutó en el semanario de su ciudad en 1994. Desde 1995 hasta 1997, aparecen los libros, en ediciones limitadas, que conformarán lo que se vendrá a llamar como el Pentateuco, la base de su obra poética. En 1999 publica una antología de poemas en una de las editoriales más importantes del país, con excelente aceptación de la crítica y del público. Automáticamente, se convierte en uno de los principales autores de la generación de la Nueva Ola, a la que pertenece por edad y de la que había estado ausente por todos los años de creación pero sin haber publicado. A partir de ese momento, el prestigio de Szuber como poeta no deja de crecer, con la publicación de nuevos libros. Hasta el momento actual, Szuber ha publicado más de 15 libros de poemas, y está considerado una de las voces más importantes de la poesía polaca contemporánea. Los poemas que hemos traducido proceden del último libro que ha publicado Powiedzieć. Cokolwiek (2012), (Decir. Cualquier cosa)
Xavier Farré (L’Espluga de Francolí, 1971)
Poeta y traductor. Traduce del polaco y del esloveno. Cabe mencionar sus traducciones de Czesław Miłosz (Travessant fronteres. Antologia poètica 1945-2000, Proa), de Adam Zagajewski (Tierra del Fuego/Terra del Foc, Deseo, Antenas, todas en Acantilado, Barcelona) y los ensayos de Zbigniew Herbert; y del esloveno, las traducciones de Aleš Debeljak (La ciutat i el nen, Edicions la Guineu) y Lojze Kovačič (Los inmigrados, Siruela) y a Tomaž Šalamun.
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Como poeta, ha publicado Llocs comuns (Lugares comunes) (2004); Retorns de l’Est (Tria de poemas 1990-2001) (Retornos del Este –Poemas escogidos, 1990-2001) (2005); Inventari de fronteres (Inventario de fronteras) (2006). En 2008 aparece su último libro de poemas: La disfressa dels arbres (El disfraz de los árboles). Algunos de sus poemas han sido traducidos al croata, esloveno, inglés, polaco y sueco.
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http://lanausea2000.blogspot.com.es/2010/07/janusz-szuber-una-ficticia-objetividad.html
http://lanausea2000.blogspot.com.es/2010/08/janusz-szuber-una-ficticia-objetividad.html