12 de febrero
Los últimos acontecimientos vienen a trastornar mi apacible vida retirada. Fiona estará aquí a principios de marzo para hacer un curso acelerado de cine o, más bien, de escritura de guiones (screenwriting), si es que entendí bien lo que me decía por teléfono. En principio, se quedará en el piso de Manhattan, aunque me insistió en que si era mucha la molestia le buscara un cuarto cerca de NYU. Cuando le conté que pasaba el invierno en los Catskills y que tendría todo el piso para ella hasta el mes de junio no pareció hacerle mucha gracia, como si se hubiera hecho a la idea de que íbamos a estar todo el tiempo juntos. En fin. Hemos estado siempre muy alejados. Dos extraños en realidad. Desde el infausto verano en Tossa de Mar (aquello ya va para tres años) no la he vuelto a ver. Mi último recuerdo de ella es el de una mujercita con el mismo mal genio de la madre. Esperemos que su venida no altere definitivamente el recogimiento que malamente intento conseguir en estos parajes. Debería aislarme más, no abrir el correo electrónico y hasta apagar el teléfono móvil. Mi querido amigo no se anda con chiquitas en sus mensajes. Solo le falta llamarme imbécil. El abandono del libro le parece una insensatez mayúscula y el proyecto en que ando metido (si es que se puede llamar proyecto) es, según me escribe en el último email, de una pasmosa nadería. Todo lo que le cuento le suena a cosa trillada y sin ningún interés. ¿Qué más da si el bueno de Martell escapó de una manera o de otra? De poco me vale aclararle que no me propongo escribir la historia de un superviviente, sino hacer un diario que dé cuenta de todas mis pesquisas en torno a Martell. ¿No sería un ejemplo perfecto de dargestellte Wirklichkeit? Mis argumentos no le convencen en absoluto. Transcribo a continuación su respuesta.
Es onanismo intelectual, palabrería, falta de compromiso. Entiendo que escribir un libro crea siempre ansiedad y es evidente que estás sufriendo un bloqueo en toda regla, pero lo último que puedes hacer es escaparte por la tangente. Sabes muy bien que no eres escritor y que nadie leerá tus diarios, salvo quizá tu novia o tu hija. Zapatero a tus zapatos. El otro día, cuando estuve allí, ya noté algo raro. No me gustó tu cara de pasmo ni las preguntas que me hacías. Si llego a saber que te proponías indagar en el pasado de Laszlo con intención de escribir sobre ello, no habría dicho ni pío. Ponte a hacer los deberes de una vez por todas y déjate de marear la perdiz. El plan de tu libro me sigue pareciendo estupendo siempre que no te mires al ombligo. Por cierto, volví a coincidir con la viuda el otro día en el Metropolitan en una exposición de Matisse. Preguntó por ti y le dije que se te veía muy contento. Se sonrió. Me dijo que a lo mejor te hacía una visita uno de estos días.
¡Solamente me faltaba la visita de la viuda! Debo mantenerme firme y con la cabeza fría. ¿Que no soy escritor? Pues seré escribidor o, mejor aún, diarista, que es a lo que me he dedicado toda mi vida.
13 de febrero
He pasado la tarde del domingo en casa de Ray. Aprovechando el espléndido día que ha hecho se me ocurrió, a eso de las tres, darme un largo paseo por el monte, y a la vuelta, ya casi de anochecida, pasarme por su casa. Debió verme venir por el camino porque antes de llamar ya estaba abriéndome la puerta. Se encontraba solo. La mujer que lo atiende tenía la tarde libre. Con mucha amabilidad me instó a que entrara en su casa y me acomodara en el salón mientras él daba de comer a los gatos. En la breve espera me fijé en varios retratos y fotografías que colgaban de una de las paredes. A su regreso me señaló con el dedo una desvaída foto en color que estaba en un rincón, casi tapada por una lámpara. Eran tres chicas: las tres muy altas, muy rubias y muy guapas. Estaban de pie, vestidas con ropa veraniega, en pantalones cortos, con una canasta de baloncesto al fondo. Las chicas de los lados, me aclaró, eran sus hijas, pero ¿reconocía a la del medio? Me fijé un poco más. Se daba un aire a Gwyneth Paltrow. Por lógico descarte, supuse que era la mujer de Martell y supuse bien. Le pregunto si Laszlo la había conocido aquí.
—Pues lo más seguro, me contesta.
Pamela y su hija mayor (Jade) habían trabado amistad en la Universidad. Esa foto debía estar hecha cuando todavía eran estudiantes. Luego estuvieron sin verse durante más de una década. Jade se casó, tuvo hijos, se divorció; Pamela prosiguió sus estudios, se fue a Francia, vivió allí varios años. Una tarde, en un bar de Manhattan, se volvieron a ver y reiniciaron la amistad. En el verano de 1994, en el segundo concierto de Woodstock, Jade invitó a Pamela a pasar aquí unos días. Ray no sabía exactamente cómo había sucedido el encuentro con Martell, pero imaginaba que habría sido en esta misma casa o en algún bar del pueblo. Laszlo era ya cincuentón largo, pero muy atractivo, de aspecto aún juvenil, un seductor profesional. El nexo que les unió a los dos había sido la lengua francesa y el mundo académico. A su hija le disgustó bastante la relación, por lo menos al principio.
—¿Por qué?, le pregunto. ¿La diferencia de edad quizá?
—Quizá. Y que a mi hija le pareció siempre que Pamela quería aprovecharse de los muchos contactos que tenía Laszlo en la universidad. En todo caso, fue un matrimonio relativamente feliz. Al menos yo nunca le oí quejarse de ella, como de las otras.
—¿Otras?
—Sí, sus otras dos mujeres. Tuvo muy mala suerte. Una de ellas lo abandonó y la otra era una loca que estuvo a punto de acabar con su carrera académica.
—¿Sí?
—Lo acusó de plagiar varios artículos y hasta su tesis doctoral. La acusación era totalmente infundada, tal como se demostró, pero aquello le hizo daño. Fue algo muy feo. Todo esto lo sé por el padre más que por él. Él contaba poco de su vida. Era un hombre muy discreto en todo lo relacionado con su vida privada.
Le pregunto entonces por las fechas de aquello, pero no se acuerda con exactitud. A principios de los setenta, conjetura. Tampoco sabe decirme nada de Pat. Le hablo de las cartas encontradas en la casa y le menciono también lo dicho por Luke respecto a esa relación. El viejo Ray me corta en seco.
—No haga mucho caso de mi vecino. Es una bellísima persona, pero habla muchas veces por hablar, sin saber lo que dice.
Sigo inquiriendo. A Ray le extraña la curiosidad que tengo por Laszlo y así me lo hace saber. Le confieso que me intrigan las fotos del piano, el hecho de que fuera un superviviente del Holocausto, su condición de repatriado. El viejo se sonríe. No es exactamente así, me dice. Laszlo sentía nostalgia de Europa y le gustaba interpretar el papel de desplazado o de exiliado –asunto muy judío por cierto–, pero en el fondo estaba integradísimo en la vida americana. No hay más que ver las veces que se divorció. En cuanto a su infancia, es cierto que hubo episodios terribles, aunque por desgracia ni únicos ni especiales.
—¿No lo fue acaso escapar de Hungría con vida?, le pregunto.
—Sí, claro. Su escapatoria puede calificarse de excepcional, pero cuando la catástrofe se mide en una escala de millones la misma excepción resulta relativamente común.
Ray cuenta casos acaecidos en su propia familia. Un primo segundo escondido en un pajar de una granja polaca durante cinco años. Otras dos primas que fueron acogidas en un convento al principio de la guerra. Una de ellas se convirtió al catolicismo, profesó y murió, a lo que parece, en olor de santidad. La otra se vino a Estados Unidos, se casó con un higienista dental y se fue a vivir a Cincinnati. Lo último que sabía de ella es que se había divorciado, a los setenta años, para casarse con un hombre bastante más joven. La vida es siempre extraña. Ray se pone filosófico, pero al cabo me mira y me aclara que no quiere minimizar el horror ni el dolor indescriptible (unspeakable pain) de las víctimas o de los supervivientes. Martell de niño, concluye, tuvo que sufrir mucho.
Le preguntó entonces por el padre y cómo se las arregló para escapar.
—El padre era mecánico de coches. Un mecánico muy bueno. Tenía uno de los mejores talleres en Budapest. Al inicio de la guerra estuvo en el frente ruso, o más bien en la retaguardia, formando parte de la unidad logística del ejército húngaro, lo cual le sirvió, entre otras cosas, para presenciar algunas de las primeras matanzas de judíos en Ucrania. Así que cuando los nazis invadieron Hungría sabía lo que le tenían reservado a él y a su familia. El padre era un hombre astuto. Había conseguido dar con un escondite perfecto para sus tres hijos y su mujer en una zona boscosa de los Cárpatos, un viejo albergue de montaña en mitad del bosque. De quedarse allí, todos habrían sobrevivido.
—¿Y qué pasó?
—Pasó que su mujer, al cabo de una semana, no aguantó más y se marchó con sus dos hijas al pueblo de sus padres. Fatídica decisión. Laszlo, el pequeño, se quedó con el padre hasta el final de la guerra. Todo esto me lo contaba el padre con lágrimas en los ojos. Hizo todo lo posible por convencerla, pero fue inútil. No volvieron a verlas. Imagínese el sentimiento de culpa del padre. Ciertamente las condiciones en el bosque no debían ser las mejores. El padre culpaba de la marcha de su mujer a una de sus cuñadas.
—¿Se sabe qué fue de ellas?
—Más o menos, me dice Ray. Murieron las tres en Auschwitz. La madre gaseada y las hijas, según parece, en una epidemia de tifus que se desató poco antes de llegar los rusos al campo de concentración. Una lástima. Su segunda mujer presenció todo aquello y lo contó después.
Ante mi extrañeza, Ray me lo explica. La que fue segunda mujer del padre y madrastra de Laszlo era del pueblo de la madre y compañera de colegio. Se conocían. Eran amigas. Al parecer, vivieron juntas toda la estancia en Auschwitz. Otras dos hermanas también sobrevivieron.
—Qué hermanas, pregunto.
—Las hermanas de la madrastra de Laszlo. Yo coincidí con ellas varias veces en vida del padre, me aclara Ray. Creo que una vive todavía en una residencia de ancianos cerca de aquí. Eran las dos muy simpáticas, con mucho sentido del humor, a diferencia de la madrastra, que era una señora de mucho carácter, de carácter irascible. Laszlo no encontró mucha felicidad con ella.
Me habría gustado continuar la conversación, pero a las seis Ray mira el reloj y me dice que es hora de ver tranquilamente en la televisión el partido de los Knicks. Poco después llega un hombre grandón y sonriente, sobrino de Ray. Ha traído un montón de “comida rápida”. La va sacando de la bolsa y la pone sobre la mesita que está delante de la televisión. Cajas de pollo frito KFC, latas de Coca-cola, envoltorios de Ketchup. Por cortesía me quedo allí un rato. Mordisqueo alguna alita de pollo mientras me bebo una lata. Antes de terminar la primera parte me despido. Afuera es ya noche cerrada y hace frío, pero es un frío tonificante, lozano, saludable, al menos tras la bufanda y el plumífero. En el camino de vuelta, en medio de la oscuridad, mis solitarias pisadas crujen cada vez que piso algún resto de nieve congelada. Más tarde, en el salón, con un té caliente entre las manos, vuelvo a mirar las fotos del piano. ¿No son acaso tan fantasmales como yo mismo? ¿O como esta mecedora vacía que está ahí, delante de mí, quieta, inerte, a la espera de que alguien vuelva a sentarse y se ponga a recordar o a escuchar la música que escuchaba Laszlo?