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Novela por entregasXIX. Anotaciones de un padre ensimismado

XIX. Anotaciones de un padre ensimismado

25 de marzo (madrugada)

Está muy cambiada. En Tossa de Mar dejé a una adolescente protestona y con acné y ahora, dos años después, me encuentro a una señorita muy seria, con el rostro mucho más afilado y el cutis menos pecoso, alta, estilizada, segura de sí, que escucha más que habla, aunque sigue sin soportar bien que le lleven la contraria o que le digan lo que tiene que hacer. Ha sacado los ojazos negros de mi madre y la frente abombada de la suya.

 

El vuelo ha llegado con algún retraso, pasadas las diez. Le propongo quedarnos en Manhattan, pero ella insiste en que nos vayamos directamente a las montañas. Como trae solo una maleta y una bolsa de mano, ni siquiera nos pasamos por el piso. No me queda claro cuándo empieza el curso de cine en NYU, pero creo que es a finales de abril o principios de mayo. Llegamos ya de madrugada a la casa y, pese a la diferencia horaria, aguanta todo el viaje despierta.

 

Hablamos mucho durante el trayecto, aunque hemos evitado cualquier asunto demasiado personal. Me cuenta algo del otoño pasado en París, de sus lecturas francesas, de la entrañable relación que tiene con una perrita que se encontró abandonada hace ya años en un parque de Dublín. Confía en que su padrastro se encargue estos meses de cuidarla. Deduzco por el tono que se lleva muy bien con él, que el padrastro es hombre jovial y generoso, quizá todo lo que yo no he sabido ser.

 

Tocamos muy por encima algo de su vida cotidiana, de la relación con sus hermanos pequeños, de su madre. Desde hace más de un año vive sola en un estudio, a unas manzanas de la casa familiar. Le pregunto por el curso de cocina en Francia y si tiene pensado apuntarse a una escuela de gastronomía y me contesta, tras una risotada, que le encanta cocinar, pero sólo como hobby, que su verdadera vocación es escribir, que quiere ser escritora. Me dice que ha escrito varias obras de teatro. Una de ellas la estrenó el verano pasado, con unos compañeros de clase. Me cuenta por encima el argumento, una saga familiar en tres actos con mucho ruido y mucha furia.

 

Salen a colación mis padres. Me pregunta cómo era el abuelo. Le digo que apenas tengo recuerdos de él, sólo borrosas imágenes: en una me está enseñando a nadar en un río, en otra me hace un avión de papel que echamos luego a volar desde un balcón, en otra me lleva de paseo por el Retiro de Madrid. Era profesor de inglés en un instituto. Parece que era hombre culto y circunspecto, un hombre de bien. Murió joven y de manera fulminante. Una mañana se levantó, entró en el cuarto de baño y cayó desplomado. Tuvieron que venir los bomberos porque nadie podía abrir la puerta. Todo esto que le cuento me suena lejano, remoto; yo no tenía aún ni seis años.

 

Hablamos también de mi madre y le digo la verdad, que hace meses que no sé nada de ella. La última noticia que tengo es que había estado con sus dos hijos en la isla de Bali, por una postal que me envió en Navidades. Al principio guarda silencio, pero luego, cuando empiezo a hablar de otra cosa, me señala el paralelismo que existe entre su vida familiar y la mía. “Al menos yo no la he diñado todavía” (at least I ain’t croaked yet), le contesto. Fiona se ríe y no dice nada más.

 

Llegamos pasadas las doce de la noche. Hay luna llena. Afuera, según salimos del coche, huele a mojado y a humo de chimenea. Algunas lucecitas tintinean por el camino de entrada. Abro el maletero y saco el equipaje. Entretanto, mi hija mira el bulto sombrío de la vivienda principal en medio de la noche estrellada.

25 de marzo (diez de la noche)

Se acaba de dormir o, al menos, ya no la siento hablar con nadie por teléfono. Ha sido un día ajetreado. Me dediqué todo el tiempo a ella. Nos dimos un buen paseo muy de mañana por el monte y bajamos luego al pueblo de Woodstock a desayunar. Después recorrimos algunas tiendas floreadas, a pie de carretera, con olor a pachulí y parafernalia hippy. En una de ellas mi hija compró dos barajas del Tarot. Me dice que se está haciendo una experta en la lectura de cartas. Le digo que el ocultismo tiene una gran tradición en Irlanda y lo sazono con algunas anécdotas del poeta Yeats. Me escucha, no sé si con interés.

 

Volvemos a la casa y almorzamos una ensalada campera y huevos fritos. A las doce nos pasamos por la biblioteca y le presento a Mónica Schwegler. Parecen casi de la misma edad. Fiona, más tarde, sin que yo le haya dicho nada, me pregunta si hay algo entre la bibliotecaria y yo. Niego quizá con demasiada vehemencia y le explicó luego nuestra colaboración en todo lo relacionado con el caso Martell.

 

Sorprendentemente mi hija se ha sentido interesadísima desde un principio por todo el asunto del antiguo dueño de la casa y, tras escuchar el relato de mis pesquisas, me ha dicho que le gustaría escribir algo sobre ello, un cuento, un relato corto o, a lo mejor, el mismo guion de cine que tiene que presentar al final del curso. Tanto es así que de regreso a casa se ha ido directamente al salón y se ha puesto a observar las fotos con suma atención. Cree, como yo, que la matrona de la foto familiar y la chica joven son dos personas distintas y que, de acuerdo con la información que le doy, tiene mucho sentido pensar que la joven es la madrastra. El entusiasmo de Fiona me resulta curioso, aunque ella lo ve con otra perspectiva distinta a la mía, de una manera ciertamente peliculera, con la misma imaginación que debe mostrar cuando se pone a leer las cartas del Tarot.

 

Por la tarde visitamos a Luke, el vecino, que nos invita a cenar. Está la familia al completo, incluida su hija, muy amable esta vez. Fiona ha causado sensación. Es buena conversadora y a todos les ha hecho mucha gracia su acento. Ha contado anécdotas de Dublín y hasta dos o tres chistes sobre borrachos irlandeses que han sido muy celebrados.

 

Ya al final, cuando estábamos a punto de marcharnos, Fiona se ha quedado mirando un momento alguno de los objetos gigantes que adornan la entrada y entonces el vecino nos ha llevado a una especie de granero, pegado a la casa, donde guarda el resto de su colección.

 

El recinto, iluminado de pronto con bombillas verbeneras, es el sueño de cualquier niño o el de cualquier amante del Pop Art. Nada más entrar nos topamos con un sacapuntas del tamaño de un cañón y en mitad de la nave parece como flotar una muñeca inflable de tres o cuatro metros que toca con sus trenzas rubias las vigas del artesonado. En una de las paredes laterales se distingue todo un anaquel con latas de Coca-Cola y de tomate Campbell, en claro homenaje a Warhol, y al fondo, entre dos estantes atiborrados de juguetes, cuelga un reloj de cuco descomunal semejante al de la película de Pinocho.

 

El nieto mayor de Luke se ha ido encargando de señalarnos todo aquello que más le gusta a él en este bazar de cachivaches aquejados de gigantismo, desde un teléfono inalámbrico luminiscente estilo años ochenta a un bote de Kétchup tan alto como un Bobby inglés. Encima de una mecedora, de gran tamaño también, está despatarrada una muñeca de trapo que parece la réplica de Pipi Calzas Largas. Luke me aclara que esa muñeca la diseñó él y que se inspira en su hija cuando tenía diez años. Fiona saca su smartphone del bolso y empieza a hacer fotografías. Otra de las paredes está tapizada con algunas de las viñetas más famosas de Roy Lichtenstein, como esa de la chica a punto de ahogarse que dice, en medio del remolino, “no me importa; prefiero ahogarme antes que pedir auxilio a Brad”. Fiona pregunta dónde puede conseguir una reproducción así y Luke le contesta que ésa en concreto no la encontrará en ningún sitio porque es una réplica confeccionada por él mismo; y luego, con un guiño, añade que hará otra con la cara de Angelina Jolie el día que inicie los trámites de su separación.

 

Fiona, ya en casa, con el pijama y recostada en el sofá del salón, charla un poco más conmigo, otra vez a vueltas con los retratos del piano. A las nueve o así se sube a su cuarto, aunque todavía la siento hablar por teléfono, con la luz apagada, un buen rato, casi hasta las diez.

28 de marzo

Fiona se marchó esta mañana a Nueva York. Quiere estar allí algunos días con una amiga. No me ha dado muchas explicaciones ni yo se las he pedido. Le di la llave del piso. Regresará el lunes. Ha sido una semana muy intensa emocionalmente. Ahora, con su marcha, me siento algo desinflado. Por suerte no ha habido grandes fricciones ni discusiones desagradables. Yo me he controlado mucho y le he dado la razón en casi todo. Me ha estado haciendo muchas preguntas sobre mi pasado, de la relación que tuve con su madre, de toda mi época londinense, ya tan lejana. Mis evasivas o mis generalizaciones le han soliviantado a veces, pero ¿quién puede acordarse fielmente de lo que hizo tiempo atrás? Mi hija quiere saber cosas que ni yo mismo recuerdo o que prefiero no recordar. ¿Para qué hurgar? Así se lo dije una de las veces y me espetó, con razón, que entonces por qué me preocupo yo de hurgar en el pasado de Martell. La contradicción está ahí. Si me cuesta trabajo ofrecer un testimonio fidedigno de mí mismo, ¿a qué viene buscarlo en otros?

2 de abril

Me acaba de llamar y me dice que se quedará varios días más en Manhattan. Se ha hartado del padre, supongo. Siempre ha sido así. Aprovecho para trabajar algo más en el libro. He escrito de un tirón el capítulo dedicado a la escritura experimental. Tiene un tono periodístico, algo facilón, aunque paradójicamente trato en él sobre los textos más arcanos o difíciles de la literatura española, de Tirano Banderas a Larva de Julián Ríos. Se me nota quizá cierta hostilidad. Descreo de toda literatura que pone demasiado énfasis en el juego verbal en detrimento del referente. No me interesa la cosificación del signo. El signo cosificado es intraducible. Y si de lo que no se puede hablar es mejor callarse, ¿para qué ponerse a leer lo que no se puede traducir?

4 de abril

Llevo ya días en casa, aislado. No hago sino escribir de la mañana a la noche en la monografía. He cogido carrerilla y puede que tenga terminado el libro mucho antes de lo que esperaba. Es extraña la manera en que funciona nuestra cabeza. Hace meses no me salía nada y ahora, casi sin proponérmelo, entretejo páginas y más páginas en unas pocas horas. Escribo confiado, gozoso, torrencialmente. Voy de aquí para allá, no sigo un curso lineal: en un capítulo exploro el empleo de la erudición humanista en la prosa del siglo XVI y en otro reflexiono sobre lo cotidiano en las novelas decimonónicas. Me salen frases redondas. Por ejemplo ésta: “La sacralización de la trivialidad es la mayor contribución (y seguramente el mayor extravío) del arte moderno.”

5 de abril

Me pasé esta mañana por la biblioteca. Mónica Schwegler me recibe con la sonrisa de siempre, sin mostrar la mínima contrariedad por mi ausencia de días, y tras interesarse por mi hija, me comunica que su madre ha conseguido hablar con la amiga de Martell, con Pat, y que cuando quiera podemos ir a visitarla. Le digo que perfecto, que por qué no este sábado, y ella me dice que sí, aunque me lo confirma mañana.

*

A Ray Siegel lo vi muy desmejorado. Me lo encontré yendo a recoger el correo. Iba arrastrándose. Le dije que me gustaría presentarle a mi hija cuando regresara, pero no pareció mostrar mucho interés, como si de pronto no supiera muy bien quién soy yo.

*

Hay relaciones que se mueren sin que uno se dé mucha cuenta de ello. Llevaba semanas sin saber nada de Julia. Era claro que algo pasaba. Hoy he recibido una carta escrita a mano en que me anuncia, de manera algo solemne, nuestra ruptura. Le ofrecen un puesto en UCLA y no puede desaprovecharlo. Nuestro compromiso le resultaba una gran carga. Tampoco le veía mucho futuro. Espera que sigamos siendo amigos. Remata la epístola con esta perla: “te agradecería que no me contestaras por el momento. La decisión es irrevocable, pero ¿quién sabe lo que puede pasar más adelante?”

*

Me siento razonablemente bien. Paso la tarde tumbado en el sofá del salón, con un bourbon en la mano y escuchando una y otra vez Je la mémoire qui flanche en la voz de Jeanne Moreau.

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