Poco a poco Arda Solís se iba metiendo en su monografía. El primer impulso, el más difícil, ya lo había dado en febrero, pero fue durante el mes de marzo cuando empezó a cosechar los frutos de su sostenido laboreo. Sin darse mucha cuenta de ello, escribiendo unas veces como un autómata y otras al buen tuntún, iba acumulando páginas y más páginas sin apenas retoques, tachones o renuncios. Así, el tercer capítulo dedicado a los cronistas de Indias lo había rematado en dos días; el siguiente, en el cual exploraba la intrincada relación entre fábula y sermón en la prosa barroca, lo había redactado en menos de una semana; el quinto capítulo, titulado “Pseudónimos y Máscaras”, le costó quizá algo más, sobre todo al principio, ya que planteaba el problema epistemológico de la identidad, aunque pronto había logrado ceñirse al asunto tratado, que no era otro que la construcción del yo literario en varios escritores españoles de la primera mitad del siglo XIX.
Solís en ese mes de marzo fue cambiando de rutina también. Iba cada vez menos al pueblo, raramente se pasaba por la biblioteca y en lugar de cocinar en casa, comía casi siempre en cadenas de restaurantes del tipo de Olive Garden o Applebee’s en Kingston, adonde bajaba casi todas las tardes después de sus diez o doce horas de trabajo.
El tiempo mejoraba imperceptiblemente. La nieve había casi desaparecido, las heladas eran cada vez más esporádicas y las praderas y bosques, con las montañas de fondo, presentaban ahora una gama uniforme de colores pardos y grises. El cielo azul, a veces tan intenso, presagiaba ya la inminente primavera.
No, Solís no se había olvidado del otro proyecto, ni del borroso pasado del difunto Martell, pero su curiosidad no era ya la misma o esa curiosidad chismosa que le había llevado a hurgar en cartas o conjeturar sobre posibles adulterios había dado paso a un interés algo más solemne por esta familia de judíos húngaros sacudida por el horror nazi. El testimonio de la señora Zimmerman había cambiado algo la perspectiva. No cabían frivolidades ni era cuestión de preguntarle, en una siguiente visita, si su hermana Esther tuvo relaciones en Budapest con el padre de Laszlo. ¿Importaba acaso? Mónica Schwegler parecía haberse ofendido por la sola posibilidad de plantear una cosa así. ¿Por qué hacer novelerías? Además, ¿era posible saber algo del pasado de otro? Solís era hijo de su tiempo. No lo podía remediar. La palabra era un simulacro de la realidad y la realidad del Holocausto era grito, gemido, dolor. ¿Cabía narrar el dolor? ¿O la felicidad? Seguramente no. Solo la lírica podía acaso expresar algún sentimiento intenso, pero la lírica le resultaba a Solís una forma de expresión poco menos que solipsista.
Había otros factores que le habían hecho distanciarse del caso Martell. Sin reconocerlo abiertamente, Solís se había enamoriscado de la bibliotecaria y durante unos pocos días, a finales de febrero, llegó a creer que ella también le correspondía en sus sentimientos. La visita a la residencia, la transcripción y el entusiasmo que había mostrado por las pesquisas en torno a la familia Martell parecían pruebas innegables de que Mónica Schwegler, alejada de su marido, aburrida quizá, había formado un lazo cómplice con ese español que venía casi todos los días a la biblioteca y se pasaba horas delante del ordenador consultando el Internet o garrapateando en un cuadernillo que se sacaba del bolsillo de la chaqueta. Y el lazo y hasta la complicidad pudieran estar ahí, ciertamente, pero a Solís le había bastado media hora de conversación durante aquel almuerzo en el restaurante italiano para comprender rápidamente que la bella y joven Mónica, tan grandota, tan sensual, tan sonriente siempre, era una mujer felizmente casada o, cuando menos, poco dispuesta a poner en peligro su matrimonio por un desconocido bastante mayor que ella. Lo había dejado claro, como suelen hacerlo las mujeres: una semana estaría ocupada y la siguiente se iba a San Diego a ver a su marido.
De modo que Solís dejó de aparecer por la biblioteca y desde los primeros días de marzo había vuelto paulatinamente al proyecto principal que le había traído a las montañas. El trabajo lo sustraía de ansiedades y de alguna que otra comezón, como la que le provocaba de un tiempo a esta parte Julia. ¿Por qué no le escribía más? Ni le escribía ni lo llamaba por teléfono, y las pocas veces que se animaba él a llamar, ella se mostraba distante. Las mujeres, en efecto, sabían muy bien cómo marcar las distancias o cuándo y cómo romper relaciones, al menos las mujeres que habían pasado por su vida. Su propia hija no era muy diferente. Había retrasado su llegada sin darle una clara explicación o, más bien, con una explicación sorprendente, como era que el padrastro le había regalado un viaje a Mallorca durante la Semana Santa y no podía desaprovecharlo. Pasaría diez días allí y no llegaría a Nueva York hasta el 24. No debería importarle aquel cambio de planes y, sin embargo, le dolía, como si de pronto se sintiera plato de segunda mesa, especialmente por el tono empleado por su hija al comunicárselo.
El trabajo, en todo caso, lo tranquilizaba. Si terminaba el libro para finales de junio, quién sabe, lo mismo podía dar un salto y pasar a otra universidad de más prestigio, y con ese consuelo o acicate se levantaba cada mañana con fuerzas renovadas.
Un martes, hacia la mitad del mes, apareció la viuda acompañada de un agente inmobiliario. Había llovido toda la noche y todavía, a las doce de la mañana, se sentía el correr del agua por los canalones de la casa con su constante gluglú. Solís, entre el ruido y enfrascado como estaba en su escritura, no había oído los golpes en la puerta, ni tampoco los pasos de la viuda y el agente, ya dentro, en el piso de abajo, hasta que subían por las escaleras.
17 de marzo
Lleva lloviendo desde hace dos días. No hay ya nieve, solo charcos y barro. Se ve muy brumoso el paisaje allá afuera, a esta hora de la tarde. Pronto anochecerá.
*
Esta mañana llegó la viuda con un agente inmobiliario. Se dedicó a enseñarle la casa durante un buen rato. Al hombre se le veía muy interesado y fisgoneó por todos los rincones. Yo me llegué a sentir un poco invadido en mi intimidad, por lo menos al principio. Me habían pillado con un aspecto innoble: barba de días, en pijama, sin duchar. A la media hora o así el agente se despidió y Pamela, con toda la naturalidad del mundo, dijo que llovía mucho, que no le apetecía salir y que si la invitaba a almorzar. Afortunadamente quedaban unas cuantas patatas y media docena de huevos y con ello hice una tortilla española, que me salió mucho mejor de lo esperado. Preparé también una ensalada de tomate. La viuda bajó un momento al sótano y se trajo una botella de vino francés, un Chassagne-Montrachet nada menos. Bebimos y comimos en la mesa del comedor, muy amigablemente. Pamela es una mujer muy atractiva. Tiene 46 años recién cumplidos, según me confesó. Esta vez traía el pelo recogido en un moño. Tanto si se la mira de cerca como de lejos es el prototipo (o el estereotipo, si se quiere) de la mujer blanca americana, rubia, alta, elegante, una especie de híbrido entre Gwyneth Paltrow y Diane Sawyer. No habla mucho, prefiere escuchar, aunque poco a poco se va soltando. Me cuenta su afición por el esquí, por los días que pasó en Hunter con su primo, del gripazo que pilló al final de su estancia, lo cual le obligó a marcharse a toda prisa a Nueva York. Hablamos luego de su marido y de cómo se conocieron. En efecto, tal como me dijo Ray Siegel, habían trabado amistad en el segundo concierto de Woodstock, una tarde tan lluviosa como la de hoy, en la cual habían terminado de barro hasta las cejas. Un año después se casaron en Vermont, de donde es ella. Me especifica que su matrimonio duró exactamente dieciséis años y cinco meses. Viajaban mucho, compartían lecturas, disfrutaban a fondo de la vida cultural neoyorkina. Solo lamenta no haber tenido un hijo, pero no pudo ser. Con bastante poco tacto me atrevo a preguntarle las razones. Me contesta con evasivas al principio, pero cuando me dirijo con ella al salón, con la bandeja del café, me suelta que Laszlo era infértil.
La miro extrañado.
-Ya me lo había advertido él antes de casarnos, pero yo no le hice mucho caso. Pensé que bromeaba. Laszlo era muy bromista. Nunca sabías si decía algo en serio o estaba tomándote el pelo. Yo hubiera querido adoptar, pero él siempre se negó a la idea. Fue mi única frustración.
Nos sentamos. Yo lo hago en la mecedora, ella en el sofá. Le sirvo café. Pasa la vista detenidamente por la sala, como si aquello le trajera recuerdos, y se queda luego mirándome, con una sonrisa algo desangelada. Se quita las botas, se acomoda, se sienta sobre su pierna derecha. De vez en cuando da algún sorbo a la taza que cobija entre las manos. Le pregunto por las fotografías del piano.
-Laszlo las colocó ahí muy al final, ya enfermo. Y añade con una sonrisa maliciosa:
-Sé que te intrigan.
Me hago el sorprendido.
-Sí, si, Enrique me lo ha dicho. Hasta me contó que estabas pensando en escribir un libro sobre el asunto…
-Mi amigo Enrique es otro bromista como lo era tu marido.
Pamela suelta una carcajada y se pone a hablar de la relación de los dos. Se veían mucho, se tenían gran aprecio. Antes de que nos desviemos, vuelvo a insistir en el asunto de las fotos. ¿Puede identificar a todos los personajes? Pamela se levanta y mira las fotos con atención, especialmente el retrato familiar.
-Las hermanas eran muy guapas, me dice. Trece y catorce años tenían al morir. Parece que murieron de tifus, aunque hay otra versión mucho más perturbadora.
-¿Y cuál es la otra versión?
-Que las mataron varios soldados rusos al poco de ser liberadas.
Hago un gesto de no entender.
-Querían violarlas. Estaban borrachos. Parece que salieron corriendo y les pegaron un tiro a las dos.
-Eso es demasiado horrible para ser verdad, le digo.
-Hay tantas cosas horribles… Laszlo prefería no mirar atrás. En todo caso, era muy pequeño. No vivió el horror tan de cerca.
-Pero perdió a su madre, a sus dos hermanas… Tuvo que ser muy duro. ¿no?
-Me imagino.
Pamela se vuelve a sentar. Ahora soy yo quien me levanto y cojo la foto de la pareja, aquella en que están sentados en el jardín.
-¿Quiénes son?, le pregunto.
-Los padres de Laszlo.
Le digo que para Luke la joven no es otra que la madrastra. Le paso el marco y lo mira con atención. Le comento que la mujer de la foto familiar es más gruesa y se parece poco a la joven sentada con el padre. Pamela menea la cabeza. No está tan segura. Con los años, me dice, se cambia mucho. Un peinado diferente, unos kilos de más, el ángulo de la cámara transforman la identidad de cualquiera. Dos fotos de una misma persona hechas en un intervalo de meses pueden hacerla irreconocible. Y aquí hablamos de años, de décadas… No hay que darle muchas vueltas: son los padres de Laszlo.
-¿Y los pómulos?
-¿Qué pómulos?
-Luke me asegura que los pómulos de la joven son los mismos que los de la madrastra…
-No lo sé. Me cuesta trabajo encontrar similitudes. Hay, además, otra cosa. Laszlo jamás hubiera puesto el retrato de su madrastra al lado de su madre.
-¿Tan mal se llevaba con ella?
-Digamos que no se llevaban.
Le pregunto si trató ella mucho a la madrastra y me dice que no, que estaba ya muy mayor y medio ida de la cabeza. La ingresaron en una residencia al poco de estar ellos casados y era Laszlo, mayormente, quien iba a visitarla, aunque tampoco mucho. Curiosamente tenía más relación con la hermana de Esther, con Lía. Le cuento que la visité el mes pasado. Se ríe de mi curiosidad. “Enrique va a tener razón”, me dice, y yo le digo que hay muchos aspectos en la vida de su marido que me parecen fascinantes.
-Toda vida es fascinante, a poco que nos pongamos a ello.
Me pregunta entonces por la mía, si estoy casado, si tengo familia, cuántos años tiene mi hija, dónde vive, por qué está tan alejada de mí. Contesto como puedo, con alguna incomodidad, y cuando hace una pausa, vuelvo a la carga y le pregunto si su marido nunca se paró a describirle las fotos del piano. “Las fotos, las fotos”, me dice Pamela con impaciencia. Y añade:
-Cuando las sacó del baúl donde las tuviera guardadas estaba ya muriéndose. Me dijo que eran de sus padres en Hungría y ya está. No hubo más preguntas.
Le pido disculpas por mi malsana curiosidad. Ella se sonríe. Le dice que lo entiende y que dado el interés que muestro por su marido, me mandará toda una serie de testimonios de alumnos suyos y de ella misma en el último homenaje que le hicieron.
-Pero a mí me interesa mucho más el Laszlo privado…
Sin prestar atención a lo que le digo, Pamela se levanta del sofá y se dispone a colocar la foto de la pareja en el piano. De pronto, se vuelve a sentar, destornilla la parte posterior del marco y extrae luego la foto con sumo cuidado.
-Mira lo que pone en el reverso.
Me pasa la foto. Hay tres versos escritos a pluma, con una caligrafía antigua, hecha toda de garfios, aunque muy clara, si no fuera porque está en una lengua totalmente extraña, en húngaro probablemente. Un corazón debajo, traspasado por una flecha, tiene en la punta las iniciales E y T.
-¿Esther y Tommy?
-¿Quién es Tommy?
-El padre de Laszlo, ¿no? Así dijo que se llamaba Lía.
Pamela niega con la cabeza.
-El nombre del padre era Gabriel o Gabi.
Yo insisto en lo contrario. Pamela es tajante:
-Gabriel. Aparte de oírselo a mi marido, lo he visto en varios documentos oficiales.
No se lo discuto. ¿Qué pueden decir esos versos? Pamela saca su iPhone y abre el traductor de Google. Escribe el primero:
Úrnőm, amikor belép, futófelület a földön
En inglés se lee lo siguiente:
My mistress, when you enter, treads on the ground
Le digo entonces que espigue ese verso en la red. De inmediato obtenemos la respuesta. Se trata de tres versos del soneto 130 de Shakespeare:
My mistress, when she walks, treads on the ground:
And yet by heaven, I think my love as rare,
As any she belied with false compare.
*
No me puedo dormir, pero tampoco me siento ya con ganas de continuar escribiendo en el diario. Doy vueltas y más vueltas a los acontecimientos de hoy.
18 de marzo
Pamela se marchó muy temprano. Me deja una nota escueta. “Te mandaré lo que me pides. Y gracias por todo”.