Los días previos a la llegada de su hija Solís estuvo muy alterado. Llegaba el domingo y aún no sabía de cierto si se quedaría en las montañas hasta el inicio del curso o en su apartamento de Manhattan. En la última conversación telefónica habían vuelto las suspicacias, los silencios, el recurrente distanciamiento entre los dos. Al final lo único que le había quedado en claro era el número de su vuelo, la hora de llegada y que él estaría en el aeropuerto para recogerla. Solís prefería no pensar en nada más, pero tampoco era capaz de pensar en otra cosa. Su hija entraba de repente en su vida y ese solo pensamiento le producía inquietud, a la vez que sentimiento de culpa. Había sido siempre un padre ausente. En rigor ni siquiera podía considerarse padre, sino progenitor. El verdadero padre era el padrastro. Así se lo había dado a entender su hija en más de una ocasión y a gritos la última vez que estuvieron juntos. ¿Por qué venía ahora? ¿Conveniencia, casualidad, deseos de reanudar una relación nunca antes anudada? Solís no quería especular, pero sospechaba que la imagen idílica que de vez en cuando le presentaba la madre no era tan cierta. Su hija llevaba el tren de vida propio de una niña rica y ociosa. Había estudiado en los mejores colegios de Dublín y ahora, en lugar de iniciar una carrera universitaria, picoteaba aquí y allá: en el otoño había estado en París haciendo un curso de gastronomía y esta primavera se apuntaba a un curso de escritura de guiones en la Universidad de Nueva York. Tanta libertad en los estudios le disgustaba. Solís no creía en el diletantismo. Ciertamente dedicarse al arte culinario tenía su razón de ser dado que el padrastro era dueño de una cadena de restaurantes, pero ¿coquetear con el séptimo arte? No entendía muy bien por qué el padrastro le pagaba este último capricho. ¿No quería que siguiera sus pasos? En los pocos momentos de intimidad que había tenido con su hija, allá en Tossa de Mar, le había confesado que su padrastro estaba obsesionado con que todos sus hijos, incluida ella, entraran a formar parte del negocio familiar. Solís no lo había visto mal. Su hija no se caracterizaba precisamente por ser buena estudiante ni parecía tener una vocación definida. El negocio próspero del padrastro le parecía a este padre lejano y ausente un buen porvenir, especialmente para alguien como su hija acostumbrada a gastar y a no privarse de nada. Quizá habría oportunidad de volver a hablarlo en su nueva estancia, aunque esta vez Solís se había prometido a sí mismo adoptar un papel mucho más indulgente, algo así como un tío bonachón que escucha y asiente y raramente juzga o amonesta.
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El invierno se alejaba. Las praderas apenas conservaban ya algún parche de nieve y aunque las mañanas eran todavía muy frías y el bosque, a lo lejos, mantenía su gama monótona de colores grises y pardos, los signos inconfundibles de la primavera estaban ya allí, desde el gorjeo estridente de los pájaros al alegre murmullo del agua casi en cada rincón del campo, todo él atravesado de manantiales, de riachuelos y de recoletos estanques con su sauce llorón y sus patos retozando por la orilla. Solís llevaba ya días sin escribir un solo renglón ni tampoco tenía concentración suficiente para leer o corregir lo escrito. Inquieto, ansioso, lleno de desazón, daba largas caminatas por el monte o recorría sin rumbo cierto las carreteras locales. Una de las veces llegó hasta el pueblo de Woodstock, a más de siete millas de donde vivía, se tomó un sándwich de huevo con un café caliente en uno de los varios cafés a pie de carretera y regresó a casa, ya más renqueante, casi arrastrándose al final, pero con la paz interior que le procuraba el cansancio y el ameno recuerdo de las muchas estampas campestres retenidas en la memoria. El andar contemplativo lo tranquilizaba tanto o más que la música, al menos esa música atonal que escuchaba machaconamente mientras miraba los retratos fantasmales del piano en el salón de la casa.
Estos últimos días apenas se había acordado de Martell o de su pasado, aunque quien no parecía olvidarse del proyecto era Mónica Schwegler. Por su cuenta, sin consultas previas, le comunicaba en un sucinto email que había concertado una nueva cita con la señora Zimmerman el jueves al mediodía, pero esta vez, en lugar de entrevistarse con ella dentro de la residencia, quedarían a la entrada para llevársela luego de paseo por los alrededores. Solís había leído ese email casi un día después, la misma mañana del jueves, mientras desayunaba en el Dunkin’ Donuts del pueblo, así que le respondió a la bibliotecaria con un escueto “allí estaré”, que de inmediato se vio correspondido con un “sí, pero antes ven a recogerme”. La respuesta le arrancó una sonrisa. ¿A qué venía de pronto tanta desenvoltura y confianza? Solís se terminó el café y regresó a la casa hasta la hora de la cita.
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Horas después allí estaba él con la bibliotecaria y la viejecita caminando despaciosamente por una carretera flanqueada de casas, algunas mejores que otras, pero casi todas con su porche de madera, su puerta de garaje blanca o roja y en algún rincón, detrás de un árbol o en el patio del fondo, una lancha motora tapada con una lona. De vez en cuando, entre casa y casa, se oteaba la franja verdosa del río Hudson. Al cabo, en un último recodo, la carretera pasó a convertirse en un caminito arbolado y en cuesta por el cual fueron bajando. Era un mediodía radiante, de cielos muy azules, con una brisa fresca que se acentuaba a medida que se acercaban al río. Lía Zimmerman andaba con paso firme y hablaba todo el tiempo, de su rutina diaria, de otros paseos primaverales, del paisaje tan igual de los Cárpatos, allá en su remota juventud. Por fin llegaron a un embarcadero. El Hudson desde allí se aparecía majestuoso, imponente, como un fiordo primigenio en mitad de los bosques. Al final del embarcadero, ya muy metido en el agua, había una especie de cenador con varios bancos y allí fueron a sentarse. El cabello suelto de Mónica Schwegler ondeaba al viento. Solís se levantó en seguida y se quedó de pie, apoyado en la baranda de madera, mientras miraba extasiado el paisaje. Lía Zimmerman hablaba y hablaba, aunque su discurso era por la mayor parte deshilachado, incoherente, un zigzag que iba del pasado al presente o se enredaba en un burujo de perturbadores disparates, como cuando dejó caer que estaba todavía en Auschwitz o que el régimen abierto del que ahora gozaba no podía durar mucho más.
La bibliotecaria esta vez se había traído una cámara de vídeo, pero pronto se cansó de grabar viendo que la anciana, además de desvariar, hablaba sólo de su trabajo de enfermera o de sus muchas amigas, ya casi todas fallecidas. Solís intentó varias veces reconducir la entrevista hacia un terreno más personal, pero no hubo manera. Aquello se asemejaba a un diálogo de sordos. Si se le preguntaba por sus días en el campo de concentración, decía que la comida en la residencia era mucho mejor, y lo decía sin el menor atisbo de ironía; si se le nombraba a Laszlo, afirmaba no conocerlo o lo acusaba de “mujeriego impenitente”. Y si se le pedía explicaciones por tal acusación, se disculpaba y aclaraba que se refería a un tío suyo que se llamaba también así. Por lo menos el doble matrimonio de Esther sí pareció quedar resuelto. Según la viejecita, el padre de Martell y la madrastra se habían casado en Budapest a principios de 1946 y, al poco, se habían trasladado a vivir a París, donde el padre tenía un tío instalado allí desde mucho antes de la guerra. Sin embargo, la experiencia parisina no había sido ni mucho menos del agrado de su hermana y pronto surgieron desavenencias en el matrimonio. A los dos años Esther Zimmerman se vino para Nueva York, donde ya vivían ella y su otra hermana. En principio iba a ser una visita de dos o tres meses, pero aquello se prolongó hasta convertirse en una estancia permanente. No hubo nunca ruptura entre ellos ni se habló de divorcio. El padre de Martell esperó pacientemente el retorno de su mujer y por fin, al cabo de casi dos años de separación, en 1950 ó 1951 (Lía Zimmerman no lo sabía exactamente), Esther regresó a París durante un verano y, a la vuelta, se trajo con ella a Tommy y al niño.
Al escuchar Solís el nombre de “Tommy” no pudo por menos de señalarle que su cuñado aparecía como “Gabriel” en varios documentos y en otro constaba que se había casado con su hermana en París en 1951. La señora Zimmerman, arrebujada en el chal, pareció no entender al principio y luego negó rotundamente con la cabeza. Ella siempre había oído llamarlo Tommy, ya desde niña y, por supuesto, el día de la boda en Budapest, poco después de terminada la guerra. La bibliotecaria citó los datos del censo que había consultado. «Pues Ud. debe saber mucho más que yo de mi hermana y de Tommy», le había contestado la vieja con cierta sorna.
En el camino de regreso, con andar moroso, la anciana volvió otra vez a contarles lo extraño que le parecía que de un tiempo hasta parte le dieran a ella y a otros cuantos privilegiados la libertad de poder salir del Lager, circunstancia que no entendía muy bien, aunque sospechaba que a lo mejor significaba que muy pronto, quizá mucho antes de lo que pensaba, fuera a reunirse con sus queridos padres.
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Tras dejar a Lía Zimmerman en la residencia, Arda Solís se creyó en la obligación de invitar a almorzar a Mónica, aunque estaba seguro de que ella pondría alguna excusa. Sin embargo, Mónica le pidió que se pasaran por la casa de sus padres y que allí comerían algo. Uno de los aspectos que más le atraía a Solís de los Catskills era la hospitalidad de la gente. En cuanto había la menor oportunidad, le invitaban a comer a uno o a cenar, y una vez en la casa, durante la conversación, enseguida intimaban y hablaban de cuestiones personales sin mayores reparos.
La madre de Mónica apenas se parecía a su hija. Menuda, habladora, muy gesticulante, uno podía entrever, a través de la vivacidad de los ojillos y en su nariz respingona, a la joven pizpireta de otrora. Se hicieron las presentaciones. A la madre le llamó la atención el inglés impecable del español y dijo, entre risas, que se esperaba a alguien con el acento de Antonio Banderas. Después continuaron hablando amigablemente en la cocina, los tres de pie, mientras madre e hija preparaban la comida, y al terminar, pasaron al amplio comedor, de estilo muy sobrio, como la cocina, con su estufa de leña en un rincón, la mesa de roble en el medio y, al fondo, un aparador adornado con una hilera de platos floreados de porcelana. El color blanco de las paredes le daba a toda la sala un aire ascético, casi religioso.
La comida fue bastante frugal, pero deliciosa. Una ensaladilla, unas berenjenas rellenas y uvas. La madre habló mucho de su infancia, de su matrimonio, de la crianza de sus hijos. Solís descubrió que Mónica era la más pequeña y que sus dos hermanos mayores, lo mismo que su marido, servían en el ejército. El padre había trabajado durante años en una compañía de seguros, aunque ya estaba jubilado. El matrimonio se dedicaba ahora a viajar. Habían estado en Europa varias veces y en España durante una semana inolvidable. La madre le hizo muchas preguntas sobre Madrid. Solís había contestado con cierta desgana. Tampoco él había vivido tanto tiempo en la capital española. A los 22 años, nada más terminar la carrera universitaria, se había ido a Inglaterra de profesor visitante y diez años antes, en la adolescencia, de sus doce a sus quince, tras la muerte del padre, se lo había pasado en Austin, en casa de los abuelos maternos. Su vida era muy poco española, si se iba a ver, aunque él se sentía ante todo español. Pensaba, escribía y vivía dentro de las coordenadas de España. Era, según acostumbraba a decir, un español vocacional. “¿Y tu madre?”, le preguntaron las dos casi al unísono. Arda Solís les dijo que su madre era de origen mexicano, pero tejana de pura cepa, con un fuerte acento sureño, criada en un rancho, aunque a lo mejor el acento se le había mitigado algo, ya que, desde hacía más de veinte años, vivía en Australia con su segundo marido. Las dos hubieran querido saber algo más, pero a Solís no le gustaba hablar de sí mismo ni, menos aún, de su madre, y en cuanto pudo desvió otra vez la conversación hacia la otra madre que tenía delante, y así supo que su marido era de aquí, como sus tres hijos, pero que ella había nacido y estudiado en el pueblo de Phoenicia. Inmediatamente Solís se acordó de Pat.
-Yo conozco a alguien de allí, una mujer que tendrá más o menos su misma edad.
La madre le preguntó cómo se llamaba. Solís sabía el nombre y el apellido por las cartas y se lo dio completo.
-¿Patricia Klupper? Claro que sí. Yo fui muy amiga de su hermana. Tiene cuatro o cinco años menos que yo. ¿De qué la conoces?
Solís mintió a medias diciéndole que un viejo colega, ya muerto, había salido con ella durante algún tiempo y hablaba mucho y muy bien de ella.
-Qué curioso. Pat era muy hippie de joven. Estuvo hasta en una comuna en California. No sabía que desatara ese tipo de pasiones. Se casó ya algo mayor. Tiene dos hijos, los dos muy guapos. Deben tener la edad de mi hija Mónica aproximadamente. Es maestra en una escuela.
-¿Y qué pasó con la hermana? Creo que tenía problemas con el alcohol…
La madre puso cara de extrañeza.
-¿Joyce? No, pobrecita. Fumaba mucho, eso sí. Murió de un cáncer de pulmón hace unos años. Solís le pidió la dirección de Pat. -No la tengo, pero no creo que sea difícil localizarla. Enseña en Hurley, en la escuela pública. O por lo menos lo hacía hasta el año pasado. Es muy simpática y estará encantada de hablar contigo, especialmente si el tema es uno de sus novios.
La conversación se interrumpió con la llegada del padre de Mónica, un señor enorme, con barba de papa Noel y una calva oronda que por momentos le hacía semejante a Enrique VIII, si no fuera por la camisa de camionero y unos ojos muy azules y muy dulces, los mismos ojos de su hija. Solís, tras los saludos de rigor, miró el reloj y con cierto pesar, pues le habría gustado continuar la velada, se despidió. Mónica le acompañó hasta el porche y allí, tras darle un apretón de manos, le deseó suerte con su hija.