Arda Solís pasó la tarde del ocho de abril trabajando en su monografía y, llegada la noche, después de cenar, se puso a traducir muy libremente una carta de más de mil palabras que Fiona le había entregado poco antes de marcharse a Nueva York. Bilingüe como era, Arda solía redactar en inglés sus trabajos académicos, pero se reservaba el español para sus diarios y para todo aquello que le tocaba en lo más hondo. La carta de su hija no era precisamente halagüeña, pero al profesor le había agradado sobremanera la soltura con que estaba escrita, de manera que, como otras veces, decidió hacer una versión españolizada. Cuando terminó la traducción se fue a la cama, apagó la luz y estuvo algún tiempo desvelado, no se sabe si por remordimientos de conciencia o porque se había tomado un café demasiado cargado a media tarde. El caso es que, harto de dar vueltas, volvió a encender la luz, repasó la traducción y luego, sin levantarse de la cama, con el portátil apoyado en sus rodillas, tecleó una respuesta un tanto atropellada que, con algunas modificaciones, mandó por email al día siguiente. Debajo están los dos testimonios.
Carta al padre
Hace ya mucho tiempo que estaba deseando declarar abiertamente mis sentimientos hacia ti o, más bien, mis resentimientos y hasta mis resquemores. Te diré, por lo pronto, que me resultas un gran desconocido. Apenas sé nada de ti y lo poco que sé me ha llegado siempre a través del sesgado filtro de mamá, nada favorable, como puedes imaginar. Nunca me ha quedado clara vuestra relación. ¿Vivisteis alguna vez juntos, llegasteis a ser pareja, estuvisteis alguna vez enamorados? Yo lo dudo. Mi impresión es que lo vuestro fue un romance veraniego que terminó con un embarazo no deseado. ¿Me equivoco? Mamá ha perpetuado el mito de la pareja feliz que de pronto se deshace por la irresponsabilidad y el egoísmo de una de las partes, pero hay muchas cosas que no me cuadran. No hay una sola fotografía mía de bebé junto a ti. Ni una sola. La primera foto en la que se nos ve a los dos juntos tengo ya por lo menos siete años. Claro que si te digo la verdad habría preferido mucho más no haber sabido nada de ti. Tus pocas apariciones durante mi niñez fueron siempre devastadoras. Tengo muy vivos recuerdos de ello. La primera vez todavía vivíamos en Londres. Llegaste con regalos y me sacaste por ahí; fuimos al parque, al cine, al zoo, comimos en restaurantes, me contaste historias divertidas, exóticas; y cuando más ilusionada estaba, ¡zas!, desapareciste y ya no te volví a ver en otros dos años, siempre a la espera de tus cartas, que raramente llegaban, y cuando llegaban eran siempre decepcionantes: unos cuantos renglones y poco más. Claro que aún era peor cuando recibía una carta voluminosa con tus historias y tus hilarantes anécdotas porque entonces mi anhelo por el padre que me faltaba era mucho mayor. Sí, definitivamente habría preferido mil veces que no fueras parte de mi vida. Mi padrastro en comparación ha sido una presencia mucho más positiva; nunca me ha producido ni ansiedad ni falsas ilusiones. Mi padrastro ha sido para mí lo que tiene que ser un padre: alguien que está allí cuando se le necesita. En cambio, mi relación contigo -sobre todo de niña- ha sido algo morboso. No creo en el psicoanálisis ni en el complejo de Electra, pero he sufrido mucho con tus ausencias. Y tu presencia actual tampoco es que me ayude mucho. Te falta tacto. Actúas como si lo supieras todo de mí. Además, eres muy faltón. Te gusta chinchar y llevar la contraria a toda costa. Mi madre ahí tiene toda la razón. Basta que te diga que el color verde me gusta para que saltes con que las plantas, las hojas y todo lo que tiene clorofila te resultan la cosa más horrorosa que existe. Disfrutas polemizando y no hay nada que te divierta más que poner en solfa las opiniones de tu interlocutor. Es un defecto muy español, como tú mismo me reconociste algún tiempo atrás. Otro defecto o problema, aun mayor, es creer que solamente a través de la escritura se llega a ser persona, creencia esta que por desgracia me has inculcado, pese a estar convencida de que la escritura personal y narcisista (toda esa literatura confesional que tanto te atrae) es ciertamente una actividad nefasta, algo tan nocivo como tatuarse el cuerpo o meterse humo en los pulmones. Escribir sobre uno mismo, a tontas y a locas, puede que no mate ni produzca enfermedades, pero trastorna claramente nuestra percepción de la realidad. Quien escribe cree ilusoriamente que domina el mundo. Es un ridículo espejismo que compartimos con los pueblos primitivos. Uno se pone a escribir y ya piensa que posee algo, como el brujo del Vudú que clava alfileres a un muñeco. Todavía me acuerdo del consejo que me diste hace algunos años cuando una compañera de clase me hacía la vida imposible. Me dijiste: “escribe de ella, haz su caricatura, conviértela en un muñeco de trapo y zarandéala luego”. ¡Ay, padre, cuánto mal me hiciste al proponerme algo así! Porque, en efecto, la palabra es un arma poderosa, pero muy dañina también. Uno cree que domina y que controla la realidad, pero en el fondo lo único que domina y controla con la palabra es una ilusión, un espectro, una mentira. Toda construcción verbal es una fantasmagoría, es humo, es nada… ¡menos que nada! La escritura es una cosa antinatural, algo artificioso que nos separa más y más de la realidad. Tú ahora andas empeñado en recuperar la vida perdida de un profesor judío y lo único que haces con ello es recrear verbalmente una realidad totalmente mixtificada, inexistente. ¿Quién sabe lo que le pasó a ese señor o le dejó de pasar? Mejor te vendría explorar tu propio pasado. ¿Sabes algo de tus padres? ¿Te has parado a pensar por qué jamás has mantenido una relación estable con ninguna mujer? Los supervivientes del Holocausto son un asunto muy alejado de tu vida, a no ser que quieras escribir una novela… o un guion de cine. Te advierto que en ese sentido puede que al final me valga yo de alguna de tus indagaciones y pesquisas. Cuando estuve en Francia el otoño pasado una de mis compañeras de cuarto estaba leyendo Las benévolas, una novela en la cual se pone voz a un oficial de la SS, un nazi sin escrúpulos que cuenta con indudable salacidad y “gusto” la plétora de crímenes y ejecuciones en masa que los alemanes llevaron a cabo durante los seis años que duró la guerra. Yo leí las primeras doscientas páginas (de las más de mil que tiene) y terminé harta de tanto horror, de tanta muerte, de tanta maldad. Si ya de por sí la humanidad soporta mal la mucha realidad, ¿qué decir de aquella inhumanidad que se cuenta con pelos y señales? Es inútil ponerse en la piel del verdugo o de la víctima, a no ser que pretendamos hacer un ejercicio retórico tal como se hacía en la Antigüedad, según te leí en uno de esos sesudos artículos que publicas de vez en cuando. ¿Quieres hacer eso tú, personificar la vida de un superviviente? Porque si es así, tendrás que echarle mucha imaginación. En la novela que te comento hay un pasaje en donde se describe una ejecución en un bosque en la cual los que van a ser ejecutados se ven forzados a cavar la fosa donde serán enterrados y, según cavan, les empieza a brotar agua de la tierra hasta convertirse aquello en un fangal. No sé si el novelista -un norteamericano que escribe en francés y es de origen judío- lo leyó en alguno de los testimonios que encontró o se lo imaginó. No lo sé, pero el efecto que consigue es tremendo. También te leí en algún sitio que los historiadores renacentistas empleaban detalles imaginados cuando recreaban episodios verídicos a fin de infundirle mayor veracidad a la narración… En fin, ojalá me hablaras más de estas cosas en lugar de chincharme tanto. Te conozco muy poco, padre, pero ese prurito tuyo por el comentario impertinente, por buscarle las vueltas a todo, te convierte en un ser casi imposible para la convivencia. En la semana escasa que hemos pasado juntos me has dicho que soy frívola y gastosa, que debía dedicarme a la cocina, que la creatividad, como decía Dalí, está en los testículos, que si las mujeres copan las universidades no es porque seamos más listas o más aplicadas, sino porque somos más obedientes, más miméticas, menos imaginativas. El cúmulo de ofensas es interminable. Eres un machista contumaz, irredento, sin el menor pudor ni disimulo, lo cual explicaría en buena parte la dificultad que has tenido siempre con todas tus mujeres, incluida yo. Siento ser tan dura y decir a lo mejor cosas que no esperabas, pero creo que ha llegado el momento de cantarte las verdades de una vez. Estoy cansada de guardar las formas contigo. Si es que queremos tener una relación auténtica (teniendo en cuenta la distancia en la que hemos estado durante tantos años) es absolutamente imperativo hablar a calzón quitado, una expresión que te oí una vez y que me hizo mucha gracia. En todo caso, no está todo perdido entre nosotros, ya que compartimos el amor por la palabra escrita (para bien o para mal) ahora que el amor por la palabra escrita (para bien o para mal) está desapareciendo… But I digress. Es hora de concluir. No me tomes a mal mis recriminaciones; otro día, si no te sientes muy ofendido, te mandaré el argumento del guion que quiero escribir. Me gustaría que colaboráramos, aunque sé que tengo rival. Te lo diré como mujer, no como hija: la bibliotecaria te mira con buenos ojos. No debería decírtelo porque sé que así lo único que consigo es agrandar tu vanidad de hombre… No diré ya más. Punto y final.
Respuesta
Querida hija:
Has puesto en la cabecera “Carta al padre”, pero la referencia literaria no puede andar más descaminada. Yo soy todo menos un padre autoritario, frío o distante. Además, no creo que sea necesario recordarte que el neurótico checo jamás se atrevió a mandársela. Déjame aclararte, por si acaso, que no me ofende ni me molesta nada de lo que me dices. Las quejas que viertes en la carta no son precisamente nuevas. Te las llevo oyendo desde hace años: que si soy metijón, que si soy un machista, que si te he inoculado el virus de la literatura… Esto último es lo que más gracia me hace. ¿Cuándo te he dicho yo que te dediques a escribir? Más bien te he aconsejado lo opuesto y me acusas por ello de menospreciarte o de querer mandarte a la cocina. Aclárate, hija mía. No seas tan contradictoria. Si, como me dices, la literatura confesional es peor que un tatuaje, ¿por qué te tatúas con tus penas y, de paso, me quieres tatuar a mí? No estoy orgulloso de mi condición de padre ausente o de haber tenido un escaso papel en tu crianza o educación, pero tampoco puedo flagelarme por ello. Tu madre se opuso siempre a que en los veranos pasaras temporadas conmigo y tampoco aceptó, acuérdate, la propuesta de que estudiaras un año en Nueva York. No hace tanto tiempo de aquello. Tu madre y yo éramos muy jóvenes y es verdad que tu nacimiento fue todo menos previsto o planeado, pero te aseguro que los dos apostamos por la relación, al menos al principio. No funcionó porque no podía funcionar. Somos caracteres opuestos. La separación fue lo mejor que nos pudo pasar a los dos… o a los tres. Tu padrastro te ha proporcionado un bienestar que difícilmente lo hubieras tenido conmigo. En todo caso, no parece que tenga mucho sentido ponerse a especular con futuribles. Aceptemos el pasado tal como es y hagamos lo posible por mejorar nuestra relación actual. Creo que no es tan mala. Yo, por mi parte, intentaré controlar mi tendencia a la controversia, especialmente contigo, aunque tú deberías también acostumbrarte a escuchar opiniones contrarias. A veces siento que eres un poco intolerante no ya solo a recibir críticas, sino ante cualquier observación o comentario que no coincida con tus ideas. Yo puede que sea criticón, pero a mí me parece que tú eres demasiado susceptible. Y no es bueno. En el fondo refleja inseguridad. No hay gente más ridícula ni más infeliz que los muy suspicaces o los que se toman a sí mismos demasiado en serio. En ese sentido creo que escribir te puede venir bien. La escritura no sé si te resguardará de la realidad o si te alejará, como tú piensas, pero desde luego te hará ver que, en efecto, cualquier opinión es un juego de palabras o, si se quiere, un ejercicio retórico. Yo abuso algunas veces de eso, lo reconozco. No deberías tomármelo a mal, aunque jamás se me ocurriría argumentar contra el color verde que ahora empieza a mostrarse por estos campos. ¡Mi gusto por el debate tiene un límite! En cuanto a la idea de emplear la historia de Martell para tu guión, estaré encantado de colaborar contigo siempre que no conviertas el asunto en una truculencia a lo Tarantino o en un dramón del tipo de La decisión de Sofía. Me atraen enfoques más sutiles, menos peliculeros. ¿Viste alguna vez Hiroshima mon amour? Pues a mí me gustaría hacer una cosa así, algo oblicuo y aparentemente sin mucha relación con el horror del pasado. El dolor, todo dolor -hasta un dolor de muelas- es una experiencia inefable que solamente se puede expresar mediante metáforas y alusiones. Si se intenta narrar directamente, de manera realista, no salen más que muecas y aspavientos. En fin, seguimos hablando de ello cuando vengas otra vez por aquí. ¿Te animarías a hacerme una visita este fin de semana? Podríamos hasta pasarnos por la fiesta de cumpleaños de la bibliotecaria. Sí, la bibliotecaria. ¿Tú crees que me mira con buenos ojos? Yo no estoy tan seguro. Puede que sienta curiosidad, pero de ahí a que yo le haga tilín… Es una chica sensata y muy formalita. Está casada. Parece muy seria. ¿Cómo se va a interesar por un viejo como yo? No te niego que me guste, pero hace ya tiempo que me he hecho a la idea de que no hay ni puede haber nada entre nosotros, salvo una buena amistad. Llámame si te decides a venir. Besos
…
Arda Solís envió esa mañana el email desde la biblioteca y muy poco después recibió la contestación de su hija, un mensaje escueto, escrito a toda prisa, con frases banales del tipo de “ojalá a partir de ahora haya más confianza entre nosotros”. No había por su parte el menor deseo de abundar en nada de lo expuesto anteriormente. El frío mensaje terminaba con estas palabras: “Lo siento, pero me es imposible hacerte una visita este fin de semana. Estoy muy ocupada. Disfruta de la fiesta de cumpleaños. Love, Fiona”.