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Novela por entregasXXII. La caseta del bosque

XXII. La caseta del bosque

Arda Solís vivía desde el inicio de la primavera en un estado de creciente melancolía, propiciado en parte por la ruptura con su novia y en parte por los dimes y diretes que se traía con su hija. Según avanzaba el mes de abril, los días se iban volviendo cada vez más largos, con más luz, aunque muchos de esos días amanecían grises o se iban encapotando poco a poco hasta terminar en tardes brumosas de fina lluvia y olor a pasto mojado.

 

Llovía a menudo, pero no hacía ya ningún frío.

 

Solís mantenía su rutina de trabajo sin mayores alteraciones. Escribía al menos cuatro horas por la mañana y otras dos o tres por la tarde, y así, un poco a trompicones, sin demasiados escrúpulos formales ni grandes exigencias teóricas, iba completando su monografía sobre la mímesis en la literatura española. El laboreo diario le producía cierta paz interior, sobre todo cuando al levantar la vista de su escritorio se topaba con la extensa pradera, allá afuera, cada vez más verdeante.

 

A veces, si le acompañaba el buen tiempo, se daba un paseo por el bosque hasta llegar a la cantera, cuyas paredes musgosas y su charca, vistas desde arriba, desde el mirador, infundían un extraño aire de lugar medio encantado, como encantada y extraña le parecía a Solís, siempre que estaba allí, la caseta de piedra que se apostaba al borde del tajo.

 

Una tarde forzó la puerta, medio rota, y entró. Dentro no había más que una percha que debía haber servido para colgar la ropa de los bañistas y un viejo escritorio lleno de polvo. Otra tarde lo limpió y otra se trajo una silla plegable y su portátil y se quedó allí trabajando durante unas horas, experiencia que fue repitiendo cada vez que no se sentía muy inspirado en la casa.

 

El silencio en el interior del pétreo cobertizo era casi total, salvo por el lejano rumor que venía del río y el graznido de alguna urraca.

 

Una de las veces en que más enfrascado estaba en su trabajo sintió voces muy a lo lejos y luego, cada vez más próximas, risas infantiles que fueron resonando por las paredes de la cantera como en el patio de un colegio. Miró a través de uno de los ventanucos y allá, al fondo, vio a Luke y a sus dos nietos, que parecían estar compitiendo para ver quién conseguía deslizar más lejos, por la superficie de la charca, los cantos que iban tirando.

 

Salió Solís de la caseta y fue bajando por la escalera de piedra. Tras la sorpresa inicial, el viejo Luke, lleno de regocijo, le dijo que también Laszlo acostumbraba a recogerse allí cuando llegaba el buen tiempo.

 

– Era como una especie de refugio. O de santuario más bien, añadió Luke.

– ¿No lo utilizaban de vestuario cuando se venían a bañar?

– Sí, claro, pero le daban otros usos. Laszlo una vez, medio en broma, me aseguró que se venía a la cantera a meditar y recordar a sus muertos.

– ¿No estuvo escondido en un bosque durante la guerra?

 

Luke hizo como que asentía. Uno de los nietos, el más pequeño, un niño muy rubio, se acercó y le pidió que tirara de una vez, que era su turno. El abuelo, con destreza, volteó el brazo y arrojó una peladilla, que fue dando saltos por la quieta superficie del agua hasta ir a chocar contra el rocoso muro del fondo. Los dos nietos, al unísono, lanzaron una exclamación de júbilo y se fueron corriendo a remedar lo hecho por el abuelo.

 

– Este lugar, prosiguió Luke, tenía una importancia especial para la familia. Venían mucho. No eran muy religiosos, pero más de un otoño celebraron aquí esa fiesta judía en la cual toda la familia se mete en una tienda…

– La fiesta de los tabernáculos, precisó Solís.

– El padre y la madrastra se pasaban también aquí muchos sábados. Incluso en invierno. Laszlo después siguió la tradición, aunque a su manera. Decía que de vez en cuando uno necesita alejarse de la vida moderna.

 

Solís sacó a colación las prohibiciones y las prácticas del Sabah entre los judíos ortodoxos, pero Luke insistió en que ni Laszlo ni su familia eran practicantes. A lo sumo, guardaban algunas fiestas por respecto a sus antepasados, pero poco más. Esther, la madrastra, solía burlarse de los judíos con coletas.

 

– Eran húngaros más que otra cosa, centroeuropeos. Yo jamás les vi una menorá en la casa ni nada por el estilo.

 

Solís recordó de pronto el secuestro del padre. ¿No resultaba curioso que los secuestradores hubieran elegido precisamente este lugar para esconderlo?

 

Luke se había quedado pensando la respuesta. En esto los nietos volvieron a pedirle que lanzara otra vez. El abuelo se agachó y escogió una piedra alisada, negruzca, entre las muchas que había en la orilla, y volvió a lanzar con maestría, aunque esta vez, tras rebotar varias veces por la charca, la piedra se hundió antes de tocar la roca.

 

– Es curioso, sí, musitó Luke, sin saber muy bien qué más decir mientras veía disiparse la burbujeante estela sobre las quietas aguas.

– Pero ¿por qué se lo trajeron a la cantera?, repitió Solís.

– ¿Y por qué no?

– No sé. Me resulta mucha casualidad. Quienes lo hicieron debían conocer muy bien el terreno.

 

Luke se giró de pronto y llamó al orden a los nietos, que se estaban peleando. Luego se fue al mayor, le dio un ligero pescozón y le amenazó con castigarlo si seguía abusando del hermano. Solventada la disputa, regresó con Solís.

– La vida está llena de casualidades, querido amigo. ¿Por qué estamos los dos aquí hablando y no en casa? ¿Por qué hemos coincidido hoy? ¿Sabes cuánto hacía que no me pasaba por la cantera? Pues más de un año. No le des más vueltas. Aquel suceso tiene toda la pinta de haber sido un acto de violencia gratuito, indiscriminado. Había mucha droga y muchos drogadictos en los setenta.

 

Solís lo interrumpió.

 

– ¿Y no pudo tratarse de una venganza?

– ¿Quién se iba a vengar de un jubilado? El padre era un bendito…

– No lo dudo, pero me consta que tuvo un litigio de varios años con un antiguo socio.

 

Luke torció el gesto.

 

– Desconocía esa información. ¿De dónde la has sacado? Solís le contó por encima las pesquisas de la bibliotecaria.

– Mucho estás hurgando en la vida de Laszlo y su familia. ¿Quién diablos sabe lo que pasó? Si no lo denunció sería porque no querría más líos.

– Ya, pero es raro, apostilló Solís.

– Yo no lo veo tan raro.

– ¿Habrías hecho tú lo mismo en su situación?

– Pues no lo sé. Quizá sí y quizá no.

 

Solís no quiso insistir más. Pasaron a hablar de otras cosas. El nieto mayor le preocupaba al abuelo. No iba bien en los estudios, tenía muchos celos del hermano, echaba probablemente de menos la figura del padre. Al hilo de ello, Solís apuntó alguna tensión con su hija Fiona, sin ir más allá, dejando otra vez que fuera Luke quien hablara de sus cuitas familiares. Su mujer había perdido mucha movilidad en estos últimos meses. La enfermedad iba en aumento. El pronóstico futuro no era nada bueno. Luke se quejó luego de la humedad, de la mucha lluvia, del maldito barro que le impedía pasearla en la silla de ruedas. Volvieron a Martell y salió a relucir, en otro viraje brusco, la identidad del padre. ¿Cómo se llamaba en realidad? Luke se burló de esa obsesión que tenía Solís por todo lo relacionado con su viejo y querido amigo Laszlo, pero le dijo que él siempre había llamado al padre Mr. Martell, aunque su nombre era Gabriel. Gabriel Martell.

 

– Si no me falla la memoria, pues soy olvidadizo.

 

Arda Solís mencionó entonces, con cierto retintín, las fotos del salón y cómo, al ampliarlas, había descubierto que señora y señorita, madre y madrastra, eran la misma persona.

 

– ¿Te refieres a la chica de la foto? ¡Imposible! Te digo que no. Mi memoria es mala, pero soy buen fisonomista. Pocas veces se me olvida una cara vista anteriormente.

 

El sol declinaba.

 

Los nietos, cansados de corretear, pedían a gritos regresar a casa. El vecino miró la hora y dio por concluida la reunión. Solís los fue acompañando un rato por el bosque y, al llegar a un cruce de caminos, se despidió de ellos.

 

Poco después, con las últimas luces, en un claro del bosque, miró atrás y vio a lo lejos la caseta, que se dibujaba triste y fantasmal encima de la cantera.

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